(Seguimos publicando, parte por parte, el libro de Bonhoeffer, “El Precio de la Gracia”).
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g) La venganza
Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, da; al que desee que le prestes algo, no le vuelvas la espalda (Mt 5, 38-42).
Jesús coordina aquí las palabras ojo por ojo, diente por diente, con el precepto veterotestamentario antes mencionado, es decir, con el mandamiento del decálogo de no matar. Por tanto, reconoce que ambos son, sin lugar a dudas, preceptos divinos. Ninguno de los dos debe ser abolido, sino preservado hasta sus últimos detalles. Jesús no conoce nuestra gradación de los preceptos veterotestamentarios en beneficio de los diez mandamientos. Para él, el precepto del Antiguo Testamento es uno, y así indica a sus discípulos que hay que cumplirlo.
Los seguidores de Jesús viven renunciando al propio derecho por amor a él. Él los proclama bienaventurados por ser mansos. Si una vez que lo han abandonado todo para vivir en su comunidad, quisiesen aferrarse a esta posesión, habrían dejado de seguirle. Por consiguiente, aquí sólo tenemos un desarrollo de la bienaventuranza.
La ley veterotestamentaria coloca el derecho bajo la protección de la venganza divina. Ningún mal quedará sin ser castigado. Se pretende crear la verdadera comunidad, superar y eliminar el mal, alejarlo de la comunidad del pueblo de Dios. Para esto sirve la justicia, que conserva su fuerza en la venganza.
Jesús recoge esta voluntad de Dios y afirma la fuerza de la venganza para superar y eliminar el mal y asegurar la comunidad de los discípulos, verdadero Israel. La venganza justa hará desaparecer la injusticia y mantendrá a los discípulos en el seguimiento de Jesús. Según las palabras del Señor, esta venganza justa consiste únicamente en no oponer resistencia al mal.
Con estas palabras, Jesús separa su comunidad del ordenamiento político-jurídico, de la imagen nacional del pueblo de Israel, y la convierte en lo que es en realidad: en la comunidad de los creyentes no ligada a lo político-nacionalista. En el pueblo elegido por Dios, que tenía al mismo tiempo una faceta política, la venganza consistía, según voluntad divina, en responder al golpe con el golpe; sin embargo, para la comunidad de los discípulos, que no puede presentar reivindicaciones jurídicas y nacionales, consiste en soportar pacientemente el golpe para no añadir mal al mal. Sólo de esta forma se fundamenta y conserva la comunidad.
Resulta claro que el seguidor de Jesús está hecho a la injusticia, no considera el propio derecho como una posesión que ha de defender en cualquier circunstancia, sino que, completamente libre de ella, se vincula exclusivamente a Jesús, y dando testimonio de esta unión con él crea el único fundamento firme de la comunidad, mientras pone a los pecadores en manos de Jesús.
El triunfo sobre el otro sólo se consigue haciendo que su mal termine muriendo, haciendo que no encuentre lo que busca, es decir, la oposición, y con esto un nuevo mal con el que pueda inflamarse aún más. El mal se debilita si, en vez de encontrar oposición, resistencia, es soportado y sufrido voluntariamente. El mal encuentra aquí un adversario para el que no está preparado. Naturalmente, esto sólo se da donde ha desaparecido el último resto de resistencia, donde es plena la renuncia a vengar el mal con el mal. En este caso, el mal no puede conseguir su fin de crear un nuevo mal, y queda solo.
El sufrimiento desaparece cuando es sobrellevado. El mal muere cuando dejamos que venga sobre nosotros sin ofrecerle resistencia. La deshonra y el oprobio se revelan como pecado cuando el que sigue a Cristo no cae en el mismo defecto, sino que los soporta sin atacar. El abuso del poder queda condenado cuando no encuentra otro poder que se le oponga. La pretensión injusta de conseguir mi túnica se ve comprometida cuando yo le entrego también el manto, el abuso de mi servicialidad resulta visible cuando no pongo límites. La disposición a dar todo lo que me pidan muestra que Jesucristo me basta y sólo quiero seguirle a él. En la renuncia voluntaria a defenderse se confirma y proclama la vinculación in-condicionada del seguidor a Jesús, la libertad y ausencia de ataduras con respecto al propio yo. Sólo en la exclusividad de esta vinculación puede ser superado el mal.
En todo esto no se trata sólo del mal, sino del maligno. Jesús llama malo al maligno. Mi conducta no debe ser la de disculpar y justificar al que abusa del poder y me oprime. Con mi paciencia sufriente no quiero expresar mi comprensión del derecho del mal. Jesús no tiene nada que ver con estas reflexiones sentimentales. El ataque que deshonra, el abuso de la fuerza, la explotación, siguen siendo malos. El discípulo debe saberlo y debe dar testimonio de esto, igual que Jesús, porque de lo contrario sería imposible vencer al mal. Pero, precisamente porque el mal que ataca al discípulo no puede ser justificado, este no debe oponerse, sino hacer que termine, sufriéndolo, para superar así al mal. El sufrimiento voluntario es más fuerte que el mal, es la muerte del mal.
No existe, pues, ninguna acción imaginable en la que el mal sea tan grande y fuerte que exija una actitud distinta del cristiano. Cuanto más terrible es el mal, tanto más dispuesto debe estar el discípulo para sufrir. El malo debe caer en manos de Jesús. No soy yo, sino Jesús, quien debe ocuparse de él.
La exégesis reformadora ha introducido en este lugar un pensamiento nuevo y decisivo: la necesidad de distinguir entre el daño que se me hace personalmente y el que se me hace en mi ministerio, es decir, en la responsabilidad que Dios me ha encomendado. Si bien en el primer caso estoy obligado a actuar como Jesús manda, en el segundo no lo estoy, sino que incluso me veo forzado a actuar de modo contrario, oponiendo la fuerza a la fuerza, para resistir al dominio del mal. Con esto se justifica la posición de la Reforma con respecto a la guerra y a todo uso de medios jurídicos públicos para rechazar el mal. Sin embargo, Jesús es extraño a esta diferencia entre la persona privada y el portador del ministerio, que debe regir mi actuación. No nos dice una palabra sobre ello. Habla a sus discípulos como a aquellos que lo han abandonado todo para seguirle. Lo «privado» y lo «ministerial» deben estar plenamente sometidos al precepto de Jesús.
Su palabra los ha reivindicado sin ninguna clase de divisiones. El exigió una obediencia indivisa. De hecho, la citada diferencia choca con una dificultad insoluble. En la vida real, ¿dónde soy sólo persona privada, dónde sólo portador del ministerio? En cualquier momento en que me siento comprometido ¿no soy al mismo tiempo el padre de mis hijos, el predicador de la comunidad, el representante político de mi pueblo? En estas circunstancias ¿no estoy obligado a defenderme de toda agresión, teniendo en cuenta la responsabilidad de mi ministerio? Y en mi cargo ¿no soy también en todo tiempo yo mismo, el que se encuentra solo ante Jesús? ¿Olvidaríamos con esta diferencia que el discípulo de Jesús siempre está completamente solo, que es un individuo que, en definitiva, debe actuar y decidir por sí mismo? ¿Y que en esta actuación es precisamente donde radica la responsabilidad más seria para con lo que me está mandando?
Pero ¿cómo justificaremos las palabras de Jesús teniendo en cuenta la experiencia de que el mal se inflama precisamente en los débiles y se enraiza de forma inevitable en los indefensos? ¿No es esta frase pura ideología, que no cuenta con la realidad, con el pecado del mundo? Es posible que esta frase se justifique dentro de la comunidad. Pero ante el mundo parece un olvido fanático del pecado. Esta frase no puede tener valor porque vivimos en el mundo y el mundo es malo.
Pero Jesús dice: Precisamente porque vivís en el mundo y el mundo es malo, tiene valor este principio: no debéis oponer resistencia al mal. Difícilmente podríamos reprochar a Jesús que no conoció el poder del mal, él, que desde el primer día de su vida se halló en lucha con el demonio. Jesús llama mal al mal y precisamente por eso habla de esta forma a los que le siguen. ¿Cómo es esto posible?
Todo lo que Jesús dice a sus discípulos sería puro fanatismo si hubiésemos de entender estas palabras como un programa ético general, si hubiésemos de interpretar esta frase de que el mal ha de ser superado con el bien como una sabiduría mundana. En este caso sería realmente un fantasear irresponsable sobre leyes que el mundo nunca obedece. El carecer de defensa, como principio de la vida mundana, significa la destrucción atea del orden mantenido por la gracia de Dios en el mundo. Pero aquí no habla un programático, aquí habla el que superó el mal con el sufrimiento, el que fue vencido por el mal en la cruz, pero salió triunfante y victorioso de esta derrota. La única justificación posible de este precepto de Jesús es su propia cruz. Sólo quien encuentra en la cruz de Jesús esta fe en la victoria sobre el mal puede obedecer este precepto, y sólo esta obediencia tiene la promesa. ¿Qué promesa? La promesa de la comunidad con la cruz y la victoria de Jesús.
La pasión de Jesús como superación del mal por el amor divino es el único fundamento firme para la obediencia del discípulo.
Con su mandamiento, Jesús llama a los que le siguen a participar de su pasión. ¿Cómo sería visible y digna de crédito la predicación de la pasión de Jesucristo si los discípulos prescindiesen de ella, si se negaran a llevarla en su propio cuerpo? Jesús cumple en la cruz la ley que da y, al mismo tiempo, mantiene graciosamente a los que le siguen en la comunidad con su cruz. Sólo en ésta es real y cierto que la venganza y superación del mal consiste en el amor paciente. A los discípulos se les ha regalado la comunidad con la cruz mediante la llamada al seguimiento. En esta comunidad visible son bienaventurados.
h) El enemigo: lo «extraordinario»
Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5, 43-48).
Aparece aquí, por primera vez en el sermón del monte, la palabra que sintetiza todo lo dicho: amor, con una clara referencia al amor a los enemigos. Amar al hermano sería un precepto equívoco; amar al enemigo deja completamente claro lo que Jesús quiere.
El enemigo no era para los discípulos un concepto vacío. Lo conocían muy bien. Se encontraban con él a diario. Eran los que les insultaban como corruptores de la fe y transgresores de la ley; los que les odiaban porque habían abandonado todo por amor a Jesús y todo lo consideraban pequeño con tal de vivir con él; eran los que les insultaban y escarnecían a causa de su debilidad y humildad; existían unos perseguidores que consideraban a los discípulos como un peligro revolucionario y pretendían aniquilarlos. Tenían, pues, un enemigo en los defensores de la piedad nacional, los úni¬cos que no pudieron soportar las exigencias de Jesús. Poseía fuerza y prestigio. El otro enemigo, en el que debía pensar todo judío, era la potencia política de los romanos. Se la consideraba duramente como la opresora. Junto a estos dos grupos adversos se hallaba toda la enemistad personal que encuentra el que no sigue el camino de la mayoría: la calumnia, la injuria y la opresión diarias.
En realidad, no existe en el Antiguo Testamento ninguna frase que mande odiar a los enemigos. Al contrario, se encuentra el precepto de amar a los enemigos (Ex 23,45; Prov 25, 21s; Gn 46, ls; 1 Sm 24, 7; 2 Re 6, 22, etc.). Pero Jesús no habla aquí de una enemistad natural, sino de la enemistad del pueblo de Dios contra el mundo. Las guerras de Israel eran las únicas guerras «santas» que había en el mundo. Eran las guerras de Dios contra el mundo de los dioses. Jesús no condena esta enemistad, porque de lo contrario tendría que haber condenado toda la historia de Dios con su pueblo. Más bien confirma la antigua alianza. Él también sólo pretende la superación del enemigo, la victoria de la comunidad de Dios. Pero con su precepto libera a la comunidad de sus discípulos de la concepción política del pueblo de Israel. Con esto no existen ya más guerras religiosas, y Dios pone la promesa de vencer al enemigo en el amor al enemigo.
Amar al enemigo es un obstáculo insoportable para el hombre natural. Está por encima de sus fuerzas, y choca contra su concepto del bien y del mal. Pero es más importante aún que el amor al enemigo aparezca también al hombre sometido a la ley como un pecado contra la ley de Dios: esta exige separarse del enemigo y condenarlo. Sin embargo, Jesús toma en sus manos la ley de Dios y la interpreta. Lo que Dios quiere en su ley es que se venza al enemigo amándole.
En el Nuevo Testamento el enemigo es siempre aquel que se pone en contra mía. Jesús no cuenta en absoluto con que el discípulo pueda ser enemigo de alguien. Pero el enemigo debe recibir lo mismo que recibe el hermano: el amor del seguidor de Jesús. La actuación del discípulo no puede estar determinada por la actuación del hombre, sino por lo que Jesús obra en él. Por eso sólo tiene una fuente, la voluntad de Jesús.
Se habla del enemigo, es decir, de aquel que sigue siéndolo, insensible a mi amor; el que no me perdona cuando yo le perdono todo, el que me odia cuando le amo, el que tanto más me injuria cuanto más le sirvo. «En pago de mi amor se me acusa, y yo soy sólo oración» (Sal 109, 4). Pero la caridad no debe mirar si le corresponden, sino buscar al que la necesita. ¿Y quién tiene más necesidad de amor que aquel que vive sin él, lleno de odio? ¿Quién es, pues, más digno de amor que mi enemigo? ¿Dónde es ensalzada la caridad más gloriosamente que en medio de sus enemigos?
La única diferencia que conoce este amor entre diversas clases de enemigos es la de que, cuanto más se me opone un enemigo tanto mayor es la exigencia de amarle. Sea el enemigo político o el religioso, no debe esperar de los discípulos de Jesús más que un inmenso amor. Esta caridad tampoco conoce una tensión dentro de mí, como persona privada y como ministro. En ambos aspectos tengo que ser uno solo, o dejar de ser discípulo de Jesucristo. ¿Se me pregunta cómo actúa este amor? Jesús lo dice: bendiciendo, haciendo el bien, orando, sin condiciones, sin acepción de personas.
«Amad a vuestros enemigos». Mientras en el precepto anterior sólo se hablaba de sufrir el mal sin resistencia, Jesús va aquí mucho más adelante. No sólo hemos de aguantar y soportar el mal, no sólo no debemos vengar el golpe con otro golpe, sino que hemos de corresponder con un amor cordial a nuestros enemigos. Hemos de servir y ayudar a nuestros enemigos en todas las cosas de forma sincera y pura. Ningún sacrificio que haga el amante por la persona amada puede parecernos demasiado grande y demasiado costoso por nuestros enemigos. Si debemos a nuestros hermanos lo que poseemos, la propia honra, la vida, también se los debemos en igual forma a nuestro enemigo. ¿Nos hacemos con esto partícipes de su maldad? No, porque ¿cómo podría ser culpable del odio del otro este amor que no nace de la debilidad, sino de la fuerza; que no procede del miedo, sino de la verdad? ¿Y a quién hay que regalar este amor, sino al que tiene su corazón hundido en el odio?
«Bendecid a los que os maldicen». Si nos alcanza la maldición de los enemigos, porque no pueden soportar nuestra presencia, debemos levantar las manos para bendecirlos: vosotros, nuestros enemigos, sed bendecidos por Dios; vuestra maldición no puede destruirnos, pero que vuestra pobreza quede colmada con la riqueza de Dios, con las bendiciones de aquel contra el que inútilmente os dirigís. Queremos soportar vuestras maldiciones, si con esto conseguimos que seáis bendecidos.
«Haced el bien a los que os odian». Esto no debe quedarse en puras palabras e ideas. El bien se hace en todas las cosas de la vida diaria. «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Rom 12, 20). Igual que un hermano se encuentra junto al hermano en la necesidad, le venda las heridas, le alivia sus dolores, así actúa también nuestro amor al enemigo. ¿En qué lugar del mundo hay una necesidad más profunda, mayores heridas y sufrimientos que en nuestro enemigo? ¿Dónde es más necesario y feliz hacer el bien que en nuestro enemigo? «Es mejor dar que recibir».
«Rogad por los que os maltratan y persiguen». Esto es lo sumo. En la oración nos ponemos al lado del enemigo, estamos con él, junto a él, en favor de él, delante de Dios. Jesús no nos promete que el enemigo al que amamos, bendecimos y hacemos el bien, no nos maltratará y perseguirá. Lo hará. Pero tampoco aquí podrá perjudicarnos ni vencernos si damos el último paso hacia él en una oración suplicante. Entonces recogemos su necesidad y pobreza, su culpa y extravío, y nos presentamos ante Dios pidiendo por él. Hacemos en representación suya lo que él no puede hacer. Toda ofensa del enemigo sólo servirá para unirnos más a Dios y a él. Toda persecución sólo contribuirá a que el enemigo esté más cerca de la reconciliación con Dios y a que el amor aparezca invencible.
¿Cómo se vuelve invicto el amor? No fijándose en lo que el enemigo le devuelve, sino preguntándose sólo por lo que ha hecho Jesús. El amor a los enemigos lleva al discípulo por el camino de la cruz hacia la comunidad con el crucificado. Pero cuanto más se fuerza al discípulo a seguir este camino, tanto más invencible continúa su amor, tanto más supera el odio de su enemigo; porque lo que interviene no es su propio amor, sino el de Jesucristo, que caminó hacia la cruz por sus enemigos y rogó en la cruz por ellos. Ante el camino de Jesús hacia la cruz, también el discípulo reconoce que él se encontraba entre los enemigos de Cristo que fueron vencidos por su amor. Esta caridad hace que el discípulo desee ver en el enemigo a un hermano y actúe con él como con su hermano. ¿Por qué? Porque él sólo vive del amor de aquel que actuó con él como con un hermano, que le aceptó como a su enemigo y le llevó a su comunidad como a su prójimo. Por eso la caridad hace que el discípulo vea al enemigo inserto en el amor de Dios, que lo vea bajo la cruz de Jesucristo. Dios no buscaba en mí el bien ni el mal, porque incluso mi bien era impío a sus ojos.
El amor de Dios buscaba al enemigo que necesitaba, al que consideraba digno de sí. Dios alaba su amor al enemigo. Esto lo sabe el discípulo. Ha participado en este amor por medio de Jesucristo. Pues Dios hace brillar su sol sobre justos e injustos. Y no se trata sólo del sol y de la lluvia terrestres que descienden sobre el bueno y el malo, sino también del «sol de justicia», Jesucristo mismo, y de la lluvia de la palabra divina, que revela la gracia del Padre celestial sobre los pecadores. El amor perfecto e indiviso es obra del Padre, es también obra del Hijo del Padre celestial, como fue obra del Hijo unigénito.
Los preceptos de amar al prójimo y de no vengarse tendrán mucha importancia en la lucha divina a la que nos enfrentamos, y en la que nos encontramos en parte desde hace años, donde por un lado combate el odio y por otro la caridad. Todo espíritu cristiano tiene obligación de preocuparse seriamente con esto. Vienen tiempos en los que todo el que confiese al Dios vivo se convertirá, por esta confesión, no sólo en objeto de odio y de ira, porque a esto ya hemos llegado, sino que por la misma causa se le excluirá de la «sociedad humana», como se la llama, se le perseguirá de un lugar a otro, hasta caer sobre él, maltratarlo y, en ciertas circunstancias, matarlo. Se acerca una persecución general de los cristianos, y este es en realidad el auténtico sentido de todos los movimientos y luchas de nuestros días. Los adversarios que pretenden aniquilar la Iglesia y la fe cristianas no pueden vivir con nosotros, porque en cada una de nuestras palabras y acciones, aunque no estén dirigidas contra ellos, ven, y no sin razón, una condenación de sus palabras y acciones, por lo que conjeturan que no nos preocupamos lo más mínimo de la condenación que pronuncian sobre nosotros. Son ellos mismos quienes deben reconocer que esta condena es totalmente absurda e inconsistente y que, en contra de lo que ellos quisieran, no nos hallamos enzarzados con ellos en disputas y rivalidades mutuas. Y ¿cómo combatir esta lucha? Vienen tiempos en que elevaremos nuestras manos en oración no como individuos aislados, sino como comunidad, como Iglesia, en que como un ejército, aunque un ejército relativamente pequeño, confesaremos y alabaremos en voz alta, entre millares y millares de caídos, al Señor que fue crucificado, resucitó y volverá. Y ¿qué oración, qué confesión, qué himno es este? Es la oración del amor más profundo por estos extraviados, que nos rodean y contemplan con ojos llenos de odio, e incluso han levantado sus manos contra nosotros para matarnos; es una oración para que estas almas equivocadas y desconcertadas, sobresaltadas y asoladas, consigan la paz: una oración para que alcancen la misma paz y el mismo amor con que nosotros nos gozamos; una oración que penetrará profundamente en sus almas y lastimará sus corazones con zarpazos mucho más fuertes que con los que ellos puedan herir nuestros corazones movidos por el odio. Sí, la Iglesia que espera realmente al Señor, que comprende realmente los tiempos con sus signos de disolución definitiva, debe entregarse con todas las fuerzas de su espíritu, con todas las fuerzas de su vida santa, a esta oración caritativa (A. F. C. Vilmar, 1880).

