
Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el segundo capítulo, El Día en Común, donde el primer subcapítulo es El culto de la mañana.
2. El Día en Común
Al amanecer, con alabanza;
Con plegarias al atardecer,
Nuestra pobre voz, Señor,
Te glorifica eternamente.
(LUTERO, según Ambrosio)
El culto de la mañana.
«La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente» (Col 3, 16). En el Antiguo Testamento, el día comienza al anochecer y termina con la puesta del sol. Es el tiempo de la espera. Para la comunidad del Nuevo Testamento, el día comienza al rayar el alba y termina con la aurora del día siguiente. Es el tiempo del cumplimiento, de la resurrección del Señor. Cristo nació de noche: una luz en las tinieblas, y en el momento de su muerte en la cruz, el sol se oscureció; sin embargo, con el amanecer del día de pascua, surge victorioso de la tumba: Al amanecer, cuando sale el sol, resucita Cristo, mi salvador, se desvanece la noche del pecado: regresan la luz, la vida y la salvación. Aleluya.
Así cantaba la Iglesia de la Reforma. Cristo es «el sol de justicia» que se ha levantado sobre la comunidad expectante (Mal 4, 2), Y «los que le aman serán como el sol cuando sale con todo su esplendor» (Jue 5, 31). Las primeras horas de la mañana pertenecen por tanto a la comunidad de Cristo resucitado. Al rayar el día, conmemora aquella mañana en que la muerte, el diablo y el pecado fueron vencidos, y los hombres, libres, nacieron a una nueva vida. Pero ¿qué sabemos nosotros ahora -que no tenemos ni sentimos ya respeto de la noche- de aquel gozo de nuestros antepasados y primeros cristianos por el retorno de la luz cada mañana? Si aprendiésemos algo de esa alabanza matutina que debemos dar a Dios trino, al Dios-Padre y Creador que nos ha protegido durante la noche y nos ha despertado para darnos un nuevo día; a Dios-Hijo, Salvador del mundo que, por nosotros, triunfó de la muerte y el infierno y, vencedor, vive entre nosotros; a Dios-Espíritu santo que, desde el amanecer, ilumina nuestros corazones con la palabra divina, ahuyenta las tinieblas y el pecado, y nos enseña a orar rectamente, entonces también vislumbraríamos el gozo de los hermanos que, unidos en armonía, se encuentran cada mañana
para alabar a Dios, escuchar su palabra y orar en comunidad.
La mañana no pertenece al individuo, sino a la Iglesia de Dios trino, a la comunidad familiar y fraterna de los cristianos. Innumerables son los viejos cantos que llaman a la comunidad a alabar a Dios cada mañana. Por ejemplo, estos himnos que cantan los hermanos bohemios al llegar el día: El día ahuyenta la oscuridad de la noche. ¡Cristianos, despertad para alabar a Dios, vuestro Señor. Recuerda que el Señor Dios te ha creado a su imagen para que tú lo reconozcas!
Despunta el día y resplandece. ¡Oh Dios nuestro, te alabamos por habernos protegido esta noche!
¡Gloria a ti, nuestra alegría! Guárdanos también en este día porque somos pobres peregrinos; asístenos con tu ayuda para que no nos dañe mal alguno. Se aproxima la claridad del día. ¡Hermanos, alabemos al Dios del amor que, por su gracia nos ha protegido esta noche! Nos ofrecemos. Señor, a ti para que, según tu voluntad, nos guíes y hagas buenas nuestras obras. La vida en común bajo la autoridad de la palabra comienza con un acto común al comenzar el día. Toda la comunidad se reúne para la alabanza, la acción de gracias, la lectura de la Escritura y la oración. La tranquilidad profunda de las primeras horas de la mañana no es interrumpida más que por la plegaria y el canto de la comunidad que resuena con más claridad después del silencio nocturno y del amanecer.
La sagrada Escritura dice a este respecto que el primer pensamiento y la primera palabra del día pertenecen a Dios: «De mañana tú escuchas mi voz; de mañana me pongo me pongo ante ti y espero» (Sal 5, 4); «mis plegarias se dirigen a ti desde el amanecer» (Sal 88, 14); «Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto. Te cantaré y te ensalzaré. ¡Despierta, gloria mía, despertad salterio y cítara, y despertaré a la aurora!» (Sal 57, 8). Desde el amanecer, el creyente tiene sed de Dios y suspira por él: «Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, y espero en tu palabra» (Sal 119, 147). «Oh Dios, tú eres mi Dios, te busco sin cesar; mi alma tiene sed de ti; mi
carne suspira en pos de ti como tierra reseca, sedienta, sin agua» (Sal 63, 2). La Sabiduría de Salomón, por su parte, quiere «anticiparse al sol para darte gracias y salirte al encuentro al levantarse el día» (Sab 16, 28), Y el Eclesiástico de Jesús Sen Sirach dice en particular del escriba que «madruga de mañana para dirigir su corazón al Señor que le creó, para orar en presencia del Altísimo» (Eclo 39, 6). Asimismo, la Escritura considera el amanecer como la hora en la que Dios nos concede su ayuda especial. De la ciudad de Dios se dice que «Dios la socorrerá desde el clarear de la mañana» (Sal 46, 6), y de Dios, que «sus misericordias se renuevan todas las mañanas» (Lam 3, 22).
Para el cristiano el comienzo del día no debe estar sobrecargado ni obstaculizado por los quehaceres múltiples que le esperan. Cada día que comienza está sometido al Señor que lo creó. Solamente la claridad de Jesucristo y su palabra resucitadora es capaz de disipar la oscuridad, la confusión de la noche y sus quimeras. Ella desvanece toda inquietud, toda impureza, toda aflicción y toda angustia. Por eso, al comienzo de nuestra jornada, debemos acallar todos los pensamientos y palabras inútiles, y dirigir nuestra primera palabra y nuestro primer pensamiento a aquel a quien pertenece toda nuestra vida. «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5, 14).
Con sorprendente frecuencia la sagrada Escritura nos recuerda que los hombres de Dios se levantaban temprano para buscarle y cumplir sus mandatos. Así, Abraham, Jacob, Moisés, Josué (cf. Gn 19,27; 23, 3; Ex 8,16; 9,13; 24, 4; Jos 3,1; 6,12, etc.). Del mismo Jesús, el evangelio -en el que no hay palabra superflua dice: «A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mr 1, 35). Existe un levantarse temprano, impulsado por las preocupaciones, llamado inútil por la Escritura: «Es inútil que madruguéis y que comáis el pan de la fatiga» (Sal 127, 2). Y también existe un madrugar por amor a Dios. Este era el que practicaban los hombres de la sagrada Escritura.
La oración en común de la mañana comprende la lectura de la Escritura, el canto y la plegaria. A diversidad de comunidades corresponde también diversidad de formas de devoción matutina. Y así debe ser. La oración de una familia donde haya niños, por ejemplo, debe ser diferente de la de una comunidad de teólogos; sería absurdo ignorar esta diferencia y que la comunidad de teólogos, por ejemplo, se contentase con un culto destinado a los niños. Sin embargo, toda forma de devoción matinal en común debe comprender la lectura de la Escritura, el canto y la plegaria de la comunidad. Hablaremos de cada uno de estos elementos.
