El Precio de la Gracia (parte 11)

art.mlutherk.dietrichDietrich Bonhoeffer, fue un pastor y teólogo luterano, quien predicó también con el ejemplo. Mientras las iglesias de Alemania guardaron silencio y se sometieron al nazismo de Hitler, él lo confrontó en forma escrita y verbal.
Su resistencia al régimen resultó en su captura, encarcelamiento y ejecución el 9 de abril de 1945, apenas 21 días antes del suicidio de Hitler, y 28 días antes de la rendición de Alemania. El día anterior de su muerte había dirigido un culto con los presos. Antes de ser ahorcado, de rodillas elevó su última oración. Tenía apenas 39 años de edad.

(Seguimos publicando, parte por parte, el libro de Bonhoeffer, “El Precio de la Gracia”).

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b) El carácter oculto de la oración.

Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará públicamente. Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo (Mt 6, 5-8).

Jesús enseña a sus discípulos a orar. ¿Qué significa esto? El que nos esté permitido orar no es algo evidente. La oración es una necesidad natural del corazón humano, pero esto no la justifica delante de Dios. Incluso donde es hecha como una disciplina y una práctica sólida, puede ser estéril, carecer de promesas. Los discípulos pueden rezar porque se lo dice Jesús, que conoce al Padre. Él les promete que Dios los escuchará.
Los discípulos oran únicamente porque permanecen en comunión con Jesús y le siguen. Quien se encuentra vinculado a Jesús en el seguimiento tiene, por él, acceso al Padre. Por eso, toda oración auténtica pasa por un intermediario. No es posible rezar sin intermediario. Ni siquiera en la oración se da un acceso inmediato al Padre. El presupuesto de la oración es la fe, la vinculación a Cristo. Él es el único mediador de nuestra oración. Oramos basándonos en su palabra. De forma que nuestra oración está siempre ligada a su palabra.
Rezamos a Dios, en quien creemos por Cristo. Por eso, nuestra oración nunca puede ser una adjuración de Dios, no necesitamos ya presentarnos ante él. Podemos creer que sabe lo que necesitamos antes de pedírselo. Este hecho da a nuestra oración una mayor confianza, una certeza gozosa. Lo que atrae al corazón paternal de Dios no son las fórmulas, ni la abundancia de palabras, sino la fe.
La verdadera oración no es una obra, una práctica, una actitud piadosa, sino la súplica del niño dirigida al corazón de su Padre. Por eso la oración nunca es ostentosa, ni ante Dios, ni ante nosotros mismos, ni ante los demás. Si Dios no supiese lo que necesitamos, tendríamos que reflexionar sobre cómo se lo vamos a decir, sobre qué le vamos a decir y sobre si se lo diremos. Pero la fe por la que rezamos excluye toda reflexión y toda ostentación.
La oración es algo secreto. Se opone a cualquier clase de publicidad. Quien reza no se conoce a sí mismo, sólo conoce a Dios, a quien invoca. Dado que la oración no tiene una influencia en el mundo, sino que se dirige únicamente hacia Dios, es el acto menos ostentoso.
También existe una transformación de la oración en ostentación, por la que se manifiesta lo oculto. Esto no ocurre solamente cuando la oración pública se convierte en pura palabrería. Este caso se da raras veces en nuestros días. Pero la situación es idéntica, e incluso mucho más grave, cuando me convierto a mí mismo en espectador de mi propia oración, cuando rezo delante de mí mismo, bien goce de esta situación como un espectador satisfecho, o bien, asombrado y avergonzado, me sorprenda en semejante actitud. La publicidad de la calle es sólo una forma más ingenua de la publicidad que despliego ante mí mismo.
Incluso en mi aposento puedo organizarme una enorme manifestación. ¡Hasta tal punto podemos desfigurar las palabras de Jesús! La publicidad que me busco a mí mismo consiste en el hecho de que soy, a la vez, el que reza y el que escucha. Me escucho a mí mismo, me ruego a mí mismo. Como no quiero esperar a que Dios me escuche, como no quiero que Dios me muestre un día que ha oído mi oración, me decido a escucharme a mí mismo. Constato que he rezado con piedad y en esta constatación radica la satisfacción del ruego. Mi oración es escuchada. Tengo mi recompensa. Por haberme escuchado a mí mismo, Dios no me escuchará; por haberme dado la recompensa de la publicidad, Dios no me dará otra recompensa.
¿Qué significa este aposento, del que habla Jesús, si no estoy seguro de mí mismo? ¿Cómo puedo cerrarlo con suficiente solidez para que nadie venga a destruir el secreto de la creación y a robarme la recompensa de la oración secreta? ¿Cómo protegerme de mí mismo, de mi reflexión? ¿Cómo destruir la reflexión con mi reflexión? La respuesta es: el deseo que tengo de imponerme a mí mismo de una forma o de otra por medio de mi oración debe morir, debe ser destruido. Donde sólo la voluntad de Jesús reina en mí y donde toda mi voluntad propia es abandonada en la suya, en la comunión con Jesús, en el seguimiento, muere mi voluntad.
Puedo rezar entonces para que se cumpla la voluntad de aquel que sabe lo que necesito antes de que se lo pida. Mi oración es segura, fuerte y pura sólo cuando procede de la voluntad de Jesús. Entonces, la oración es realmente una súplica. El niño suplica a su Padre, a quien conoce. La esencia de la oración cristiana no es una adoración general, sino la súplica. A la actitud del hombre ante Dios corresponde el suplicar, con las manos extendidas, a aquel del que sabe que tiene un corazón paternal.
Aunque la verdadera oración sea un asunto secreto, esto no excluye ciertamente la comunidad de oración, por evidentes que puedan ser los peligros. A fin de cuentas, ella no depende de la calle ni del aposento, de las oraciones largas o breves, bien sean las letanías de la Iglesia o el suspiro del que no sabe qué pedir, no depende del individuo ni de la comunidad, sino sólo de este conocimiento: Vuestro Padre sabe lo que necesitáis. Esto dirige la oración hacia solo Dios. Esto libera al discípulo del falso activismo.

Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Porque a ti pertenecen el Reino, el poder y la gloria por los siglos. Amén. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mt 6, 9-15). [En el versículo 13 inserta Bonhoeffer, siguiendo la traducción alemana que utiliza, unas palabras de influencia litúrgica que sólo aparecen en algunos códices del Nuevo Testamento (N. del T.)].

Jesús no ha dicho a sus discípulos solamente cómo deben orar, sino también lo que deben orar. El padrenuestro no es un ejemplo para la oración de los discípulos, sino que hay que rezar como él lo enseñó. Con esta oración es seguro que serán escuchados por Dios. El padrenuestro es la oración por excelencia. Toda oración de los discípulos encuentra en él su esencia y sus límites. Jesús no los deja en la incertidumbre; con el padrenuestro los conduce a la claridad perfecta de la oración.
«Padre nuestro que estás en los cielos». Los discípulos invocan juntos al Padre celestial, que sabe ya todo lo que necesitan sus amados hijos. La llamada de Jesús, que les une, los ha convertido en hermanos. En Jesús han reconocido la amabilidad del Padre. En nombre del Hijo de Dios les está permitido llamar a Dios Padre. Ellos están en la tierra y su Padre está en los cielos. Él inclina su mirada hacia ellos, ellos elevan sus ojos hacia él.
«Santificado sea tu nombre». El nombre paternal de Dios, tal como es revelado en Jesucristo a los que le siguen, debe ser tenido por santo entre los discípulos; porque en este nombre se contiene todo el Evangelio. No permita Dios que su santo Evangelio sea oscurecido y alterado por una falsa doctrina o una vida impura. Que se digne manifestar continuamente su santo nombre a los discípulos, en Jesucristo. Que conduzca a todos los predicadores a la predicación pura del Evangelio, que nos hace felices. Que se oponga a los seductores y convierta a los enemigos de su nombre.
«Venga tu Reino». Los discípulos han experimentado en Jesucristo la irrupción del reino de Dios sobre la tierra. Satán es vencido aquí, el poder del mundo, del pecado y de la muerte es destrozado. El reino de Dios se encuentra aún en medio del sufrimiento y del combate. La pequeña comunidad de los que han sido llamados toma parte en ellos. Bajo la soberanía de Dios, se hallan en una justicia nueva, pero con persecuciones. Quiera Dios que el reino de Jesucristo sobre la tierra crezca en su Iglesia, que se digne poner un rápido fin a los reinos de este mundo, e instaurar su Reino en el poder y la gloria.
«Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la comunión con Jesucristo, los seguidores han abandonado totalmente su voluntad a la voluntad de Dios. Piden que la voluntad de Dios sea hecha en toda la tierra, que ninguna criatura oponga resistencia. Pero como incluso en el discípulo sigue viva la voluntad mala, que quiere arrancarle de la comunión con Jesús, piden también que la voluntad de Dios se apodere de ellos cada día más y rompa toda oposición. Finalmente, el mundo entero deberá someterse a la voluntad divina, adorarla agradecido en el sufrimiento y en la alegría. El cielo y la tierra deberán someterse a Dios.
Los discípulos de Jesús deben rezar ante todo por el nombre de Dios, por el reino de Dios y por la voluntad de Dios. Ciertamente el Padre no necesita para nada esta oración, pero mediante ella los discípulos participarán de los bienes celestes que piden. También pueden, con tal oración, acelerar el fin.
«El pan nuestro de cada día, dánosle hoy». Mientras los discípulos se encuentren en la tierra no deben avergonzarse de pedir a su Padre celeste los bienes de la vida material. El que ha creado a los hombres sobre la tierra quiere conservar y proteger sus cuerpos. No quiere que su creación se vuelva despreciable. Lo que piden los discípulos es un pan común. Nadie puede tenerlo para sí solo. Y también piden a Dios que dé su pan diario a todos sus hijos sobre la tierra, porque son sus hermanos según la carne. Los discípulos saben que el pan producido por la tierra viene, en realidad, de arriba, es don exclusivo de Dios. Por eso no cogen el pan, sino que lo piden. Por ser el pan de Dios, llega cada día de nuevo. Los se¬guidores de Jesús no piden provisiones, sino el don cotidiano de Dios, con el que pueden prolongar sus vidas en la comunión con Cristo, y por el que glorifican la bondad clemente de Dios. En esta súplica es puesta a prueba la fe de los discípulos en la actividad viva de Dios sobre la tierra, que busca su bien.
«Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». El conocimiento de su falta constituye la queja diaria de los seguidores. Los que deberían vivir sin pecado en la comunión con Jesús pecan cada día con toda clase de incredulidad, de pereza en la oración, de indisciplina corporal, con toda clase de autosatisfacción, de envidia, de odio, de ambición. Por eso deben pedir cada día el perdón de Dios. Pero este sólo escuchará su oración si ellos se perdonan también unos a otros sus faltas, fraternalmente y con buen corazón. Así llevan en común sus ofensas ante Dios y piden gracia en común. No quiera Dios perdonarme las ofensas a mí solo, sino también a todos los otros.
«No nos dejes caer en la tentación». Las tentaciones de los discípulos de Jesús son muy diversas. Satanás los ataca por todas partes, quiere hacerlos caer. Los tientan la falsa seguridad y la duda impía. Los discípulos, que conocen su debilidad, no provocan la tentación para probar la fuerza de su fe. Piden a Dios que no tiente su débil fe y los guarde en la hora de la prueba.
«Más líbranos del mal». Por último, los discípulos deben rezar para ser liberados de este mundo malo y heredar el reino celeste. Es la oración por un final feliz, por la salvación de la Iglesia en los últimos tiempos de este mundo.
«Porque tuyo es el Reino…». Los discípulos reciben esta certeza, diariamente renovada, que les viene de la comunión con Jesucristo, en quien se cumplen todas sus oraciones. En él es santificado el nombre de Dios, en él viene el reino de Dios, en él se cumple la voluntad divina. Por él es conservada la vida material de los discípulos, por él reciben el perdón de los pecados; por su fuerza son guardados en la tentación, por su fuerza son salvados para la vida eterna. A él pertenecen el Reino, el poder y la gloria por todos los siglos y en la comunión del Padre. Los discípulos están seguros de esto.
Como para resumir la oración, Jesús dice una vez más que todo esto depende de que ellos reciban el perdón, y que este perdón sólo les es concedido en cuanto fraternidad de los pecadores.

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