
En cierta entrevista pastoral, facilitando la comunicación en un problema de relación entre esposo y esposa, la mujer reclama al varón con gran tristeza y una buena dosis de coraje: “¡Ámame por lo menos como amas a tu perro! Cuando llegas a la casa tus ojos siempre miran hacia el suelo buscando a tu perro.
Tus manos se extienden para acariciar su pelo y darle algunas palmadas con extrema ternura; corres a buscar su alimento y de tu mano le das en el hocico una por una las croquetas, y te deleitas viéndolo beber la leche y el agua que le das, le apresuras a terminar, con la correa en tus manos, listo a salir con él para llevarlo al parque o por lo menos a corretear alegremente, dándole la vuelta a la manzana; regresas y cómo te deleitas tomándolo en tu regazo y, por lo menos dos o tres horas mientras ves la tele, le cepillas el pelo hasta quedarse los dos dormidos.
Cada fin de semana cómo te solazas bañándolo, poniéndole una y otra vez el champú, y con cuánta ternura te pasas, sin medir el tiempo, secándolo, dejándolo como si lo llevaras a exposición y con todo mundo te la pasas hablando de él, orgulloso de todas las monerías que, después de horas de pasar con él, le has enseñado”
“¡Ámame por lo menos como me ama mi perro!” 2ª. Parte
El esposo, con cierta tranquilidad, toma la revancha y con coraje, pero con mayor tristeza, replica diciendo: “¡Ámame por lo menos como me ama mi perro! En las mañanas despierto disfrutando de su calor en mis pies, al salir de casa llevo en mi memoria los gemidos del “Lucky” que se quedó sufriendo por nuestra separación.
Cuando regreso, estoy seguro que me está esperando pacientemente, afinando su oído y su olfato para recibirme bailando y cantando (léase brincando y ladrando) de alegría, veo sus ojos aun llenarse de lágrimas por la emoción de volverme a ver, se acerca y me deja sentir en mis piernas su cabeza, su cuerpo, los golpes de su cola, busca mis manos para acariciarlas con su lengua, buscando todo tipo de comunicación, de tal manera que no me quede la menor duda de su grande amor.
Se deleita aceptando las croquetas que le doy, sé que quizás no tiene hambre, pero acepta con beneplácito lo que le ofrezco.
Está ansioso de acompañarme a la calle, ni se atrasa, ni se va delante de mí, va a mi lado disfrutando de mi compañía y dispuesto a estar conmigo y, de ser necesario, asumir el papel de guardián y protector, no importa cuán grande sea la amenaza a mi persona. Al regresar, acepta mis caricias y prodiga sus esfuerzos por “decirme” de mil maneras que él también me ama, como queriendo que mi mayor conciencia sea que: “él es mi mejor amigo”, y me sienta orgulloso de su fidelidad”.
¡Ámame por lo menos como amas a tu perro!
¡Ámame por lo menos como me ama mi perro!
