El precio de la gracia (Parte 23)

 

precio_23

Dietrich Bonhoeffer, fue un pastor y teólogo luterano, quien predicó también con el ejemplo. Mientras las iglesias de Alemania guardaron silencio y se sometieron al nazismo de Hitler, él lo confrontó en forma escrita y verbal.

Su resistencia al régimen resultó en su captura, encarcelamiento y ejecución el 9 de abril de 1945, apenas 21 días antes del suicidio de Hitler, y 28 días antes de la rendición de Alemania. El día anterior de su muerte había dirigido un culto con los presos. Antes de ser ahorcado, de rodillas elevó su última oración. Tenía apenas 39 años de edad.

Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la primera fracción del Capítulo 5, Los Santos.


  1. Los Santos (primera fracción)

La ekklesía de Cristo, la comunidad de los discípulos, está sustraída a la soberanía del mundo. Vive en medio del mundo, pero ha sido transformada en un único cuerpo, constituye una esfera de soberanía autónoma, un espacio propio. Es la Iglesia santa (Ef 5, 27), la comunidad de los santos (l Cor 14, 33), sus miembros son los llamados a ser santos (Rom 1, 7), que han sido santificados en Jesucristo (l Cor 1, 2), elegidos y segregados antes de la fundación del mundo (Ef 1, 4). El fin de su vocación en Jesucristo, de su elección antes de la fundación del mundo, es que sean santos e irreprensibles (Ef 1,4); Cristo ofreció su cuerpo a la muerte para que los suyos apareciesen ante él santos, inmaculados e irreprensibles (Coll, 22); el fruto de la liberación del pecado por la muerte de Cristo consiste en que, los que antes entregaban sus miembros a la iniquidad, los pongan ahora al servicio de la justicia para la santificación (Rom 6, 19-22).

Sólo Dios es santo. Lo es por su separación total del mundo pecador y por el establecimiento de su santuario en medio del mundo. Así lo dice el cántico de alabanza entonado por Moisés y los hijos de Israel, después del desastre de los egipcios, al Señor que los liberó de la esclavitud del mundo:

¿Quién como tú, Yahvé, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas? Tendiste tu diestra y los tragó la tierra. Guiaste en tu bondad al pueblo rescatado. Tu poder los condujo a tu santa morada… Tú le llevas y le plantas en el monte de tu herencia, hasta el lugar que tú te has preparado para tu sede, ¡oh, Yahvé! (Ex 15, 11-13.17).

La santidad de Dios consiste en establecer su morada, su santuario, en medio del mundo, y en hacer brotar de este santuario el juicio y la redención (Sal 99 y passim). Pero en el santuario, el Dios santo se une a su pueblo, por medio de la reconciliación que sólo es obtenida en el santuario (Lv 16, 16s).

Dios pacta una alianza con su pueblo. Lo segrega, lo convierte en propiedad suya y se da a sí mismo en garantía de esta alianza. «Sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2), Y «santo soy yo, Yahvé, el que os santifico» (Lv 21, 8). Tal es el fundamento sobre el que se basa esta alianza. Todas las otras leyes dadas al pueblo, y que este debe observar en la justicia, tienen por presupuesto y fin la santidad de Dios y de su Iglesia.

Igual que Dios, por ser santo, está separado de lo que es malo, del pecado, también lo está la Iglesia en su santuario. Él la ha escogido. La ha convertido en la Iglesia de su alianza. La ha reconciliado y purificado en el santuario. Ahora bien, el santuario es el templo, y el templo es el cuerpo de Cristo. En el cuerpo de Cristo se cumple la voluntad de Dios de tener una Iglesia santa. Separado del mundo y del pecado, convertido en propiedad de Dios, el cuerpo de Cristo es el santuario de Dios en el mundo. Dios habita en él por el Espíritu santo.

¿Cómo es esto? ¿Cómo puede convertir Dios a unos hombres pecadores en una Iglesia de santos, totalmente separada del pecado? ¿Cómo puede Dios alejar de sí la acusación de ser injusto cuando se une a los pecadores? ¿Cómo puede ser justo el pecador sin que Dios deje de ser justo?

Dios se justifica a sí mismo, establece la prueba de su justicia. En la cruz de Jesucristo se produce el milagro de la autojustificación de Dios ante sí mismo y ante los hombres (Rom 3, 21s). El pecador debe ser separado del pecado y vivir ante Dios. Ahora bien, para el pecador no hay separación del pecado fuera de la muerte. Su vida es pecado hasta tal punto que, para verse libre de él, debe morir. Dios sólo puede ser justo matando al pecador. Sin embargo, es preciso que el pecador viva y sea santo ante Dios. ¿Cómo es esto posible?

Dios mismo se hace hombre; toma nuestra carne en Jesucristo, su Hijo, y en su cuerpo carga con nuestra carne hasta la muerte de cruz. Dios mata a su Hijo, cargado con nuestra carne, y con su Hijo mata también a todo lo que es carne sobre la tierra. Desde entonces resulta evidente que nadie es bueno sino sólo Dios, que nadie es justo sino sólo Dios. Con la muerte de su Hijo, Dios ha dado la prueba terrible de su propia justicia (Rom 3, 26). Dios debía entregar a la muerte a toda la humanidad en el juicio de su cólera en la cruz para demostrar que sólo él es justo. La justicia de Dios se revela en la muerte de Jesucristo. La muerte de Jesucristo es el lugar en que Dios da prueba de su justicia, el único lugar donde reside la justicia divina. Quien pudiese participar de esta muerte, participaría con ello de la justicia de Dios. Ahora bien, Cristo tomó nuestra carne y en su cuerpo llevó nuestros pecados en el madero (l Pe 2, 24).

Lo que sucedió en él, sucedió en todos nosotros. Participó de nuestra vida y de nuestra muerte y, con ello, nosotros podemos participar de su vida y de su muerte. Si era preciso que la justicia de Dios se manifestase en la muerte de Cristo, nosotros estamos con él allí donde reside la justicia de Dios, en la cruz, porque él llevó nuestra carne. De forma que, habiendo muerto, conseguimos participar de la justicia divina en la muerte de Jesús. La justicia propia de Dios, que nos mata a nosotros, los pecadores, es en la muerte de Jesús su justicia para nosotros. La justicia de Dios, por hallarse establecida en la muerte de Jesús, se halla también establecida para nosotros, que estamos incluidos en la muerte de Jesús.

Dios muestra su justicia «para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rom 3, 26). La justificación del pecador consiste, pues, en el hecho de que sólo Dios es justo y él, el pecador, completamente injusto, no en el hecho de que el pecador sea justo igual que Dios. Todo deseo de ser justos por nosotros mismos nos separa radicalmente de ser justificados por la justificación exclusiva de Dios. Sólo Dios es justo. Esto es reconocido en la cruz como un juicio que ha sido pronunciado sobre nosotros, los pecadores.

Pero quien se sitúa junto a la cruz por la fe en la muerte de Jesús recibe, en el mismo lugar en que es condenado a muerte como pecador, la justicia de Dios que triunfa en la cruz. Al no querer ni poder ser justo por sí mismo, admitiendo que sólo Dios lo es, recibe su justificación. Porque el hombre no puede ser justificado ante Dios más que reconociendo que sólo él es justo, y que el hombre es totalmente pecador. El problema de saber cómo nosotros, pecadores, podemos ser justos ante Dios es, en el fondo, el problema de saber cómo Dios es hacia nosotros sólo justo. Nuestra justificación sólo se funda en la justificación de Dios «para que seas (Dios) justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado» (Rom 3, 4).

No se trata más que de la victoria de Dios sobre nuestra injusticia, para que sólo Dios sea justo ante sí mismo. Esta victoria de Dios fue conseguida en la cruz. Y esta cruz no es sólo el juicio, sino también la reconciliación (Rom 3, 25) para todos los que creen que, en la muerte de Jesús, sólo Dios es justo y reconocen su pecado. La justicia de Dios crea la reconciliación (Rom 3, 25). «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19s). «No tomando en cuenta sus transgresiones», las llevó sobre sí mismo y sufrió por esto la muerte del pecador. «Puso en nuestros labios la palabra de la reconciliación».

Esta palabra quiere encontrar la fe, la fe en que sólo Dios es justo y que en Jesucristo se ha convertido en nuestra justicia. Pero entre la muerte de Jesús y el mensaje de la cruz está su resurrección. Sólo en calidad de resucitado es aquel cuya cruz tiene poder sobre nosotros. El mensaje del crucificado es ya para siempre el mensaje de aquel que no permaneció prisionero de la muerte. «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20).

Este mensaje de la reconciliación es la palabra propia de Cristo. Él es el resucitado que se nos muestra como el crucificado en la palabra del apóstol: Encontraos por la muerte de Jesucristo en la justicia de Dios que nos ha sido dada. Quien se encuentra en la muerte de Jesús, se encuentra en la justicia exclusiva de Dios. «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5, 21). El inocente es muerto porque lleva nuestra carne pecadora, es odiado y maldecido por Dios y por el mundo, es hecho pecado a causa de nuestra carne. Pero nosotros, en su muerte, encontramos la justicia de Dios.

Estamos en él en virtud de su encarnación. Murió por nosotros, a fin de que nosotros, los pecadores, viniésemos a ser justicia de Dios en él, en cuanto pecadores absueltos de sus pecados por la justicia exclusiva de Dios. Si Cristo es ante Dios nuestro pecado, que debe ser condenado, nosotros somos en él justicia, pero no nuestra propia justicia (Rom 10, 3; Flp 3, 9) sino, en sentido estricto, la justicia única de Dios. La justicia de Dios consiste, pues, en que nosotros, pecadores, llegamos a ser su justicia; y nuestra justicia, es decir, la suya (Is 54, 7) consiste en que sólo Dios es justo, y nosotros los pecadores acogidos por él. La justicia de Dios es Cristo mismo (l Cor 1, 30). Ahora bien, Cristo es «Dios con nosotros», «Emmanuel» (Is 7, 4), el Dios de nuestra justicia (Jr 33, 16).

(Continuaremos con la segunda fracción de este Capítulo 5 sobre Los Santos).