El precio de la gracia (Parte 24)

 

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Dietrich Bonhoeffer, fue un pastor y teólogo luterano, quien predicó también con el ejemplo. Mientras las iglesias de Alemania guardaron silencio y se sometieron al nazismo de Hitler, él lo confrontó en forma escrita y verbal.

Su resistencia al régimen resultó en su captura, encarcelamiento y ejecución el 9 de abril de 1945, apenas 21 días antes del suicidio de Hitler, y 28 días antes de la rendición de Alemania. El día anterior de su muerte había dirigido un culto con los presos. Antes de ser ahorcado, de rodillas elevó su última oración. Tenía apenas 39 años de edad.

Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la segunda fracción del Capítulo 5, Los Santos.

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  1. Los Santos (segunda fracción)

El anuncio de la muerte de Cristo constituye para nosotros la predicación de la justificación. La incorporación al cuerpo de Cristo, es decir, a su muerte y resurrección, es el bautismo. Cristo murió una vez, y el bautismo y la justificación nos son dados también de una vez para siempre. En el sentido más estricto, son irrepetibles. Lo que se puede repetir es solamente el recuerdo de esta acción de la que hemos sido objeto de una vez por todas; y no sólo se lo puede repetir, sino que se lo debe repetir diariamente. Sin embargo, el recuerdo es distinto de la cosa misma. Para quien pierde la cosa, ya no existe el recuerdo. La Carta a los hebreos tiene razón en esto (Heb 6, 5; 10, 26s). Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se le devolverá? A los bautizados se les dice: «¿No sabéis…?» (Rom 6, 3; 1 Cor 3, 16; 6, 19) y: «Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Jesucristo» (Rom 6, 11). Todos estos acontecimientos se han desarrollado no sólo en la cruz de Jesús, sino también en vosotros. Estáis separados del pecado, habéis muerto, estáis justificados.

Con esto, Dios ha realizado su obra. Ha establecido su santuario en la tierra por medio de la justicia. Este santuario es Cristo, el cuerpo de Cristo. La separación del pecado se efectúa por la muerte del pecador en Jesucristo. Dios tiene una Iglesia purificada del pecado. Es la Iglesia de los discípulos de Jesús, la comunidad de los santos. Estos son recibidos en su santuario, ellos mismos son el santuario, su templo. Han sido sacados del mundo y viven en un espacio nuevo, propio, en medio del mundo.

Desde ahora, en el Nuevo Testamento los cristianos sólo se llamarán los «santos». El otro término que podría concebirse, los justos, no se admite porque no puede describir de la misma forma toda la magnitud del don recibido. Se refiere al acontecimiento único del bautismo y de la justificación. Hay que renovar cada día la memoria de este acontecimiento. Los santos siguen siendo los pecadores justificados. Pero con el don único del bautismo y de la justificación y su recuerdo cotidiano se nos garantiza, por la muerte de Cristo, el don de la conservación de la vida de los justificados hasta el último día.

Ahora bien, la vida conservada de esta forma es la santificación. Ambos dones tienen el mismo fundamento: Jesucristo crucificado (1 Cor 1, 2; 6, 11). Ambos dones tienen el mismo contenido: la comunión con Cristo. Ambos son inseparables entre sí. Pero, precisamente por eso, no son lo mismo. Mientras que la justificación atribuye al cristiano el acto realizado por Dios, la santificación le promete la acción presente y futura de Dios. Mientras que en la justificación el creyente es situado, por la muerte única, en la comunión con Jesucristo, la santificación le mantiene en el espacio en que ha sido colocado, en Cristo, en la Iglesia.

Mientras en la justificación se halla en primer plano la situación del hombre con respecto a la ley, lo decisivo en la santificación es la separación del mundo hasta la vuelta de Cristo. La justificación incorpora al individuo a la Iglesia, la santificación mantiene la comunidad entre todos los individuos. La justificación arranca al creyente de su pasado pecador, la santificación le hace vivir en Cristo, permanecer firme en su fe y crecer en la caridad. Justificación y santificación pueden ser concebidas con unas relaciones semejantes a las que existen entre creación y conservación. La justificación es la nueva creación del hombre nuevo; la santificación, su mantenimiento, su conservación hasta el día de Jesucristo.

En la santificación se cumple la voluntad de Dios: «Sed santos porque yo soy santo», y: «Santo soy yo, Yahvé, que os santifico». Este cumplimiento es obra del Espíritu santo, Dios. En él se perfecciona la obra de Dios en el hombre. Es el «sello» con que son sellados los creyentes para convertirlos en propiedad de Dios hasta el día de la redención. Igual que antes se hallaban prisioneros de la ley, como en una prisión cerrada (GaI3, 23), los creyentes se encuentran ahora encerrados «en Cristo», sellados con el sello de Dios, el Espíritu santo.

Nadie tiene derecho a romper este sello. Dios mismo ha cerrado, guardando la llave en su mano. Dios se ha apoderado plenamente de aquellos a los que ha adquirido en Cristo. El círculo está cerrado. En el Espíritu santo, el hombre se ha convertido en propiedad de Dios. Aislada del mundo por un sello inviolable, la Iglesia de los santos espera la salvación definitiva. La Iglesia atraviesa el mundo igual que un tren sellado recorre un territorio extranjero. El arca de Noé debió ser «calafateada por dentro y por fuera con betún» (Gn 6, 14) para poder salvarse del diluvio; también el camino de la Iglesia sellada se asemeja al viaje del arca sobre las aguas del mar.

Lo que se pretende con estos sellos es la redención, la liberación, la salvación (Ef 4,30; 1, 14; 1 Tes 5, 23; 1 Pe 1,5 y passim) a la vuelta de Cristo. Pero quien garantiza el fin de su viaje a los que han sido sellados es precisamente el Espíritu santo.

Para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo. En él también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria (Ef 1, 12-14).

La santificación de la Iglesia consiste en que es apartada por Dios de lo impío, del pecado. Consiste en que, al ser sellada de esta forma por Dios, se convierte en propiedad suya, en morada de Dios sobre la tierra, en el lugar de donde parte hacia todo el mundo el juicio y la reconciliación. La santificación consiste en que los cristianos estén completamente orientados y mantenidos en dirección a la venida de Cristo, y salgan a su encuentro.

Para la comunidad de los santos, esto significa tres cosas: su santificación se verificará en una nítida separación del mundo. Su santificación se verificará en una forma de vida digna del santuario de Dios. Su santificación estará oculta en la espera del día de Jesucristo.

Por consiguiente, este es el primer punto, sólo hay santificación en la Iglesia visible. El carácter visible de la Iglesia es un signo decisivo de la santificación. La Iglesia, al reivindicar un lugar en el mundo y limitar el espacio reservado a este, da testimonio de que se halla en estado de santificación. Porque el sello del Espíritu santo sella a la Iglesia frente al mundo. Con el poder de este sello, la Iglesia de Dios debe hacer valer su derecho sobre el mundo entero y, al mismo tiempo, reclamar para sí un espacio determinado en el mundo, trazando netamente los límites entre ella y este.

Puesto que la Iglesia es la ciudad sobre la montaña, polis (Mt 5, 14), fundada en la tierra por Dios; puesto que, en cuanto tal, constituye la propiedad sellada de Dios, su carácter «político» forma parte indisoluble de su santificación. Su «ética política» se basa únicamente sobre su santificación, según la cual el mundo debe ser mundo y la Iglesia, Iglesia; no obstante, la palabra de Dios debe dirigirse a partir de la Iglesia a todo el mundo, como el mensaje de que la tierra, con todo lo que posee, es del Señor; tal es el carácter «político» de la Iglesia.

Una santificación personal que quisiera prescindir de esta delimitación pública y visible de la Iglesia con relación al mundo, confundiría los deseos piadosos de la carne religiosa con la santificación de la Iglesia por el sello de Dios, obtenida en la muerte de Cristo. Una característica del orgullo ilusorio y de la falsa ambición espiritual del hombre viejo consiste en querer ser santo fuera de la comunidad visible de los hermanos.

Tras la humildad de esta interioridad se oculta el desprecio por el cuerpo de Cristo, en cuanto comunión visible de los pecadores justificados. Desprecio del cuerpo de Cristo, porque Cristo quiso tomar mi carne de forma visible y llevarla a la cruz; desprecio de la comunión, porque quiero ser santo por mí mismo, sin los hermanos; desprecio de los pecadores, porque me retiro de la forma pecadora de mi Iglesia para refugiarme en una santidad que me elijo a mí mismo. La santificación fuera de la Iglesia visible es una autocanonización. La santificación por el sello del Espíritu santo pone siempre a la Iglesia en una situación de combate. En definitiva, se trata de defender este sello para que no sea roto ni por dentro ni por fuera, para que el mundo no intente convertirse en Iglesia, ni la Iglesia en mundo. La lucha de la Iglesia por el espacio concedido en la tierra al cuerpo de Cristo es lo que constituye su santificación. La guerra santa de la Iglesia en favor del santuario de Dios sobre la tierra pretende separar al mundo de la Iglesia, y a la Iglesia del mundo.

Sólo hay santuario en la Iglesia visible. Pero, este es el segundo punto, precisamente en la separación del mundo, la Iglesia vive en el santuario de Dios y, en ella, existe un fragmento del mundo que vive en este santuario. Por eso, los santos deben actuar en todo de forma digna de su vocación y del Evangelio (Ef 4, 1; Flp 1,27; Col 1, 10; 1 Tes 2, 12); ahora bien, sólo serán dignos recordando cada día el Evangelio del que viven. «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados» (1 Cor 6, 11). Su santificación consiste en vivir diariamente de este recuerdo. El mensaje del que deben ser dignos afirma que el mundo y la carne han muerto, que los cristianos están crucificados y muertos con Cristo en la cruz y por el bautismo, que el pecado no puede seguir dominando sobre ellos porque su soberanía ha sido destrozada; consiguientemente, es imposible por completo que el cristiano peque.

«Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (l Jn 3, 9). Se ha realizado la ruptura. La vida «pasada» (Ef 4,22) ha terminado. «En otro tiempo fuisteis tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor> (Ef 5, 8). En otro tiempo practicaban «las obras infructuosas de la carne», ahora el Espíritu produce las obras de la santificación. Por consiguiente, ya no se puede llamar «pecadores» a los cristianos, puesto que este término se aplica a hombres que viven bajo el poder del pecado; cf. la única excepción que, por lo demás, es una afirmación concerniente al que pronuncia el término: 1Tim 1, 15); más bien, eran en otro tiempo pecadores, impíos, enemigos (Rom 5,8.19; Ga12, 15.17), pero ahora son santos a causa de

Cristo. En su calidad de santos se les recuerda que deben ser lo que son, y se les exhorta a ello. No se exige algo imposible: que los pecadores sean santos, esto sería recaer en la justificación por las obras y blasfemar de Cristo; los que deben ser santos lo son ya, porque han sido santificados en Cristo Jesús por el Espíritu santo.

La vida de los santos brota de un trasfondo terriblemente negro. Las sombrías obras de la carne son totalmente desveladas por la clara luz de la vida en el Espíritu:

Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes (GaI 5, 19).

Todo esto no tiene ya cabida en la Iglesia de Jesús. Ha sido abolido, juzgado en la cruz, exterminado. Desde el principio se dice a los cristianos que «quienes hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios» (Gal 5, 21; Ef 5, 5; 1 Cor 6, 9; Rom 1,32). Estos pecados separan de la salvación eterna. Sin embargo, si uno de estos vicios llega a manifestarse en la Iglesia, debe provocar la exclusión de la comunidad (l Cor 5, s). En los llamados «catálogos de vicios» es frecuente encontrar una semejanza profunda entre las enumeraciones de los pecados. Casi sin excepción se halla en primer lugar la fornicación incompatible con la nueva vida del cristiano. Sigue, la mayoría de las veces, la codicia (1 Cor 5, 10; 6, 10; Ef 4, 19; 5,3-5; Col 3, 5; 1Tes 4, 4 ss), que puede ser resumida, con la precedente, bajo el término de «impureza», de «idolatría» (l Cor 5, 10; 6, 9; Gal 5, 3.19; Col 3, 5.8). Vienen a continuación los pecados contra el amor fraterno y, por último, los de gula. No es casual que la lista de pecados esté encabezada por la fornicación. No hay que buscar la causa de esto en circunstancias particulares de la época, sino en el género especial de este pecado. En él revive el pecado de Adán, que consistió en querer ser como Dios, en querer ser creador de la vida, en querer reinar y no servir. En él, el hombre traspasa los límites que le han sido impuestos por Dios y atenta contra sus criaturas.

Fue el pecado de Israel, que negó incesantemente la fidelidad de su Señor y se «prostituyó con los ídolos» (l Cor 10, 7), uniéndose a ellos. La fornicación es, ante todo, un pecado contra Dios creador. Mas para el cristiano es especialmente un pecado contra el cuerpo de Cristo, porque el cuerpo del cristiano es miembro de Cristo. Sólo pertenece a Cristo. Ahora bien, la unión física con una prostituta suprime la comunión con Cristo.

(En la siguiente edición continuaremos con la tercera fracción de este Capítulo 5 sobre Los Santos).

2 comentarios sobre “El precio de la gracia (Parte 24)

  1. Me encanta el término de autocanonización. La Iglesia es imprescindible si se quiere vivir en santidad. La santidad no es sólo una posibilidad, sino una bendición que nos inspira a volar en las alturas de la comunión divina.

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