Editorial

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El jueves y viernes de la reciente Semana Santa nos dedicamos a hacer un memorial del sacrificio de Jesucristo, mediante el cual nuestros pecados fueron expiados. La doctrina de la expiación se origina en el Antiguo Testamento, señalando a los sacrificios y ceremonias necesarios para lograr el perdón y la limpieza de todo pecado e impureza. Para los cristianos la expiación perfecta es revelada en la obra consumada a nuestro favor por el Hijo de Dios mediante su muerte en la cruz, sin la cual nunca alcanzaríamos la salvación divina.

La formulación de la doctrina de la expiación ha evolucionado a través de los siglos, y sus énfasis han variado según los muchos enfoques que diferentes proponentes han vislumbrado. Entre ellos, quien destaca de manera medular es el monje de origen italiano del siglo XI, Anselmo. Concluye de una manera absolutamente racional que el hombre le debía a Dios una satisfacción infinita, de tal grado que le era imposible ofrecer. Sólo Dios pudo proceder a una satisfacción infinita, por lo que fue necesario que Dios se hiciera hombre a fin de hacer mediante el derramamiento de su sangre una reparación infinita. Diferentes apuntes de Anselmo fueron luego recogidos por teólogos católicos y protestantes, incluyendo los reformadores, y aparecieron, incluso, en Karl Barth en pleno siglo XX. Juan Wesley, siguiendo consistentemente a Arminio en su explicación de la obra de la cruz, dirá que la expiación fue hecha de manera objetiva por toda la humanidad, pero que será apropiada de manera subjetiva por quienes procedan al arrepentimiento y a la fe en Cristo.

Nos llama la atención que una elaboración moderna acerca de la expiación incluya la sanidad de las enfermedades físicas, como provisión hecha por Cristo en igualdad con el perdón de los pecados. Se asegura que del modo como Jesucristo llevó nuestros pecados en la cruz, llevó también nuestras enfermedades, por lo que mediante la fe podemos deshacernos por igual de ambos males. Esta idea nunca estuvo en el Antiguo Testamento, pues nunca se ofreció un sacrificio expiatorio por ninguna enfermedad. Tampoco estuvo en el Nuevo Testamento, ya que no hay una explicación clara sobre el particular. Y, por supuesto, nunca estuvo en los escritos de los padres de la iglesia, de los teólogos de la historia cristiana, ni en las confesiones doctrinales cristianas de ninguna época ni lugar. Esta doctrina extraña aparece hasta el siglo XX, como parte del paquete de errores de los predicadores del Movimiento de Fe, quienes la adaptaron de las falsas creencias de organizaciones no cristianas como la Ciencia Cristiana (1).

Isaías 53:4 dice, refiriéndose al siervo sufriente: “Llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”. En la hermenéutica judía significa simplemente que las mismas dolencias que sufrimos los seres humanos, el siervo sufriente también las llevaría en el sentido de que las padecería. Es interesante ver en el Nuevo Testamento repetida esta frase de Isaías, en Mt. 8:16,17: “Y cuando llegó la noche, trajeron a él muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”. Esta cita es importante porque es la única explicación que hay en todo el Nuevo Testamento sobre el significado de esta profecía. Dice Mateo que, efectivamente, la profecía fue cumplida por el Señor Jesús, pero no en su muerte en la cruz, sino cuando él sanaba a los enfermos durante su ministerio terrenal. Por lo tanto, en la explicación de Mateo no hay nada acerca de la supuesta expiación en la cruz por nuestras enfermedades.

Pero queda la frase de Isaías 53:5: “… y por su llaga fuimos nosotros curados”. Aquí sí se anuncia una sanidad conseguida por la llaga del Mesías. Y la idea es conservada en el Nuevo Testamento por la única vez que la refiere, a través del apóstol Pedro, al decir: “…por cuya herida fuisteis sanados” (1ª P. 2:24). Pero para entender lo que Pedro estaba explicando, basta con observar respetuosamente el contexto. ¿Está Pedro hablando de enfermedades o de pecados? Dice, “… quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados. Porque vosotros erais como ovejas descarriadas…” El proceso lógico de toda mente sana va en la dirección de interpretar la parte por el todo, y no el todo por la parte. De allí que, indudablemente, tanto Isaías como Pedro están refiriéndose a ser sanados espiritualmente de nuestros pecados.

El término griego usado en 1ª P. 2:24 y traducido como “sanados” fue “iáthete” (sanados), conjugación que viene del verbo “iaonoi” (sanar). “Iaonoi” es usado en otros versículos del Nuevo Testamento para referirse a una sanidad espiritual, no física. Por ejemplo, en Mateo 13:15, “Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane” (espiritualmente). La misma palabra usada en el sentido espiritual se encuentra en He. 12:13 y Hch. 28:27.

El erudito Craig S. Keener, llama nuestra atención al hecho de que los profetas del Antiguo Testamento frecuentemente usaban ese lenguaje figurado cuando hablaban de la sanidad de los pecados del pueblo, a través del vocablo hebreo “raphah”. Ejemplos: Is. 6:10, “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad”; Jer. 3:22, “Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones”; Jer. 6:14, “Y curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz”. Lo mismo sucede en Jer. 8:11. (2)

Creemos que la sanidad divina es una provisión de la gracia de Dios mediante Cristo, y que él tiene el poder y la misericordia para librarnos de nuestras enfermedades físicas, ya sea instantáneamente o a través de recursos médicos, según a él le plazca. Pero negamos de manera rotunda que la Biblia enseñe la doctrina de la expiación desde la cruz de Cristo como provisión para la sanidad de las enfermedades físicas en los mismos términos que nos provee la justificación. Es deseable que nuestros pastores y laicos metodistas profundicen su instrucción acerca del sentido bíblico y teológico de la bendita doctrina de la expiación de nuestra culpa y pecado por medio de la crucifixión del Hijo de Dios, y se dejen de lado los ecos que tanto escuchamos de las falsas enseñanzas de las sectas.

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  1. Hanegraaff, Hank, Cristianismo en Crisis, Grupo Nelson, Nashville, 2010, pág. 265.
  2. Keener, Craig S., Comentario del Contexto Cultural de la Biblia, Nuevo Testamento, Editorial Mundo Hispano, El Paso, 2003, pág. 708.

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