(Seguimos publicando, parte por parte, el libro de Bonhoeffer, “El Precio de la Gracia”).
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6. El sermón del Monte
1. Mt 5: Sobre lo «extraordinario» de la vida cristiana
a) Las bienaventuranzas
Jesús en la cima del monte, la multitud, los discípulos. El pueblo ve: ahí está Jesús con los discípulos que se le han unido. Los discípulos pertenecían completamente, hasta hace poco, a la masa del pueblo. Eran como todos los demás. Pero llegó la llamada de Jesús; abandonaron todo y le siguieron. Desde entonces pertenecen a Jesús por completo. Van con él, viven con él, le siguen a dondequiera que los lleve. Les ha sucedido algo que los otros no han experimentado. Se trata de un hecho muy inquietante y sorprendente que no pasa desapercibido al pueblo. Los discípulos ven: ese es el pueblo del que proceden, las ovejas perdidas de la casa de Israel. La comunidad elegida por Dios. El pueblo de la Iglesia. Cuando fueron segregados de este pueblo por el llamamiento de Jesús, hicieron lo que era natural y necesario para las ovejas perdidas de la casa de Israel: siguieron la voz del buen pastor, porque la conocían. Pertenecen, pues, a este pueblo, vivirán en él, se moverán en su ambiente y le predicarán la llamada de Jesús a la gloria del seguimiento. Pero ¿qué sucederá al final? Jesús ve: ahí están sus discípulos. Se han unido a él visiblemente. Ha llamado a cada uno en concreto. Al oír su llamada han renunciado a todo.
Ahora viven en desprendimiento y escasez, son los más pobres entre los pobres, los más combatidos entre los combatidos, los más hambrientos entre los hambrientos. Sólo le tienen a él. Y con él no tienen nada en el mundo, absolutamente nada, pero lo tienen todo en Dios. Es una pequeña comunidad que ha encontrado; y cuando contempla al pueblo, ve la gran comunidad que busca. Discípulos y pueblo están íntimamente relacionados; los discípulos serán sus mensajeros y encontrarán también aquí y allá oyentes y fieles. Sin embargo, existirá hasta el fin una enemistad entre ellos. Toda la ira contra Dios y su palabra recaerá en los discípulos y serán repudiados junto con ella. La cruz se hace visible. Cristo, los discípulos, el pueblo constituyen el cuadro completo de la historia sufriente de Jesús y de su comunidad .
Por eso, bienaventurados. Jesús habla a los discípulos (cf. Lc 6, 20s). Habla a los que se encuentran bajo el poder de su llamada. Es¬ta llamada los ha hecho pobres, combatidos, hambrientos. Los proclama bienaventurados no por su escasez o su renuncia. Ni la una ni la otra constituyen un fundamento de cualquier clase para la bienaventuranza. El único fundamento válido es la llamada y la promesa, por las que viven en escasez y renuncia. Carece de interés la observación de que en algunas bienaventuranzas se habla de la escasez de los discípulos y en otras de una renuncia consciente, es decir, de virtudes especiales. La carencia objetiva y la renuncia personal tienen su fundamento común en el llamamiento y la promesa de Cristo. Ninguna de ellas tiene valor en sí misma ni puede presentar reivindicaciones .
Jesús proclama bienaventurados a sus discípulos. El pueblo lo oye y es testigo asombrado de lo que sucede. Lo que según la pro¬mesa de Dios pertenece a todo el pueblo de Israel, recae aquí sobre la pequeña comunidad de los elegidos por Jesús. «Vuestro es el reino de los cielos». Pero los discípulos y el pueblo están de acuerdo en que todos forman la comunidad elegida de Dios. Por eso, la bienaventuranza de Jesús debe convertirse para todos en motivo de decisión y salvación. Todos están llamados a ser lo que son en realidad. Los discípulos son bienaventurados por el llamamiento de Jesús que han seguido. El pueblo es bienaventurado por la promesa de Dios que le ha sido concedida. Pero ¿conseguirá el pueblo de Dios la promesa por la fe en Jesucristo, o se apartará de Cristo y de su comunidad mostrándose incrédulo? Este es el problema.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Los discípulos carecen absolutamente de todo. Son «pobres» (Lc 6, 20). Sin seguridad, sin posesiones que puedan considerar como propias, sin un trozo de tierra a la que puedan llamar su patria, sin una comunidad terrena a la que puedan pertenecer plenamente. Pero también sin fuerza, experiencia, conocimientos espirituales propios a los que puedan invocar y con los que puedan consolarse. Por amor a él lo han perdido todo. Al seguirle, se han perdido incluso a sí mismos y, con esto, todo lo que aún podía enriquecerles. Ahora son pobres, tan inexperimentados, tan imprudentes, que no pueden poner su esperanza más que en el que los ha llamado. Jesús conoce también a otros, los representantes y predicadores de la religión popular, los poderosos llenos de prestigio, firmemente asentados en la tierra e indisolublemente enraizados en las costumbres, el espíritu de la época y la piedad popular. Pero no es a ellos, sino sólo a sus discípulos a quienes dice: Bienaventurados, porque vuestro es el reino de los cielos. Sobre ellos, que por amor a Jesús viven en renuncia y pobreza, irrumpe el reino de los cielos. En medio de la pobreza se han hecho herederos del Reino. Tienen su tesoro muy oculto, en la cruz. Se les promete el reino de los cielos en su gloria visible, y también se les regala ahora en la pobreza perfecta de la cruz.
La bienaventuranza de Jesús se distingue perfectamente de su caricatura, figurada por los programas político-sociales. También el anticristo proclama bienaventurados a los pobres, pero no por amor a la cruz, en la que toda pobreza es feliz, sino por la renuncia de la cruz a través de una ideología político-social. Puede llamar cristiana a esta ideología, pero al hacerlo se convierte en enemigo de Cristo.
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». A cada nueva bienaventuranza se ahonda el abismo entre los discípulos y el pueblo. Los discípulos resaltan cada vez más visiblemente. Los que lloran son los que están dispuestos a vivir renunciando a lo que el mundo llama felicidad y paz, los que en nada pueden estar de acuerdo con el mundo, los que no se le asemejan. Sufren por el mundo, por su culpa, su destino y su felicidad. El mundo goza, y ellos se mantienen al margen; el mundo grita: ¡Alegraos de la vida!, y ellos se entristecen. Ven que el barco de la inmensa alegría se está yendo a pique. El mundo fantasea del progreso, de la fuerza, del futuro; los discípulos conocen el fin, el juicio, la venida del reino de los cielos, para la que el mundo no está preparado. Por eso son extranjeros en el mundo, huéspedes molestos, perturbadores de la paz a los que se rechaza. ¿Por qué debe la comunidad de Jesús mantenerse al margen de tantas fiestas del pueblo en que vive? ¿Es que no comprende a sus semejantes? ¿Ha caído en el odio y el desprecio del hombre? Nadie entiende a sus prójimos mejor que la comunidad de Jesús. Nadie ama más a los hombres que los discípulos de Jesús, y por eso se mantienen fuera y sufren.
Es hermoso, y tiene mucho sentido, que Lutero tradujese aquí la palabra griega por Leidtragen (llevar dolor). Lo importante es el llevarlo (tragen). La comunidad de los discípulos no lo rechaza como si careciese de fuerza creadora, lo acepta. En esto se hace patente su unión al prójimo. Al mismo tiempo se indica que no busca el dolor caprichosamente, que no se retira por desprecio al mundo, sino que lleva lo que le corresponde y recae sobre ella por amor de Cristo en el seguimiento.
Por último, el sufrimiento no cansa, desgasta ni amarga a los discípulos, dejándolos destrozados. Ellos lo llevan con la fuerza del que lo ha padecido. Los discípulos llevan su dolor con la fuerza de aquel que lo sufrió todo en la cruz. Como sufrientes, se hallan en comunión con el crucificado. Son extranjeros por la fuerza de aquel que resultó tan extraño al mundo, que éste lo crucificó. Esto es su consuelo; más bien, este es su consuelo, su consolador (cf. Lc 2, 25). La comunidad de los extraños es consolada en la cruz, sin-tiéndose impulsada hacia el lugar donde la espera el consolador de Israel. Así encuentra su verdadera patria junto al Señor crucificado, aquí y en la eternidad.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra». Ningún derecho propio protege a la comunidad de los extranjeros en el mundo. Ellos tampoco lo reivindican, porque son los mansos, los que viven por amor a Jesús en la renuncia a todo derecho propio. Se les injuria y callan, se les oprime y lo soportan, se les empuja y se apartan. No pleitean por sus derechos, no protestan cuando son tratados con injusticia. No reivindican ningún derecho propio. Prefieren dejarlo todo a la justicia de Dios; «non cupidi vindictae», reza la exégesis de la antigua Iglesia. Lo que a su Señor parece justo, debe parecérselo también a ellos. Sólo eso. En cada palabra, en cada ademán, resulta evidente que no pertenecen a este mundo. Dejadles el cielo, dice el mundo compasivo, puesto que les pertenece.
Pero Jesús dice: Ellos poseerán la tierra. La tierra pertenece a estos hombres débiles y sin derechos. Los que ahora la poseen con la fuerza y la injusticia, terminarán perdiéndola, y los que han renunciado a ella completamente, mostrándose mansos hasta la cruz, dominarán la nueva tierra. No hay que pensar aquí en una justicia intramundana y castigadora de Dios (Calvino), sino que cuando venga el reino de los cielos, quedará renovada la faz de la tierra y esta se convertirá en herencia de la comunidad de Jesús. Dios no abandona la tierra. La ha creado. Ha enviado a ella a su Hijo. Edificó sobre ella su comunidad. Todo comenzó en este tiempo. Se dio un signo. Ya aquí se ha dado a los débiles un trozo de tierra: la Iglesia, su comunidad, sus bienes, hermanos y hermanas, en medio de persecuciones hasta la cruz. También el Gólgota es un trozo de tierra. A partir del Gólgota, donde murió el más manso de todos, de¬be ser renovada la tierra. Cuando llegue el reino de Dios, los mansos poseerán la tierra.

