El Precio de la Gracia (parte 10)

art.mlutherk.dietrichDietrich Bonhoeffer, fue un pastor y teólogo luterano, quien predicó también con el ejemplo. Mientras las iglesias de Alemania guardaron silencio y se sometieron al nazismo de Hitler, él lo confrontó en forma escrita y verbal.
Su resistencia al régimen resultó en su captura, encarcelamiento y ejecución el 9 de abril de 1945, apenas 21 días antes del suicidio de Hitler, y 28 días antes de la rendición de Alemania. El día anterior de su muerte había dirigido un culto con los presos. Antes de ser ahorcado, de rodillas elevó su última oración. Tenía apenas 39 años de edad.

(Seguimos publicando, parte por parte, el libro de Bonhoeffer, “El Precio de la Gracia”).

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¿Qué es el amor indiviso? El que no se vuelve interesadamente a los que le corresponden. Cuando amamos a los que nos aman, a nuestros hermanos, nuestro pueblo, nuestros amigos, incluso a nues­tra comunidad cristiana, somos semejantes a los paganos y publicanos. Esto es lo espontáneo, natural y normal, pero de ningún modo lo cristiano. En realidad, es «lo mismo» lo que hacen aquí paganos y cristianos. El amor a los que se pertenece por la sangre, la historia o la amistad, es el mismo en paganos y cristianos. Jesús no tiene mu­cho que decir sobre este amor. Ya saben los hombres en qué consis­te. Jesús no necesita fomentarlo, acentuarlo, sublimarlo.

Las cosas naturales se imponen por sí mismas entre paganos y cristianos. Jesús no necesita decir que uno debe amar a su herma­no, a su pueblo, a sus amigos; es algo natural. Pero precisamente al contentarse con constatar este hecho y no gastar más palabras en él, imponiendo por el contrario el amor a los enemigos, indica lo que entiende por amor y qué hay que pensar de este amor.

¿En qué se diferencia el discípulo del pagano? ¿En qué consis­te «lo cristiano»? Aquí aparece la palabra hacia la que está orienta­do todo el capítulo 5, en la que se compendia todo lo anterior: lo cristiano es lo «particular», lo περισσόν, lo extraordinario, lo anor­mal, lo que no resulta natural. Es la «justicia mayor» que «supera» a los fariseos y marcha por delante de ellos, lo más, lo sumo. Lo na­tural es τό αὐτό (uno y lo mismo) para paganos y cristianos, lo cris­tiano comienza en lo περισσόν y, a partir de aquí, coloca a lo natural en su justa luz. Donde no se da esto particular y extraordinario, no existe lo cristiano. Lo cristiano no se da entre las cosas natura­les, sino entre las que sobrepasan. Lo περισσόν nunca queda ab­sorbido en tó amó.

El mayor error de una falsa ética protestante consiste en conver­tir el amor a Cristo en amor a la patria, a la profesión o a la amistad, en diluir la «justicia mayor» en justicia civilis. Jesús no habla así. Lo cristiano depende de lo «extraordinario». Por eso el cristiano no pue­de equipararse al mundo, ya que debe pensar en lo περισσόν.

¿En qué consiste lo περισσόν, lo extraordinario? Es la existencia de los bienaventurados, de los discípulos, es la luz resplandeciente, la ciudad sobre el monte, el camino de la negación de sí mismo, la caridad plena, la pureza plena, la veracidad plena, la ausencia plena de poder; es el amor indiviso al enemigo, el amor a aquel que a nadie ama y a quien nadie ama; el amor al enemigo religioso, político, per­sonal. Es en todo esto, el camino que encontró su cumplimiento en la cruz de Jesucristo. ¿Qué es lo περισσόν? Es el amor del mismo Cris­to, que marcha obediente y paciente hacia la cruz, es la cruz. Lo pe­culiar de lo cristiano es la cruz, que sitúa al cristiano por encima del mundo, dándole con ello la victoria sobre el mundo. La passio amo­rosa del crucificado es lo «extraordinario» de la vida cristiana.

Lo extraordinario es indudablemente lo visible, por lo que se alaba al Padre celestial. No puede permanecer oculto. La gente de­be verlo. La comunidad de los que siguen a Jesús, la comunidad de la justicia mejor es una comunidad visible, separada de los órdenes mundanos; lo ha abandonado todo para conseguir la cruz de Cristo.

¿Qué hacéis de particular? Lo extraordinario, y esto es lo más sorprendente, consiste en una acción de los discípulos. Igual que la justicia mejor, debe ser hecho, debe ser hecho visiblemente. No con un rigorismo ético, no con formas excéntricas de vida cristia­na, sino con la obediencia sencilla y cristiana a la voluntad de Je­sús. Esta acción seguirá siendo «particular» mientras nos lleve ha­cia la passio Christi. Esta acción es un sufrimiento permanente. En ella, Cristo sufre a través de sus discípulos. Si no es así, no es la ac­tividad a la que Jesús se refiere.

Lo περισσόν es, pues, el cumplimiento de la ley, la guarda de los mandamientos. En Cristo crucificado y en su comunidad lo «extraordinario» se convierte en suceso.

Aquí están los perfectos, los que en su amor indiviso son per­fectos como el Padre celestial. Este amor indiviso y perfecto del Padre es el que el Hijo nos dio en la cruz, y el sufrir en comunión con la cruz constituye la perfección de los seguidores de Jesús. Los perfectos no son sino los bienaventurados.

2, Mt 6: Sobre el carácter oculto de la vida cristiana

a) La justicia oculta

Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vues­tro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas to­cando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las si­nagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará públicamente (Mt 6, 1-4).

Una vez que el capítulo 5 nos ha hablado del carácter visible de la comunidad de los seguidores de Jesús, culminando en el περισσόν e indicándonos que lo cristiano debe ser entendido como lo que sale del mundo, lo supera, como lo extraordinario, el capítulo siguiente vuelve a recoger esta idea del περισσόν y la desvela en lo que tiene de equívoco. Porque existe un gran peligro de que los dis­cípulos la interpreten de forma totalmente equivocada, como si de­biesen esforzarse en instaurar, despreciando y destruyendo el orden del mundo, un reino de los cielos sobre la tierra; como si debiesen esforzarse en realizar y hacer visible, en una indiferencia de ilumi­nados frente al mundo, lo extraordinario del mundo nuevo, separán­dose del mundo con un radicalismo total y una ausencia completa de compromiso, a fin de forzar el advenimiento de lo cristiano, de lo conforme al seguimiento, de lo extraordinario.

Era muy fácil caer en el error de pensar que lo que aquí se les predicaba era, de nuevo, una forma, una configuración piadosa de la vida -ciertamente libre, nueva, entusiasta-. Y qué dispuesto estaría el hombre piadoso a cargar con esto extraordinario, con esta pobreza, con esta veracidad, con este sufrimiento, e incluso a bus­carlo, con tal de que fuese al fin satisfecho el deseo de su corazón, el deseo de ver algo con los propios ojos, y no tener que conten­tarse con creer. Se habría estado dispuesto, ciertamente, a realizar aquí un pequeño desplazamiento de los límites, acercando dema­siado una forma piadosa de vida y la obediencia a la palabra, para terminar no pudiendo mantenerlas separadas. Así se hizo con el fin de que lo extraordinario fuese puesto en práctica.

A la inversa, debían intervenir al punto los que no habían hecho más que esperar las palabras de Jesús sobre lo extraordinario para atacarle con gran violencia. Por fin se había desenmascarado a este fanático, al entusiasta revolucionario que quiere sacar al mundo de sus goznes, que anima a sus discípulos a abandonar el mundo y a construir uno nuevo. ¿Es esto obedecer la palabra del Antiguo Tes­tamento? ¿No es la propia justicia, resultado de una elección perso­nal, la que es erigida aquí? ¿Es que Jesús no conoce el pecado del mundo, que debe hacer fracasar todo lo que ordena? ¿No ha oído hablar de los mandamientos de Dios, dados para acabar con el pe­cado? Esto extraordinario que exige ¿no es la prueba del orgullo es­piritual que ha sido el origen de todo iluminismo?

No, no es precisamente lo extraordinario, sino lo cotidiano, lo habitual, lo oculto, lo que constituye el signo de la verdadera obe­diencia y de la auténtica humildad. Si Jesús hubiese indicado a sus discípulos el camino de su pueblo, de su profesión, de su responsa­bilidad en la obediencia a la ley, tal como lo explicaban al pueblo los escribas, habría aparecido como un hombre piadoso, verdade­ramente humilde y obediente. Habría dado un poderoso impulso a una piedad más seria, a una obediencia más estricta. Habría ense­ñado lo que los escribas sabían, pero con esa autoridad que tanto gustaba, dejando claro que la piedad y la justicia verdaderas no consisten únicamente en la acción, sino también en la disposición del corazón, y no sólo en la disposición del corazón, sino también precisamente en la acción.

Esta habría sido efectivamente la «justicia mejor», tal como el pueblo la necesitaba, de la que nadie podría escaparse. Pero ahora todo quedaba destruido. En lugar del humilde doctor de la ley se descubría al iluminado orgulloso. La predicación de los iluminados había conseguido en todas las épocas entusiasmar el corazón del hombre, este noble corazón humano. Pero ¿no sabían los escribas que en este corazón, con todo lo que podía tener de bueno y noble, seguía hablando la voz de la carne? ¿No conocían el poder que la carne piadosa ejercía sobre el hombre? Jesús sacrificaba inútil­mente a los mejores hijos del país, a los hombres sinceramente pia­dosos, en el combate por una quimera.

Lo extraordinario era algo simplemente voluntario, una obra del hombre piadoso nacida de su propio corazón. Era la rebelión de la libertad humana contra la simple obediencia al mandamiento de Dios. Era la autojustificación del hombre, que la ley nunca admite. Era la autosantificación anárquica, que la ley debe rechazar. Era la obra libre que se opone a la obediencia carente de libertad. Era la des­trucción de la comunidad de Dios, la negación de la fe, la blasfemia contra la ley y contra Dios. Lo extraordinario enseñado por Jesús era, delante de la ley, digno de la pena de muerte.

¿Qué dice Jesús a todo esto? Dice: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos». La llamada a lo extraordinario es el peligro grande, inevitable, del se­guimiento. Por eso, tened cuidado con lo extraordinario, con esta manifestación visible del seguimiento. Jesús opone un «¡alto!» a la alegría alocada, ininterrumpida, rectilínea, que nos causa lo visible. Da un aguijonazo a lo extraordinario. Jesús llama a la reflexión.

Los discípulos deben tener esto extraordinario sólo en la refle­xión. Han de tener mucho cuidado en esto. Lo extraordinario no debe realizarse para que sea visto, es decir, no debe hacerse por sí mismo, la manifestación no debe producirse por sí misma. Esta justicia mejor de los discípulos no debe ser un fin en sí misma. Es preciso que esto se manifieste, es preciso que lo extraordinario se produzca, pero… cuidad de no hacerlo para que sea visto.

Es verdad que el carácter visible del seguimiento tiene un fun­damento necesario: la llamada de Jesucristo; pero nunca es un fin en sí misma; porque entonces se perdería de vista el mismo segui­miento, intervendría un instante de reposo, se interrumpiría el se­guimiento y sería totalmente imposible continuarlo a partir del mismo lugar donde nos hemos detenido a descansar, viéndonos obligados a comenzar de nuevo desde el principio. Tendríamos que caer en la cuenta de que ya no seguimos a Cristo. Por consiguiente, es preciso que algo se haga visible, pero de forma paradójica: Cui­dad de no hacerlo para ser vistos por los hombres. «Brille vuestra luz ante los hombres…» (Mt 5, 16), pero tened en cuenta el carác­ter oculto. Los capítulos 5 y 6 chocan violentamente entre sí.

Lo visible debe ser, al mismo tiempo, oculto; lo visible debe, al mismo tiempo, no poder ser visto. La reflexión de la que hemos hablado debe orientarse de tal forma que no se centre en lo que ha­cemos de extraordinario. El cuidado con nuestra justicia debe ser­vir precisamente para no cuidarnos de ella. De lo contrario, lo ex­traordinario no es ya lo extraordinario del seguimiento, sino lo extraordinario de nuestro propio deseo y capricho. ¿Cómo enten­der esta contradicción?

En primer lugar preguntamos: ¿a quién debe quedar oculto el carácter visible del seguimiento? No a los otros hombres, puesto que ellos deben ver brillar la luz del discípulo de Jesús; lo visible debe quedar oculto al mismo que lo realiza. Debe permanecer en el seguimiento, fijando su mirada en aquel que le precede, no en sí mismo ni en lo que hace. El seguidor está oculto a sí mismo en su justicia. Naturalmente, también él ve lo extraordinario, pero queda oculto a sí mismo; sólo lo ve en la medida en que mira a Jesús y, con ello, no lo ve ya como algo extraordinario, sino como lo natu­ral, lo normal. Así, lo visible le está oculto de hecho en la obedien­cia a la palabra de Jesús. Si lo extraordinario en cuanto tal fuese importante para él actuaría como un iluminado, por sus propias fuerzas, en la carne.

Pero como el discípulo de Jesús actúa en la obediencia sencilla a su Señor, sólo puede considerar lo extraordinario como un acto natural de obediencia. Según la palabra de Jesús, es imposible que el seguidor no sea la luz que brilla; tiene algo que hacer, está en el seguimiento, que sólo se fije en el Señor. Así, pues, precisamente porque lo cristiano es necesariamente, o sea indicativamente, lo extraordinario, es al mismo tiempo lo regular, lo oculto. Si no, no es lo cristiano, no es la obediencia a la voluntad de Jesús.

En segundo lugar preguntamos: ¿en qué consiste en el fondo de la acción el seguimiento, la unidad de lo visible y de lo oculto? ¿Cómo una misma cosa puede ser visible y oculta a la vez? Para responder a esto, basta recordar los resultados del capítulo 5. Lo ex­traordinario, lo visible, es la cruz de Cristo, bajo la que se encuentran los discípulos. La cruz es, simultáneamente, lo necesario, ocul­to, y lo visible, extraordinario.

En tercer lugar preguntamos: ¿cómo se resuelve la paradoja en­tre los capítulos 5 y 6? La solución la da la noción misma de segui­miento. Este consiste en estar vinculados exclusivamente a Jesús. Así, el seguidor sólo se fija en su Señor y marcha tras él. Si mirase a lo extraordinario, no se encontraría ya en el seguimiento. En la obe­diencia sencilla, el que sigue al Señor cumple su voluntad como al­go extraordinario, sabiendo perfectamente que no puede actuar de otra forma y que, por consiguiente, hace algo completamente normal.

La única reflexión mandada al que sigue consiste en obedecer, seguir y amar de forma totalmente ignorante, irrefleja. Si haces el bien, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha. No de­bes conocer tu propio bien. De lo contrario, es ciertamente tu bien, pero no el de Cristo. El bien de Cristo, el bien del seguimiento, es hecho sin que se sepa. La verdadera obra del amor es siempre la obra que me es oculta. Cuidad de no conocerla. Sólo así será el bien de Dios. Si quiero conocer mi bien, mi amor, ya no es amor. También el amor extraordinario al enemigo debe permanecer ocul­to al que sigue. Porque él no mira ya al enemigo como a un enemi­go desde que le ama. Esta ceguera o, más bien, esta mirada del se­guidor iluminada por Cristo, es su certeza. El hecho de que su vida esté oculta a él mismo constituye su promesa.

Al carácter oculto corresponde el carácter público. Nada hay oculto que no deba ser revelado. Así lo quiere Dios, ante quien to­do lo oculto está ya revelado. Dios quiere mostrarnos lo oculto, ha­cérnoslo visible. El carácter público es la recompensa establecida por Dios al carácter oculto. La única pregunta que se plantea es dónde y de quién recibe el hombre esta recompensa de la publici­dad. Si desea esta publicidad delante de los hombres, encuentra en esto su recompensa. Poco importa que la busque bajo la forma gro­sera de la publicidad ante los otros hombres, o bajo la forma más sutil de la publicidad delante de sí mismo. Allí donde mi mano iz­quierda sabe lo que hace mi derecha, allí donde desvelo a mis ojos mi bien oculto, donde quiero conocer mi propio bien, me preparo a mí mismo la recompensa pública que Dios quería reservarme. Soy yo mismo quien me muestro mis propios méritos ocultos. No espe­ro que Dios me los revele. Así tengo ya mi recompensa.

 

Pero quien persevera hasta el fin oculto a sí mismo, recibirá de Dios la recompensa de ver manifestado todo esto. Sin embargo, ¿quién puede vivir haciendo lo extraordinario en secreto, actuando de tal forma que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha? ¿Qué amor es el que no se conoce a sí mismo, el que puede per­manecer oculto a sí mismo hasta el último día? Está claro: por tra­tarse de un amor oculto, no puede ser una virtud visible, un hábito del hombre.

Esto significa: Cuidad de no confundir el verdadero amor con una virtud amable, con una «cualidad» humana. En el verdadero sen­tido de la palabra, es el amor que se olvida de sí mismo. Pero en este amor olvidado de sí mismo es preciso que el hombre viejo muera con todas sus virtudes y cualidades. En el amor olvidado de sí, vincula­do sólo a Cristo, del discípulo, muere el viejo Adán. En la frase: Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha, se anuncia la muerte del hombre viejo.

Una vez más: ¿quién puede vivir sintetizando los capítulos 5 y 6? Sólo quien ha muerto al hombre viejo por Cristo y ha encontra­do una nueva vida en la comunión del seguimiento. El amor en cuanto acto de la simple obediencia es la muerte del hombre viejo, que se ha encontrado de nuevo en la justicia de Cristo y en el her­mano. Ahora, ya no vive él, sino es Cristo quien vive en él. El amor de Cristo, del crucificado, que entrega a la muerte al hombre viejo, es el amor que habita en el seguidor. Ahora, este sólo se encuentra en Cristo y en el hermano.

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