Dietrich Bonhoeffer, fue un pastor y teólogo luterano, quien predicó también con el ejemplo. Mientras las iglesias de Alemania guardaron silencio y se sometieron al nazismo de Hitler, él lo confrontó en forma escrita y verbal.
Su resistencia al régimen resultó en su captura, encarcelamiento y ejecución el 9 de abril de 1945, apenas 21 días antes del suicidio de Hitler, y 28 días antes de la rendición de Alemania. El día anterior de su muerte había dirigido un culto con los presos. Antes de ser ahorcado, de rodillas elevó su última oración. Tenía apenas 39 años de edad.
Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la tercera fracción del Capítulo 4, La Iglesia Visible.
- La Iglesia Visible (tercera fracción de cuatro)
Sin embargo, todo esto no debe quedarse en una reflexión y una idea general sobre la esencia de la autoridad (en singular); también debe ser aplicado a la postura del cristiano con respecto a las autoridades existentes. Quien se opone a ella se opone a lo que Dios ha establecido, que quiso que el mundo dominase y que Cristo venciese sirviendo, para que también los cristianos sirvieran y vencieran con él. El cristiano que no comprende esto, corre el riesgo de atraer sobre sí la condenación (v. 2); porque se ha hecho semejante al mundo. ¿De dónde viene, pues, que la oposición de los cristianos a las autoridades se produzca tan fácilmente? De que se escandalizan de los errores y de la injusticia de la autoridad.
Pero con semejantes consideraciones, los cristianos se encuentran ya en gran peligro de prestar atención a algo distinto de la voluntad de Dios, que ellos deben cumplir. Si sólo se preocupan del bien y lo hacen, como Dios les manda, podrán vivir sin «miedo» a la autoridad, porque «los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal» (v. 3). ¿Cómo podría temer el cristiano que permanece unido a su Señor y que hace el bien? «¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien». ¡Haz el bien! Es lo único que importa. Lo que contará para ti no es lo que los otros hacen, sino lo que tú hagas. Obra el bien sin miedo, sin límites, sin condiciones, porque ¿cómo podrías acusar a la autoridad de sus faltas si tú mismo no obras el bien? ¿Cómo quieres condenar a otros, tú que también mereces la condenación? Si no quieres temer, obra el bien.
«Y obtendrás elogios (de la autoridad), pues es para ti un servidor de Dios para el bien». No se trata de que la alabanza pueda ser el motivo de nuestro bien obrar, ni tampoco el fin; el elogio es algo que vendrá más tarde, que debe producirse si la autoridad es buena. El pensamiento de Pablo está tan centrado en la Iglesia cristiana, le interesan de forma tan exclusiva su salvación y su conducta, que debe poner en guardia a los fieles con respecto a su propia injusticia, con respecto al mal que hay en ellos; pero Pablo no hace reproches a la autoridad. «Si obras el mal, teme; pues no en vano lleva la espada; pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal» (v. 4).
Lo que importa es que no se cometa el mal en la Iglesia cristiana. Repitámoslo: esta frase se dirige a los cristianos y no a la autoridad. Lo importante para Pablo es que los cristianos se mantengan firmes en el arrepentimiento y en la obediencia en cualquier lugar donde se encuentren, cualesquiera que sean los conflictos que puedan amenazarlos, y no el que una autoridad mundana sea justificada o rechazada. Ninguna autoridad puede sacar de estas palabras una justificación de su existencia. Más bien, si en cierta ocasión esta palabra se dirige realmente a una autoridad, será para llamarla al arrepentimiento, igual que llama aquí a la Iglesia a arrepentirse.
Un poderoso de este mundo que escuchase esta palabra nunca podría sacar de ella una justificación divina de su cargo; al contrario, debería ver en ella el encargo de convertirse en siervo de Dios, en beneficio de la Iglesia que hace el bien. Dominado por esta orden debería convertirse. Si Pablo habla en estos términos a los cristianos, no es porque el régimen del mundo sea bueno, sino porque el hecho de que sea bueno o malo carece de importancia con vistas a lo único importante: que la voluntad de Dios reine en la Iglesia y que se le obedezca. No quiere instruir a la Iglesia sobre los deberes de la autoridad; habla exclusivamente de los deberes del cristiano con respecto a la autoridad.
El cristiano debe ser elogiado por la autoridad. Si no lo es, sino que, por el contrario, es objeto de castigos y persecuciones, ¿qué responsabilidad tiene en todo esto? Lo que ahora le ocasiona un castigo no lo hizo para obtener una alabanza. Tampoco hace el bien por miedo a la sanción. Sí, ahora sufre en vez de ser elogiado; sin embargo, es libre y no tiene miedo a Dios, y ningún escándalo se ha producido en la Iglesia. Obedece a la autoridad no para conseguir provecho, sino «por motivo de conciencia» (v. 5).
El error de la autoridad no puede así atentar contra su conciencia. Permanece libre y sin temor, y en su sufrimiento inocente puede mostrar a la autoridad la obediencia que le debe. Porque sabe que, en definitiva, no es la autoridad, sino Dios quien reina, y que la autoridad es servidora de Dios. La autoridad es servidora de Dios… Quien se expresa así es el apóstol que, siendo inocente, fue encarcelado numerosas veces por esta autoridad, el apóstol que fue condenado en tres ocasiones por ella al duro castigo de los azotes y que había tenido conocimiento de la expulsión de todos los judíos de Roma por el emperador Claudio (Hch 18, 1s).
La autoridad es servidora de Dios. Así se expresa el que sabe que todos los poderes, todas las autoridades del mundo, han sido desposeídas de su poder hace mucho tiempo, el que sabe que Cristo las ha incluido en su cortejo triunfal hacia la cruz y que falta muy poco tiempo hasta que todo esto sea manifestado.
Pero todo lo dicho se halla aquí bajo la exhortación con que Pablo introduce estas frases sobre la autoridad: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rom 12,21). Lo que importa no es que la autoridad sea buena o mala, sino que los cristianos triunfen del mal.
Mientras el problema de dilucidar si debían o no pagar tributo al César constituía una grave tentación para los judíos, porque fundaban su esperanza en la destrucción del imperio romano y la institución de una soberanía propia, este problema está desprovisto para Jesús y los suyos de todo carácter apasionado. «Dad al César lo que es del César» (Mt 22,21), dice Jesús; «por eso precisamente pagáis los impuestos» (Rom 13, 6), concluye Pablo su exposición. Este deber no crea a los cristianos ningún conflicto con el mandamiento de Jesús, porque lo único que hacen es devolver al emperador lo que le pertenece. Incluso deben considerar como «ministros de Dios» a los que les exigen el impuesto y se aplican con diligencia a su trabajo. Evidentemente no puede haber aquí confusión: no se trata de que los cristianos den culto a Dios al pagar sus impuestos, dice Pablo, sino de que los recaudadores de impuestos, al cumplir su tarea, realizan un servicio divino. Y no es a este servicio divino al que Pablo invita a los cristianos, sino a someterse y a dar a cada uno lo que se le debe (v. 78). Toda oposición, toda resistencia en este punto únicamente manifestaría que los cristianos confunden el reino de Dios con un reino de este mundo.
Por eso, que el esclavo siga siendo esclavo, que el cristiano esté sometido a las autoridades que tienen poder sobre él, que el cristiano no salga del mundo (l Cor 5, 11). Pero, naturalmente, que siendo esclavo viva como liberto de Cristo; que viva bajo la autoridad como quien hace el bien; que viva en el mundo como miembro del cuerpo de Cristo, de la humanidad renovada; que haga todo esto sin reserva, para dar testimonio en medio del mundo de la perdición en que el mundo se encuentra y de la nueva creación en la Iglesia. Que sufra únicamente por ser miembro del cuerpo de Cristo.
Que el cristiano permanezca en el mundo. No porque el mundo posea una bondad divina, ni porque el cristiano, en cuanto tal, sea responsable de la marcha del mundo, sino a causa del cuerpo de Cristo encarnado, a causa de la Iglesia. Que permanezca en el mundo para atacarlo de frente, que viva su «vida profesional intramundana» para dejar bien visible su «carácter extraño al mundo».
Pero esto sólo puede hacerlo siendo miembro visible de la Iglesia. La oposición al mundo debe ser practicada en el mundo. Por eso Cristo se hizo hombre y murió entre sus enemigos; por eso, y solo por eso, que el esclavo siga siendo esclavo y que el cristiano permanezca sometido a la autoridad.
De esta misma forma pensaba Lutero sobre la vocación mundana en los años decisivos en que se apartó de la vida monacal. Lo que él rechazaba no era el que en el monacato se formulasen las exigencias más elevadas, sino el que la obediencia al mandamiento de Jesús fuese entendida como una proeza individual. Lo que atacaba no era el carácter extraño al mundo de la vida del monje, sino el que este carácter se hubiese convertido dentro del claustro en una nueva forma espiritual de configurarse al mundo, que constituía la falsificación más escandalosa del Evangelio.
El carácter extraño al mundo de la vida cristiana tiene su lugar en medio del mundo, en la Iglesia, en su vida cotidiana; esto es lo que pensaba Lutero. Por eso los cristianos deben llevar a cumplimiento su vida cristiana en su profesión. Por eso deben morir al mundo en su profesión. Para el cristiano, el valor de su profesión radica en el hecho de que puede vivir en ella por la bondad de Dios, y atacar desde ella más seriamente al mundo.
Lo que motivó la vuelta de Lutero al mundo no fue una «valoración más positiva» del mundo, ni la renuncia a esperar la próxima venida de Cristo, típica del cristianismo primitivo. Más bien, esta vuelta revistió el significado puramente crítico de una protesta contra la secularización del cristianismo en la vida conventual. Lutero, al devolver a la cristiandad al mundo, la llama a ser realmente extraña al mundo. Esto lo experimentó él en su propio cuerpo. La llamada de Lutero a entrar en el mundo fue siempre una llamada a la Iglesia visible del Señor encarnado. Lo mismo sucedía en Pablo.


