Categoría: Vida en comunidad

Vida en comunidad Parte 8

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Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el segundo capítulo, El Día en Común, donde el segundo subcapítulo es La lectura bíblica.

2. El Día en Común

Al amanecer, con alabanza;

Con plegarias al atardecer,

Nuestra pobre voz, Señor,

Te glorifica eternamente.

(LUTERO, según Ambrosio)

La lectura bíblica

Después de la oración de los salmos, e intercalado un cántico, sigue la lectura de la sagrada Escritura. «Aplícate a la lectura» (l  Tim 4, 13). También aquí tendremos que vencer numerosos prejuicios para llegar a una verdadera lectura en común de la Biblia. Casi todos nosotros hemos crecido en la convicción de que leer la Escritura significa escuchar la palabra que Dios nos dirige para la jornada, de manera que para muchos esta práctica consiste en leer algunos versículos seleccionados que constituyen el tema dominante del día. No hay duda de que la selección de textos bohemios, por ejemplo, ha constituido hasta nuestros días una verdadera bendición para todos los que la han utilizado. Muchos hicieron esta experiencia sorprendidos y agradecidos precisamente en épocas de lucha para la Iglesia. Sin embargo esas breves palabras orientadoras de la jornada no pueden ni deben reemplazar completamente la lectura  de la Escritura. El texto del día no es aún la sagrada Escritura que permanecerá a través de los tiempos; hasta el último día, la sagrada Escritura es algo más que un texto bíblico. Por lo mismo, es algo más que «el pan cotidiano ». Es la palabra con que Dios se revela a todos los hombres de todos los tiempos. No consiste en versículos aislados sino en un todo que exige manifestarse como tal. Es en su totalidad como la Escritura es la palabra revelada de Dios. Sólo en la infinitud de sus relaciones interiores, en la conexión entre Antiguo y Nuevo Testamento, la promesa y cumplimiento, sacrificio y ley, ley y evangelio, cruz y resurrección, fe y obediencia, don y espera, se hace enteramente inteligible el  testimonio de Jesucristo, el Señor. Por eso el  culto comunitario debe constar, además de la recitación de los salmos, de una extensa lectura del Antiguo y Nuevo Testamento. Una comunidad doméstica debería ser capaz de leer, mañana y tarde, un capítulo del Antiguo Testamento y al menos medio capítulo del Nuevo. Un primer intento mostrará que este modesto programa es ya, para la mayoría, una gran exigencia. Puede objetarse que no es posible asimilar y retener realmente tanta abundancia de pensamientos y relaciones, y que más bien significa despreciar la palabra divina leer más de lo que puede ser asimilado. Esta objeción hace que se regrese pronto a los versículos aislados, denunciando con ello una grave laguna. Si verdaderamente nosotros, cristianos adultos, no somos capaces de leer completamente un capítulo del Antiguo Testamento, debería causarnos una profunda vergüenza, porque ¿no es un pobre testimonio de nuestro conocimiento de la Escritura y de todas nuestras experiencias en esta práctica? Si conociésemos la materia que leemos no nos sería nada dificil seguir la lectura de un capítulo, sobre todo si tenemos a mano la Biblia y seguimos el texto. Sin embargo tenemos que admitir que la sagrada Escritura nos es muy poco conocida. Esta laguna en nuestro conocimiento de la palabra de Dios ¿no debería despertarnos?, ¿no tendrían que comenzar por aquí los teólogos? Y que no se diga que el culto comunitario no tiene por objeto hacernos conocer la Escritura, que esto es una tarea demasiado profana que puede conseguirse independientemente. Tal razonamiento expresa un desconocimiento completo de la naturaleza del culto. La palabra de Dios debe ser oída según la situación y comprensión de cada uno: para el niño, el culto familiar es ocasión de oír y aprender por primera vez la historia bíblica; para el adulto, la oportunidad de comprenderla mejor, a lo que no podrá llegar por la sola lectura personal.

Sin embargo, es posible que no solamente los niños, sino también los cristianos adultos se quejen de que la lectura de la Biblia es frecuentemente muy larga y contiene muchas cosas incomprensibles. A este respecto hay que decir que toda lectura bíblica, aun la más corta, es siempre «demasiado larga», y esto muy especialmente para el cristiano consciente. ¿Qué quiere decir esto? La Escritura es un todo, y  cada palabra, cada frase, se encuentra tan diversamente relacionada con el conjunto que resulta imposible conservar la visión del conjunto en cada uno de los detalles. Esto nos enseña que la Biblia en su conjunto y en cada una de sus palabras sobrepasa en mucho nuestro entendimiento, y es provechoso que diariamente se nos recuerde este hecho que nos remite constantemente al mismo Jesucristo, en quien «se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría» (Col 2, 3). Esto permite afirmar que toda lectura de la Biblia debe ser «bastante larga» para que no se transforme en una simple retahíla de consejos utilitarios, sino que permanezca la palabra de Dios revelada en Jesucristo.

Por ser la Escritura un corpus, un todo viviente, es conveniente que la comunidad doméstica practique la lectio continua,  es decir, la lectura seguida. Libros históricos, profetas, evangelios, cartas y hechos se leerán relacionados como palabra de Dios. Estos textos introducen a la comunidad que los escucha en el corazón mismo del mundo maravilloso de la revelación de Dios al pueblo de Israel con sus profetas, jueces, reyes y sacerdotes; sus guerras, sus fiestas, sus sacrificios y sufrimientos; la comunidad cristiana es introducida en la historia de la navidad, bautismo, milagros, predicación, sufrimientos, muerte y resurrección de Jesucristo; toma parte en el acontecimiento único realizado sobre la tierra por la salvación del mundo y recibe ella misma aquí la salvación en Jesucristo. Así, la lectura continua de la Biblia obliga a todos los que quieran entender, a aproximarse donde Dios ha actuado una vez por todas en favor de la salvación de los hombres, y dejarse encontrar allí por él. Es precisamente en la lectura durante el culto cuando los libros históricos de la Biblia adquieren para nosotros un aspecto absolutamente nuevo. Tomamos parte ahí en los acontecimientos llevados a cabo antaño por nuestra salvación; nos olvidamos de nosotros mismos y entramos con el pueblo en la tierra prometida, atravesando el mar Rojo, el desierto, el Jordán; con Israel caemos en la duda y en la incredulidad, y por medio del castigo y la penitencia recibimos de nuevo el socorro y la fidelidad de Dios; y todo esto no son ensueños, sino una realidad sagrada y divina. Somos arrancados de nuestra propia existencia e introducidos en el corazón de la historia que Dios escribe en la tierra. Ahí es donde Dios ha obrado en nosotros y ahí es donde sigue obrando: en nuestras miserias y pecados mediante su ira y su gracia.

Lo importante no es que Dios sea espectador compasivo de nuestra existencia presente, sino que nosotros seamos oyentes atentos y activos de su actuación en la historia sagrada, en la historia de Cristo sobre la tierra, y solo en la medida en que participemos en esa historia. Dios está también hoy con nosotros. Se produce por tanto un cambio radical. Comprendemos que no es en nuestra vida donde tiene que revelarse la ayuda y la presencia de Dios, sino que se reveló definitivamente en favor nuestro en la vida de Jesucristo. Efectivamente, es más importante para nosotros saber lo que Dios realizó en Israel y en su Hijo Jesucristo que atormentarnos por descubrir lo que Dios quiere de nosotros hoy. La muerte de Jesucristo es más importante que mi propia muerte, y su resurrección de entre los muertos es el único fundamento de la esperanza de mi resurrección en el último día. Nuestra salvación está «fuera de nosotros» (extra nos),  yo no la encuentro en los acontecimientos de mi propia vida sino únicamente en la historia de Jesucristo. Sólo aquel que se deja encontrar en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y en su resurrección, está en Dios, y Dios en él.

Desde esta perspectiva, la lectura de la Biblia en la oración de la mañana se nos hará cada día más significativa y saludable. Porque lo que nosotros llamamos nuestra vida, nuestras tribulaciones, nuestras culpas, no constituye en modo alguno la realidad, puesto que es en la Escritura donde está nuestra vida, nuestras tribulaciones, nuestras culpas y nuestra salvación. Porque le ha agradado a Dios obrar ahí nuestra salvación, solamente de ahí nos vendrá la ayuda. Sólo por medio de la sagrada Escritura aprendemos a conocer nuestra propia historia. El Dios de Abraham, Isaac y  Jacob es el Dios y Padre de Jesucristo, nuestro Dios y  nuestro Padre.

Nuestro primer deber es recuperar el conocimiento que nuestros antepasados y los reformadores tenían de la Escritura. Para ello no debemos ahorrar tiempo ni sacrificios. Debemos hacerlo ante todo por nuestra salvación, aunque también existen otras buenas razones que urgen este deber. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, tener seguridad y confianza en nuestra vida personal y eclesial si no nos basamos en el sólido fundamento de la Escritura? No es nuestro corazón el que decide nuestro camino sino la palabra de Dios. Sin embargo ¿quién siente hoy la necesidad de la fundamentación de la Escritura? Cuántas veces hemos oído fundamentar las decisiones más importantes en argumentos tomados «de la vida» y «de la experiencia», sin preocuparse de si las indicaciones de la Escritura podían señalar una dirección opuesta. No debe extrañarnos que quien no se toma el trabajo de leer, conocer y estudiar la Escritura trate de desacreditar la prueba bíblica. Pero quien no desea conocer personalmente la Escritura no es un cristiano evangélico.

Todavía más: ¿cómo podríamos ayudar realmente a un hermano en la miseria o en la tribulación sin recurrir a la palabra de Dios? Todas nuestras palabras se agotan rápidamente. En cambio, aquel que como «un buen padre de familia saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas » (Mt 13, 52), aquel que puede hablar inspirándose en la riqueza de las indicaciones, exhortaciones y consuelos de la Escritura, podrá arrojar al demonio por el poder de la palabra de Dios y prestar una ayuda real a sus hermanos. Nos detenemos aquí. «Porque desde la infancia conoces las sagradas Escrituras, que pueden instruirte en orden a la salvación» (2 Tim 3, 15).

¿Cómo debemos leer la sagrada Escritura? Dentro de la comunidad doméstica, el mejor método es que cada uno continúe por turno la lectura comenzada. Se comprobará entonces que no es fácil leer la Biblia a los demás. Cuanto más sobria, más objetiva y más humilde sea la actitud interior frente al texto, tanto más adecuada será la lectura. En la manera de leer la Escritura se pone de manifiesto a menudo la diferencia entre un cristiano experimentado y un cristiano principiante.

Para una recta lectura de la Biblia debe observarse la siguiente regla: el que lee no debe identificarse jamás con el «yo» que habla en la Escritura. No soy yo quien se irrita, consuela o exhorta, sino Dios. Desde luego no quiere decir que deba adoptarse un tono monótono e indiferente; al contrario, deberé leerlo sintiéndome interiormente, yo mismo, comprometido e interpelado; no obstante, toda la diferencia entre buena o mala lectura reside en que yo no me ponga en el lugar de Dios sino que le sirva con toda sencillez. De lo contrario corro el peligro de convertirme en retórico, patético, sentimental o impulsivo, es decir, de llamar la atención del oyente sobre mi persona y no sobre la palabra; es la deformación que amenaza toda lectura de la Biblia. Explicándolo con un ejemplo profano podríamos decir que la situación del lector de la Escritura es como la de una persona que lee a otra la carta de un amigo. No leeré la carta como si yo mismo la hubiese escrito, sino que respetaré y haré sentir la distancia; sin embargo, tampoco leeré la carta como si no me concerniese, sino que en mi entonación se percibirá mi implicación personal.

La lectura correcta de la Escritura no es una técnica que puede ser aprendida, sino que depende de mi propia disposición interior. Con frecuencia la manera pesada y  dificultosa con que ciertos cristianos cargados de años de experiencia leen la Biblia vale más que la lectura acabada hecha por un pastor. También en esto pueden ayudarse y aconsejarse mutuamente los miembros de la comunidad doméstica cristiana.

Diremos, para terminar, que la lectura continua de la Biblia no excluye los textos señalados para el día que pueden encontrar su lugar y su sentido en el transcurso de una reunión de oración, y constituir una consigna diaria o semanal.

Vida en Comunidad Parte 7

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Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el segundo capítulo, El Día en Común, donde el primer subcapítulo es El culto de la mañana.

2. El Día en Común

Al amanecer, con alabanza;

Con plegarias al atardecer,

Nuestra pobre voz, Señor,

Te glorifica eternamente.

(LUTERO, según Ambrosio)

El culto de la mañana.

«La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente» (Col 3, 16). En el Antiguo Testamento, el día comienza al anochecer y termina con la puesta del sol. Es el tiempo de la espera. Para la comunidad del Nuevo Testamento, el día comienza al rayar el alba y termina con la aurora del día siguiente. Es el tiempo del cumplimiento, de la resurrección del Señor. Cristo nació de noche: una luz en las tinieblas, y en el momento de su muerte en la cruz, el sol se oscureció; sin embargo, con el amanecer del día de pascua, surge victorioso de la tumba: Al amanecer, cuando sale el sol, resucita Cristo, mi salvador, se desvanece la noche del pecado: regresan la luz, la vida y la salvación. Aleluya.

Así cantaba la Iglesia de la Reforma. Cristo es «el sol de justicia» que se ha levantado sobre la comunidad expectante (Mal 4, 2), Y «los que le aman serán como el sol cuando sale con todo su esplendor» (Jue 5, 31). Las primeras horas de la mañana pertenecen por tanto a la comunidad de Cristo resucitado. Al rayar el día, conmemora aquella mañana en que la muerte, el diablo y el pecado fueron vencidos, y los hombres, libres, nacieron a una nueva vida. Pero ¿qué sabemos nosotros ahora -que no tenemos ni sentimos ya respeto de la noche- de aquel gozo de nuestros antepasados y primeros cristianos por el retorno de la luz cada mañana? Si aprendiésemos algo de esa alabanza matutina que debemos dar a Dios trino, al Dios-Padre y Creador que nos ha protegido durante la noche y nos ha despertado para darnos un nuevo día; a Dios-Hijo, Salvador del mundo que, por nosotros, triunfó de la muerte y el infierno y, vencedor, vive entre nosotros; a Dios-Espíritu santo que, desde el amanecer, ilumina nuestros corazones con la palabra divina, ahuyenta las tinieblas y el pecado, y nos enseña a orar rectamente, entonces también vislumbraríamos el gozo de los hermanos que, unidos en armonía, se encuentran cada mañana

para alabar a Dios, escuchar su palabra y orar en comunidad.

La mañana no pertenece al individuo, sino a la Iglesia de Dios trino, a la comunidad familiar y fraterna de los cristianos. Innumerables son los viejos cantos que llaman a la comunidad a alabar a Dios cada mañana. Por ejemplo, estos himnos que cantan los hermanos bohemios al llegar el día: El día ahuyenta la oscuridad de la noche. ¡Cristianos, despertad para alabar a Dios, vuestro Señor. Recuerda que el Señor Dios te ha creado a su imagen para que tú lo reconozcas!

Despunta el día y resplandece. ¡Oh Dios nuestro, te alabamos por habernos protegido esta noche!

¡Gloria a ti, nuestra alegría! Guárdanos también en este día porque somos pobres peregrinos; asístenos con tu ayuda para que no nos dañe mal alguno. Se aproxima la claridad del día. ¡Hermanos, alabemos al Dios del amor que, por su gracia nos ha protegido esta noche! Nos ofrecemos. Señor, a ti para que, según tu voluntad, nos guíes y hagas buenas nuestras obras. La vida en común bajo la autoridad de la palabra comienza con un acto común al comenzar el día. Toda la comunidad se reúne para la alabanza, la acción de gracias, la lectura de la Escritura y la oración. La tranquilidad profunda de las primeras horas de la mañana no es interrumpida más que por la plegaria y el canto de la comunidad que resuena con más claridad después del silencio nocturno y del amanecer.

La sagrada Escritura dice a este respecto que el primer pensamiento y la primera palabra del día pertenecen a Dios: «De mañana tú escuchas mi voz; de mañana me pongo me pongo ante ti y espero» (Sal 5, 4); «mis plegarias se dirigen a ti desde el amanecer» (Sal 88, 14); «Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto. Te cantaré y te ensalzaré. ¡Despierta, gloria mía, despertad salterio y cítara, y despertaré a la aurora!» (Sal 57, 8). Desde el amanecer, el creyente tiene sed de Dios y suspira por él: «Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, y espero en tu palabra» (Sal 119, 147). «Oh Dios, tú eres mi Dios, te busco sin cesar; mi alma tiene sed de ti; mi

carne suspira en pos de ti como tierra reseca, sedienta, sin agua» (Sal 63, 2). La Sabiduría de Salomón, por su parte, quiere «anticiparse al sol para darte gracias y salirte al encuentro al levantarse el día» (Sab 16, 28), Y el Eclesiástico de Jesús Sen Sirach dice en particular del escriba que «madruga de mañana para dirigir su corazón al Señor que le creó, para orar en presencia del Altísimo» (Eclo 39, 6). Asimismo, la Escritura considera el amanecer como la hora en la que Dios nos concede su ayuda especial. De la ciudad de Dios se dice que «Dios la socorrerá desde el clarear de la mañana» (Sal 46, 6), y de Dios, que «sus misericordias se renuevan todas las mañanas» (Lam 3, 22).

Para el cristiano el comienzo del día no debe estar sobrecargado ni obstaculizado por los quehaceres múltiples que le esperan. Cada día que comienza está sometido al Señor que lo creó. Solamente la claridad de Jesucristo y su palabra resucitadora es capaz de disipar la oscuridad, la confusión de la noche y sus quimeras. Ella desvanece toda inquietud, toda impureza, toda aflicción y toda angustia. Por eso, al comienzo de nuestra jornada, debemos acallar todos los pensamientos y palabras inútiles, y dirigir nuestra primera palabra y nuestro primer pensamiento a aquel a quien pertenece toda nuestra vida. «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5, 14).

Con sorprendente frecuencia la sagrada Escritura nos recuerda que los hombres de Dios se levantaban temprano para buscarle y cumplir sus mandatos. Así, Abraham, Jacob, Moisés, Josué (cf. Gn 19,27; 23, 3; Ex 8,16; 9,13; 24, 4; Jos 3,1; 6,12, etc.). Del mismo Jesús, el evangelio -en el que no hay palabra superflua dice: «A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mr 1, 35). Existe un levantarse temprano, impulsado por las preocupaciones, llamado inútil por la Escritura: «Es inútil que madruguéis y que comáis el pan de la fatiga» (Sal 127, 2). Y también existe un madrugar por amor a Dios. Este era el que practicaban los hombres de la sagrada Escritura.

La oración en común de la mañana comprende la lectura de la Escritura, el canto y la plegaria. A diversidad de comunidades corresponde también diversidad de formas de devoción matutina. Y así debe ser. La oración de una familia donde haya niños, por ejemplo, debe ser diferente de la de una comunidad de teólogos; sería absurdo ignorar esta diferencia y que la comunidad de teólogos, por ejemplo, se contentase con un culto destinado a los niños. Sin embargo, toda forma de devoción matinal en común debe comprender la lectura de la Escritura, el canto y la plegaria de la comunidad. Hablaremos de cada uno de estos elementos.

 

Vida en Comunidad Parte 6

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Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el primer capítulo, La Comunidad, donde los subcapítulos sexto y séptimo (últimos) son La comunidad forma parte de la iglesia cristiana y La unión con Jesucristo.

 

  1. LA COMUNIDAD

La comunidad forma parte de la Iglesia cristiana

Es de vital importancia para toda comunidad cristiana lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre comunidad de orden psíquico y comunidad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad bajo la autoridad de la palabra sólo se mantendrávigorosa en la medida en que renuncie a querer ser un movimiento, una sociedad, una agrupación religiosa, un  collegium pietatis, y acepte ser parte de la Iglesia cristiana, una, santa y universal, participando activa o pacientemente en las angustias, las luchas y la promesa de toda la Iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no esté objetivamente justificada por circunstancias locales, una tarea común o alguna otra razón parecida, constituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad a quien priva de eficacia espiritual, empujándola hacia el sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frágil e insignificante, con el pretexto de que no se puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclusión del mismo Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de ese hermano miserable. Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.

Podría parecer a primera vista que la confusión entre ideal y realidad, entre psíquico y espiritual, tendría que darse más bien en comunidades como el matrimonio, la familia o la amistad, donde lo psíquico juega desde el principio un papel esencial y donde lo espiritual no se añade sino después. Resultaría así que el peligro de confusión de esas dos realidades no existiría sino para ese tipo de asociaciones, y que sería prácticamente inexistente en una comunidad de carácter puramente espiritual. Pensar así es cometer un grave error. La experiencia y un examen objetivo de la realidad prueban exactamente lo contrario. Generalmente, en el matrimonio, en la familia o en la amistad cada uno es consciente de sus verdaderas posibilidades con respecto a la vida en común; estas formas de sociedades humanas, cuando permanecen sanas, permiten distinguir muy bien dónde se encuentra el límite entre lo psíquico y lo espiritual. Hacen que seamos conscientes de la diferencia que hay entre estos dos órdenes de la realidad. Y a la inversa, es precisamente en la comunidad de orden puramente espiritual donde es de temer más una irrupción desordenada y sutil del elemento psíquico. Creemos que esta clase de comunidad es no solamente peligrosa sino que constituye además un fenómeno absolutamente anormal. Donde la vida familiar, el trabajo en común, en suma, la existencia diaria con todas sus exigencias, no ocupan su lugar, son especialmente necesarias la vigilancia y la sangre fría. La experiencia demuestra que los pequeños momentos de ocio son los más propicios a la irrupción de lo psíquico. Es muy fácil despertar una embriaguez comunitaria entre la gente llamada a vivir algunos días la vida en común; pero es una empresa extremadamente peligrosa para la vida diaria que estamos llamados a vivir en una fraternidad sana y lúcida.

La unión con Jesucristo 

Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de experimentar  la felicidad que da una verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia constituye un acontecimiento excepcional añadido gratuitamente al pan diario de la vida cristiana en común. No tenemos derecho a exigir tales experiencias, ni convivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más que la experiencia de la fraternidad cristiana, lo que nos mantiene unidos es la fe firme y segura que tenemos en esa fraternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga queriendo obrar en todos nosotros es 10  que aceptamos por la fe como su mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que nos permite poder renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que renunciemos.

«Qué  dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía!».  Asícelebra la sagrada Escritura la gracia de poder vivir unidos bajo la autoridad de la palabra. Interpretando más exactamente la expresión «en armonía », podemos decir ahora: es dulce para los hermanos vivir juntos por Cristo,  porque únicamente Jesucristo es el vínculo que nos une. «Él es nuestra paz». Sólo por él tenemos acceso los unos a los otros y nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada.