Importancia de las misiones y la evangelización

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Compañero pastor…

            Nuevamente, me atrevo a distraerte de tus múltiples ocupaciones. Huelga decir que no estás obligado a leer lo que escribo; sin embargo me atrevo a hacerlo en la lejana esperanza de que algo tenga de utilidad. Nuevamente te reitero una gratísima perspectiva del año 2016, para ti y tu respetable familia, esperando que goces de salud y bienestar; y te invito a pensar sobre:

LA IMPORTANCIA DE LAS MISIONES Y LA EVANGELIZACIÒN

Por ABALRA

Trabajo presentado en el III Encuentro de Trabajo Misionero, celebrado en el Seminario Gonzalo Báez Camargo, los días 17 y 18 de octubre de 2008.

Una reflexión desde la perspectiva de mí investigación documental. **

Desde la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, del Papa Pablo VI, existe en América latina una gran preocupación por las misiones, de manera tal que han surgido diversos llamados hacia una «nueva evangelización». Una «evangelización de la cultura» o a una «enculturación del Evangelio». Estos llamados adquieren un especial significado y relevancia, para todos los movimientos religiosos. La invitación hacia una evangelización «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión», encuentra un importante eco en la Iglesia latinoamericana. El reto es reflexionar sobre el significado del ser discípulos y misioneros, definiendo la finalidad del discipulado y de la misión: la vida en Cristo.

El cuestionamiento básico es definir: ¿Qué es la misión? ¿De dónde nace? ¿En qué consiste? La acción de misionar debe obedecer a un impulso visionario, una afirmación positiva, un envío que hace el Padre para que con pasión compartamos la paz que nos ha sido regalada por El, la alegría del encuentro con Jesús, del Jesús humano, que atiende a las señales de dolor y sufrimiento que se constatan en el mundo, y no se limita a ellas, sino también a las vividas al interior de la Iglesia y que piden una conversión de los propios cristianos como propósito de la misión, y atiende por cierto a los muchos signos de gozo que los hay dentro y fuera de la Iglesia. Hay un único maestro, y en la vida cristiana nuestra permanente condición de discípulos es la identidad más profunda de nuestro ser en Cristo y nuestro ser para los demás. Entre las varias cuestiones que ameritan ser pensadas, debemos reflexionar respecto del significado que pudiera tener hoy una misión orientada a suscitar en nuestra historia la “vida en Cristo”.

¿De dónde nace la misión? La misión no debe ser fruto del temor, la desesperanza, ni de la ansiedad ante la aparición de “amenazas erosivas” de la fe cristiana. No debe surgir tampoco de la constatación de que “en las últimas décadas en América Latina y el Caribe, se observa una disminución de la fe y un resurgimiento de la desacralización y desvalorización, que cede ante lo mágico y supersticioso; y se traduce en un debilitamiento del compromiso de muchos creyentes con la Iglesia y con su misma fe”; y que se ve en el “crecimiento de la indiferencia religiosa”; produciéndose un “abandono de los creyentes hacia sectas o hacia nuevos movimientos religiosos”.

Sin embargo, la misión de la Iglesia no debe plantearse como una cuestión de proselitismo hacia una hegemonía política, o como una disputa de poder con otros sujetos sociales, como una respuesta a las amenazas del entorno, o como una recuperación de privilegios perdidos o, al menos, cuestionados. Conviene eliminar la sospecha de que la misión es un recurso propagandístico de una Iglesia en crisis. ¿Cómo se logra esto? Por cierto, no sólo declarando nuestras rectas intenciones, sino que con una práctica consecuente con ello, para lo cual es imprescindible una adecuada comprensión teológica de la misión.

Al respecto, lo primero que habría que afirmar es que la misión nace del envío, de la gran comisión: Por tanto, ID y haced discípulos a todas las naciones… (Mat.28.19); la misión es participación de la misión que el Hijo ha recibido del Padre: “Como el Padre me envió, también yo os envío» (Juan 20.21). Y estas palabras de Jesús, advirtámoslo bien, comienzan por el saludo de la paz: “La paz con vosotros”. La misión nace de la experiencia de la paz que nos proporciona el Señor. No es la ansiedad ni el temor lo que mueve a la Iglesia, sino el Espíritu del resucitado que nos regala su paz. De allí la confianza y la esperanza de que nuestra misión no es una mera proyección de nuestros deseos de auto afirmación, sino pasión por compartir la paz que nos ha sido regalada, envío de quien el Padre ha resucitado para que en Él tengamos vida plena.

¿En qué consiste la misión? Si la misión nace del envío, entonces ella deberá ser siempre expresión de la compasión de Dios: del Dios que escucha el clamor de su Pueblo y que conoce sus sufrimientos (Ex 3,7); del Dios que “al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mateo 9.36); Como le explica Jesús a Nicodemo “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16). Nuestra existencia cristiana y la así llamada “práctica eclesial” no pueden sino ser actualización histórica de este amor de Dios por el mundo.

Es en el contexto de nuestra sociedad actual, donde hay que reconocer la carencia de Cristo, la falta de Dios, el surgimiento de los ídolos. Esa “mentalidad que en la práctica prescinde de Dios en la vida concreta y aún en el pensamiento, dando paso a un indiferentismo religioso, un agnosticismo intelectual y a una autonomía total ante el Creador” no es un problema, primera ni principalmente de la Iglesia, sino de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, es el problema de la búsqueda de un humanismo sin Dios.

¿Qué sentido puede tener hablar de una vida plena en Cristo, cuando se considera que la vida puede ser plena sin Dios; más aún, cuando se considera que es necesario “matar a Dios”, para que la vida pueda ser efectivamente plena? Insistimos: esta no es una cuestión sólo de la Iglesia; es una cuestión de comprensión del humanismo. Cuando esto no se esclarece, cuando no explicitamos nuestra comprensión antropológica, entonces menos se entiende nuestra defensa de la vida humana, nuestro interés en que ella se despliegue en todas sus posibilidades de acuerdo a su imagen y semejanza.

Hoy está de muchos modos amenazada la vida; pero, además, experimentamos muchos signos de una vida que no es plena: el desinterés, el tedio, la desidia, las depresiones, el estrés y tantos otros síntomas de búsquedas insatisfechas que no generan sino más ansiedad y más alienación, a fin de poder soportarlo todo, de poder soportarnos incluso a nosotros mismos. Pero la compasión también tiene que ver con “los gozos y las esperanzas”. ¿Dónde están las palabras de aliento de la Iglesia? ¿Cómo se valora la ciencia, de la que todos nos beneficiamos; la convivencia social y política, que tanto ha mejorado; la superación de la pobreza? No se trata de decir estas cosas “para no parecer tan pesimistas”. Hay una cuestión de cultura eclesial, que pareciera nos impulsa más a ser “profetas de calamidades”, que testigos de la vida que en Cristo vence toda muerte, que en Cristo es la belleza que se expresa en todas las cosas, es la verdad que se manifiesta en todo cuanto es, es la bondad que se opone a todo mal. Pertenece a la Iglesia con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, el hacerse cargo de los problemas que hoy muchos de ellos tienen,-santidad social- justamente, con la fe y, en particular, con la Iglesia que ha perdido credibilidad.

Sabemos que la incredulidad aumenta y que la vida plena se busca cada vez menos en el Dios de Jesucristo. Consideramos que algunas de las causas de esta progresiva incredulidad, son particularmente gravitantes hoy: “el descuido de la educación religiosa, la exposición inadecuada de la doctrina, los defectos de nuestra vida religiosa, moral y social”, cada día carente de valores y sumisa a la secularización. Es cierto que muchas veces “los enemigos de la Iglesia” se aprovechan de todo esto para debilitar nuestra imagen pública, erosionar nuestra autoridad moral y menoscabar el servicio que prestamos a la sociedad. Con todo, no deben ser estos “enemigos de la Iglesia” los que nos preocupen, sino nuestras propias claudicaciones, nuestro propio pecado.

Nos parece que el tema de la conversión eclesial debe seguir siendo una preocupación mayor tanto de la teoría como de la práctica eclesial. Ello no puede quedar relegado a un hermoso momento vivido en circunstancias especiales. Allí adquirimos un compromiso importante: “nunca más”. –el nuevo hombre, según Pablo- y como nos sucede en la vida personal, la conversión tiene momentos fuertes, como el “parto de Damasco”, pero es también un largo camino, animado por el Espíritu de Dios que nos santifica, y nos hace ver que para evangelizar al mundo de manera creíble, la misma Iglesia se debe evangelizar “a través de una conversión y una renovación constante”.

¿Es necesaria la misión? Si la misión nace del envío y se realiza en la compasión, entonces: ¿es optativo misionar?; ¿está la Iglesia en América Latina y el Caribe ante la opción de impulsar una gran misión?; ¿pudiera la Iglesia renunciar a esta tarea de ir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a anunciar a Cristo y su Evangelio? Pareciera que en muchos sentidos “el celo misionero” ha decaído. Y ha decaído por múltiples razones: en nuestro continente, piensan algunos, vivimos en una cultura ya evangelizada y, efectivamente, el Evangelio ya ha sido puesto en el “corazón de la cultura”, al punto que ésta ya tiene el sello indeleble de Cristo; hemos comprendido que la acción de su Espíritu rebasa los márgenes de la Iglesia visible, y que las diversas confesiones cristianas pueden ser medios de salvación; y que quienes sin culpa no creen, pero aman de verdad, también han nacido de Dios y conocen a Dios (1 Juan 4,7).

Si hemos creído, esa fe se hace verdadera por la caridad (Gálatas 5, 6); en el Espíritu, esa fe se hace acogida de la misión que el Hijo recibió del Padre; esa fe busca hacerse signo histórico de la comunión de los hombres con Dios y de la comunión de todo el género humano. Si hemos creído, entonces el mismo Espíritu nos impulsa a compartir, con pasión, la alegría del encuentro con Jesús, la vida nueva que este encuentro suscita, la fuerza transformadora del reino de Dios instaurado en los hechos y palabras del Señor.

La Misión, tiene que ser fuente de profunda renovación eclesial, que posibilite el diálogo con quienes no comparten nuestra misma fe. Tenemos que reconocer, al mismo tiempo, el carácter universal de la salvación de Dios en Cristo. “A la par que reconocemos que Dios ama a todos los hombres y les concede la posibilidad de salvarse (cf. 1 Timoteo 2, 4), la Iglesia profesa que Dios ha constituido a Cristo como único mediador y que ella misma ha sido constituida como medio universal de salvación… Es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación. Ambas favorecen la comprensión del único misterio salvífico, de manera que se pueda experimentar la misericordia de Dios y nuestra responsabilidad. La salvación, que siempre es don del Espíritu, exige la colaboración del hombre para salvarse tanto a sí mismo como a los demás”.

Durante siglos se acentuó unilateralmente que la salvación sólo radicaba en la Iglesia católica romana y que fuera de ella no había salvación. Quizás, la misma radicalidad de esta afirmación explica el que haya surgido otra tan unilateral e injustificada como aquella: todas las creencias y religiones son igualmente válidas como caminos de salvación. Sin embargo, el desafío -tanto teológico como pastoral- consiste en mantener ambas afirmaciones y comprenderlas en una relación dinámica, en la que se pueda desplegar tanto la libertad y gratuidad del amor misericordioso de Dios, como la libertad del hombre para acoger y compartir ese amor.

Por tanto, la Iglesia en América Latina y el Caribe no está ante la alternativa de si evangeliza o no, de si es misionera o no. Como decía el Apóstol Pablo: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!» (1ª. Corintios 9, 16). Aunque hoy se quiera favorecer el mutismo y la indiferencia, anunciar a Jesucristo, con hechos y palabras, no constituye una violencia a la libertad humana, y mucho menos un proselitismo, sino que –justamente- quiere fundar y promover esa libertad: “El anuncio y el testimonio de Cristo, cuando se llevan a cabo respetando las conciencias, no violan la libertad.

La fe exige la libre adhesión del hombre, pero debe ser propuesta”. La Iglesia nace de esta propuesta de Dios a los hombres y es así constituida como signo e instrumento de la vigencia que ella tiene en la historia de los pueblos. Cuando la Iglesia evangeliza, ella misma se vuelve a constituir por la Palabra que la convoca y que ahora ella misma propone; y esto lo hace, precisamente, en la compasión con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, en la dignificación de todo ser humano, en la comunión con todos los pueblos. Si efectivamente creemos en Cristo, creemos que Él no sólo es el auténtico rostro de Dios, sino que también el auténtico rostro del hombre. Esta afirmación, nos parece, es irrenunciable. Y lo es, entre otras cosas, porque ella no sólo no niega la acción del Espíritu de Cristo fuera de los márgenes visibles de la Iglesia, sino que la supone; y la supone, como anticipación histórica de la comunión escatológica.

La vida nueva en Cristo como finalidad de la misión. La vida nueva en Cristo ha sido la formulación escogida para expresar la finalidad del discipulado y la misión. Ahora bien, ¿qué es esta “vida nueva en Cristo”? No pudiera ser una “vida” que niega –directa o indirectamente- aquella vida a la que hemos sido llamados por nuestro Dios, Padre todopoderoso y Creador. El orden de la redención no suprime el de la creación, sino que lo autentifica. Pero saquemos las consecuencias que ello tiene para la comprensión de la misión. En primer lugar, el anuncio cristiano debiera percibirse como un gran Sí a la creación de Dios, al hombre, a su libertad, a su conocimiento, a su sexualidad, a su creatividad.

El gran No, corresponde a la muerte, al pecado. Por ello, en el Evangelio según San Juan, el actuar del demonio se caracteriza tanto por ir en contra de la vida como por ir en contra de la verdad (Juan 8, 44). La misión que nace del envío y de la compasión de Dios nos impulsa a anunciar la Buena Nueva de Dios –el Sí- desde las realidades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Esto implica conocer, estar cerca, hacerse prójimo. Siempre debemos recordar la importancia de la acción pastoral de la Iglesia: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”. El mundo, las realidades y sensibilidades, ciertamente están en el corazón de Cristo.

Hoy se hace necesario destacar el significado salvífico que también tiene prácticas humanas que no acontecen en el templo o que no son realizadas por su personal eclesiástico. La Ética de Wesley–hacer el bien y no el mal, teniendo a Dios como fuente del amor que es fundamental para mantener la relación de amor con Dios. “Si ahora vivimos por el Espíritu, dejemos también que el Espíritu nos guíe” Gal.5.26. Para la gran mayoría de los cristianos, la vida nueva en Cristo consiste en la posibilidad de dejarse transformar por el Evangelio de Jesús, a fin de que todas las dimensiones de nuestra vida queden habitadas y animadas por él. La relación fe y vida, la posibilidad de poder mirar la propia vida desde el querer de Dios, resultan una gracia y una tarea para toda la Iglesia.

En segundo lugar, la vida nueva en Cristo, a la que conduce el discipulado y la misión, consiste en vivir en el absoluto de Dios. Como escribe el Apóstol Pablo, “para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Corintios 8,6). El horizonte último de la vida y de la práctica de la Iglesia –no debemos olvidarlo- es Dios y su reinado: “Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo”. (1 Corintios 15,28).

Pero el absoluto de Dios no es negación de cuanto es, sino plenitud en el ser de cuanto es. El “todo” no se niega, sino que ahora es en plenitud, es en Dios, gracias a la obra redentora del Hijo. Este absoluto de Dios es el auténtico principio dinamizador de toda la existencia cristiana: todo se hace relativo a Dios; todo adquiere sentido en Dios; todo queda sometido a la afección de Dios. Por cierto, la Iglesia, sus personas e instituciones, ¡también! En tercer lugar, la vida en Cristo es vivir de acuerdo a lo que para El constituyó el sentido último de su vida, de su muerte y de su resurrección: el reinado de Dios (Cf. Marcos 1.15; Lucas 4,16-21). La Iglesia, en continuidad con la práctica de Jesús, ha sido constituida para ser expresión histórica de la presencia salvífica del Dios en medio nuestro. Ella constituye una comunidad que es a la vez evangelizadora”. Y si el reinado de Dios es el sentido último de la práctica de Jesús y de su Iglesia, entonces éste es indisociable de la práctica de la justicia, del amor, de la verdad. El signo que está al centro de todos los demás signos.

El signo de que Dios estaba con Jesús de Nazaret, nos informa el libro de los Hechos de los Apóstoles, es que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo” (Hechos 10,38). Jesús, “se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios”. Y es que lo más propio del cristianismo es la estrecha relación que se establece entre el amor a Dios y el amor al prójimo, a tal punto que “la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre repudia al prójimo… el amor al prójimo es un camino para encontrar también a Dios, cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”.

Sin embargo, el amor al prójimo que debemos expresar los cristianos en nuestra existencia personal y social se inscribe, más profundamente, en un orden propiamente teológico. Es el amor experimentado y vivido el “lugar” en el que podemos experimentar el amor salvífico de Dios en nuestra historia, es el “antes” de Dios, desde el que “puede nacer también en nosotros el amor como respuesta”. Por tanto, la misión como amor vivido y entregado, no es una cuestión optativa del envío de los discípulos de Jesús. Pertenece a la esencia de la acción misionera el ser testigos del amor salvífico de Dios en nuestras vidas, el contribuir a que otros hombres y mujeres puedan experimentar ese amor gratuito y liberador del Dios que en Cristo, nos amó hasta el extremo.

Vivir en Cristo es vivir en el amor: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Juan 4,16). De este modo, la práctica de la caridad, nuestra pastoral social, nuestra opción por los pobres, y otras expresiones del amor, no son un mero “instrumento de evangelización” y menos aún pueden representar contenidos de un marketing eclesiástico. En esta práctica se realiza el discipulado, acontece la evangelización, irrumpe el reinado de Dios en nuestro medio y en nuestra sociedad. En cuarto lugar, debemos tener presente que la vida nueva en Cristo está posibilitada por un auténtico proceso de conversión. El anuncio del Evangelio de Jesús siempre mueve a la conversión (Marcos 1,15). Pero la conversión es siempre la respuesta del hombre a la experiencia del amor gratuito y salvífico de Dios. En el compendio del Evangelio de Marcos leemos: “el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca, conviértanse y crean”.

La conversión y la fe no son un imperativo hecho, sino que nacen como respuesta agradecida y confiada al amor experimentado de Dios. Cuando nuestros “llamados” a la conversión no tienen a la base esa experiencia del reino que irrumpe en la persona y práctica de Jesús, como cumplimiento de las promesas de Dios, entonces suenan a moralismos y exigencias tan vacías como inútiles. Entre los tantos aspectos que se pueden destacar respecto de esta dimensión de la vida en Cristo, quisiéramos subrayar la necesidad de que la conversión, se oriente a suscitar en todos nosotros una transformación profunda del pensar. ¿Por qué decimos esto? En nuestro contexto cultural y eclesial, en el que predomina el subjetivismo relativista, pareciera cada vez más necesario promover un pensamiento capaz de reflexionar críticamente respecto de las propuestas de sentido y felicidad que se nos ofrecen en el mercado ideológico, de discernir con rigor las propias comprensiones del hombre, del mundo y de Dios, de recrear con lucidez las principales propuestas del Evangelio para los hombres y mujeres de hoy. Sin embargo, también es cierto que los creyentes debemos estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (1 Pedro 3,15).

Por último, y en quinto lugar, la vida en Cristo es “ser y permanecer” siempre como discípulos de Jesús, el Señor. ¿Cómo proclamar el nombre del Señor, si antes no nos hemos dejado transformar por él, si antes no hemos estado con Él, si no permanecemos en Él? En la vida cristiana, el discipulado constituye la identidad más profunda de nuestro ser en Cristo y de nuestro ser para los demás. Estamos llamados a ser misioneros, a hacer discípulos a todas las gentes, pero sin dejar de ser nosotros mismos discípulos. El discípulo de Cristo, que por la gracia del Espíritu permanece en Él, reconoce en Cristo a su único Señor y Maestro.

Sin embargo, el auténtico discípulo sabe también que el Espíritu de Cristo “ha sido derramado sobre toda carne” (Hechos 2,17) y que, por ello, también El nos sale al encuentro desde aquellos que vamos a evangelizar. Escuchar al Señor es también escucharlo donde quiera que su Espíritu se nos quiera manifestar. La vida en Cristo es vivir en esta actitud de escucha y de discernimiento; así podremos reconocer la presencia vivificante de su Espíritu; así, por su gracia, podremos dar testimonio de su presencia salvífica en el mundo e invitar a todos a vivir en El, con esperanza y con pasión.

Y por cierto, les tengo una muy grata noticia: del 5 al 10 de Octubre estaremos celebrando la CONFERENCIA MISIONERA GLOBAL; en tiempo y forma les estaré dando detalles del lugar y de los costos y oradores. Por lo pronto vayan apartando su lugar

Con mi afecto y respeto

abner


 

Notas

**Se tomaron como base documentos del Teólogo Joaquín Silva, profesor de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile; y Documentos de la Facultad de Filosofía y Humanidades.