Hacía mucho tiempo que no sonaban las alarmas tan fuerte como este fin de semana en toda la nación de México. La amenaza era clara: un huracán de categoría 5 causaría daños catastróficos en la costa del Pacífico, mayores que los causados por el Huracán Katrina en los Estados Unidos (cuyas víctimas mortales se contaban por miles).
Inmediatamente en redes sociales iniciaron los llamados a oración y ayuda. No es de asombrarse que pastores e iglesias metodistas hicieran un llamado urgente a sus congregaciones a ayudar llevando víveres y ayudas en especie a los templos a lo largo y ancho de nuestras conferencias anuales.
Pero, con la llegada del Huracán Patricia hubo una serie de situaciones dignas de mencionarse, y que deben llevarnos a la reflexión. Patricia fue un evento meteorológico que siendo una pequeña tormenta, en cuestión de horas se convirtió en la tormenta perfecta, alcanzando vientos con velocidades de más de 300 km/h. Los expertos lo esperaban devastador, vaticinaban muerte y destrucción en más de 3 estados de la Republica, y afectaciones en prácticamente todo el centro-norte del país. Y sin embargo, nada de eso pasó. En cuanto tocó tierra, bajó de categoría 5 a categoría 2; las ciudades afectadas, si bien con lluvias copiosas, no experimentaron los daños previstos, y ante el asombro de propios y extraños (pues la noticia era conocida ya a nivel internacional) Patricia menguó.
Y es que el pueblo de Dios oró. Y aquí me quiero detener, y meditar en la oración. Vi dos reacciones en la gente de Dios que son dignas de observar. Por un lado, gente declarando, gritando a los mares y los vientos que se detuvieran; vi incluso videos de hombres y mujeres que, con una fotografía del huracán en el fondo, le hablaban al mismo, ordenándole que se fuera, que su poder disminuyera; reclamaban autoridad y poder como hijos de Dios y llamaban a la gente de Dios a hacer lo mismo. Y al mismo tiempo, vi a otros menos ruidosos, clamando por misericordia, pidiendo a Dios que salvara a la gente que estaba en situación de desgracia ante las lluvias, elevando llanto y quebrantamiento por los necesitados; clamando porque las autoridades actuaran correctamente, y que los menos fueran lastimados por el suceso. Vi a la iglesia en dos de las más significativas y claras líneas de posición frente al poder de la oración. Los que claman y los que reclaman; los que suenan trompetas, aplauden, establecen, decretan… y los que en quietud claman por misericordia, por la voluntad de Dios, por el designio perfecto del Eterno.
Se pueden decir muchas cosas sobre esto, pero lo cierto es que Dios escuchó. Dios escuchó la oración de su pueblo (en México y en el mundo), y se movió como siempre, como él quiso. No sé si fueron los gritos y las trompetas, no sé si fue el quebranto y las oraciones silenciosas, pero Dios escuchó. Dios siempre escucha, y atiende a los que de corazón honesto le buscan.
Este fin de semana, la Iglesia en México pudimos comprobar lo que está escrito en el Salmo 46:1-3 (NTV):
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, Siempre está dispuesto a ayudar en tiempos de dificultad. Por lo tanto, no temeremos cuando vengan terremotos y las montañas se derrumben en el mar. ¡Que rujan los océanos y hagan espuma! ¡Que tiemblen las montañas mientras suben las aguas!


