Época III, Año LXXXIV, Período 2014-2018, No. 25
Monterrey, N.L., 31 de agosto, 2015
El 28 de agosto se conmemoró en México el Día del Adulto Mayor, o como lo prefirieron llamar muchos, el Día del Abuelito. Esto nos llamó a todos a voltear hacia ese 10% de la población mexicana que suma alrededor de 12 millones de personas que han llegado a su tercera edad. Y se volvieron a decir discursos exhortando a la población vigorosa (niños, jóvenes y adultos) a honrar a los viejos, a considerar sus limitaciones, a respetarlos. No habría necesidad de tanta recomendación, dentro y fuera de las iglesias, si no fuéramos una generación utilitaria en la era industrializada. El mundo de hoy gira alrededor de los jóvenes porque poseen mayor agilidad para moverse en el empleo de los instrumentos tecnológicos y de comunicación. Los ancianos eran respetados hace algunas generaciones porque la vida era más sencilla, y ellos habían perfeccionado habilidades y conocimientos sobre la vida agrícola y la producción artesanal, lo que los hacía personas en ópticas condiciones de producción de ganancias y capaces para ofrecer asesoría. La gente de hoy está acostumbrada, por razones prácticas, a desechar todo lo que no produce dividendos, así que los viejos estorban y amenazan la comodidad. Y, por si fuera poco, en lugar de producir ingresos originan gastos.
Además, nuestro mundo centrado en la juventud no sólo por razones de producción, sino también por ser protagonistas deportivos y por el culto cotidiano a la belleza, no encuentra ninguna razón para brindar alguna especial consideración hacia personas en franco deterioro físico. Saber esto hace que las personas teman envejecer y procuren detener el decaimiento fisiológico a través de simples cremas y pinturas. Muchos laboratorios explotan este temor y ofrecen sus productos afirmando que hay fórmulas científicas para detener el envejecimiento, consiguiendo ventas seguras. Y ni qué decir de las tantas cirugías que dejan rostros con resultados patéticos, porque hubo clínicas que apelaron al miedo de personas que suponen la vejez se puede evadir.
Si a lo anterior sumamos que las jubilaciones en su mayor parte significan una reducción del ingreso familiar de los ancianos, que se sienten humillantemente dependientes de la ayuda de otros, que no son consultados ni tomados en cuenta en la toma de decisiones, que se sienten inútiles al cesar su vida laboral, que sufren los achaques de la edad, que suponen lo emocionante de la vida se les acabó, no es de extrañar que deseen morirse. El sociólogo evangélico Tony Campolo citaba una vez a un filósofo que dijo que “hacemos tanto ruido en la Navidad porque estamos tratando de acallar el macabro ruido que produce la hierba creciendo sobre nuestra propia tumba”.
La sociedad debería ser más justa al procurar provisiones suficientes y seguras para garantizar una vida digna a este sector débil de su población que una vez fue vigorosa y productiva. Las familias deberían incorporar a los viejitos en la dinámica activa del núcleo para hacerlos participar vitalmente. La iglesia local debería incluirlos en los espacios de servicio o de enseñanza. La iglesia como denominación debería asignar a sus ministros pensionados a las diferentes comisiones para que actúen ya como consejeros, ya como integrantes activos.
Pero los ancianos mismos deberían aceptar su edad como uno de los planes sabios de Dios dentro de su ciclo vital. Deberían aceptar que lo que antes hacían les toca ahora a las nuevas generaciones hacer, y deben apoyarlas como si se tratara de un cambio de turno en una empresa. Y sobre todo, deberían evitar el dejarse caer, y mantener el interés en su propio funcionamiento, escuchando los llamados de Dios a nuevas empresas y aventuras de fe. Deben aceptar su edad como un estado de honorabilidad, puesto que Dios mismo se describe como un “anciano de Días” (Dn. 7:9); y Jesucristo es revelado sin ambages en Patmos con características de ancianidad (Ap. 1:14). Así mismo, en la visión celestial de Juan se presentan en una escena majestuosa 24 ancianos como elementos estratégicos comisionados para adorar al eterno Dios y a su Hijo glorificado (Ap. 4:4, 11; 5:5-8, 14; 7:11-13; 11:16-18; 14:3; 19:4). Y por supuesto, recordar que en la Biblia los ancianos eran necesarios para ejercer el gobierno, para dar a conocer sabiduría y para juzgar sobre asuntos de la vida (Lv. 4:13-15; Nm. 11:16-17; Hch. 14:23; Tit. 1:5; 1P. 5:1-5).
Pbro. Bernabé Rendón M.


