La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tiene dentro de sus libros canónicos el así llamado Libro de Abraham, y es en éste y no en el Libro de Mormón donde se hace mención de un planeta llamado Kólov, colocado cerca del trono de Dios. Según ellos, fue descubierto por Matusalén y Abraham usando el Urim y el Tumim. Siguiendo esta creencia, la tierra estaba cerca de Kólob, pero luego del pecado de Adán fue arrojada al lugar que actualmente ocupa, para luego regresar allá al final de los tiempos.
Dejando de lado esta historia que seguirá siendo ficticia mientras no se compruebe la existencia de dicho planeta o estrella mediante los instrumentos de la astronomía, lo cierto es que nuestro planeta está situado en circunstancias especiales que convergen sólo aquí, para hacer de él el único planeta conocido donde hay vida, especialmente la forma de vida inteligente y con autoconciencia como lo es la humana. La tierra está a la distancia correcta del sol, tiene una estratégica inclinación sobre su eje imaginario, cuenta con sus movimientos de rotación y traslación, posee un satélite natural, también a una distancia adecuada, y muchas circunstancias más que hacen posible la vida. Hasta donde sabemos, en ningún otro mundo del sistema planetario, ni entre los que se alcanzan a ver a grandes distancias, hay vida. Esto nos obliga a reconocer que somos un punto privilegiado en el universo, afortunados con un ecosistema que nos propicia la vida, riqueza que tenemos el máximo deber de corresponderle cuidándolo.
Este día 22 de abril orientó nuestra atención hacia el Día de la Tierra, celebración que acompaña a los días anuales proclamados por la Asamblea General de la ONU, como lo son el Día Mundial de la Naturaleza (3 de marzo) y el Día Mundial del Medio Ambiente (5 de junio). La iniciativa de establecer un Día de la Tierra se originó en los círculos estudiantiles y universitarios. Todos estos foros internacionales anuncian que si no actuamos de una manera inteligente y responsable, seguiremos devastando nuestro mundo de tal grado que nos hará el mismo daño que le hacemos, hasta llegar al momento cuando será casi imposible una reconciliarnos.
Cuando Jesús nos visitó abundó en enseñanzas que hacían comparaciones entre las bellezas de la creación y los misterios de su Reino. Habló de la semilla, del trigo, de la cizaña, de la vid, de los lirios, del olivo, de la siembra, del aceite, de las aves de los cielos, y más. Nos dejó dos sacramentos que requieren de elementos naturales para conmemorarlos, como lo son el pan de trigo, el vino y el agua. Y es central la doctrina cristiana de que él es “el primogénito de toda creación”, y por eso “él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 2:15,17). La creación no es antropocéntrica, no nos pertenece; es cristocéntrica, pues él es el Señor de todo lo visible. La finalidad de la creación no es hacernos la vida placentera, aunque esto no nos está negado, sino darle a él la gloria. Todos los que nos preciamos de ser cristianos necesitamos entender que todo el daño que le estemos infligiendo a la naturaleza es una negación del señorío de Jesucristo sobre su mundo.
Los arminianos decimos que el hombre está en el mundo de Dios en un estado probatorio. Si no logramos ser fieles en lo poco, jamás se nos confiará lo mucho. Es parte importante de la vida cristiana, además de nuestros servicios de adoración y reuniones de oración con estudio bíblico, el cuidado escrupuloso de la tierra que, desde un principio, se nos dijo que era para labrarla y cuidarla (Gn. 2:15). Los abusos en el uso del agua, el manejo innecesario del plástico, el derroche de papel, la manera como ensuciamos nuestras ciudades, la cacería y la pesca ilegales, la producción de contaminantes, la “fiesta” taurina (negociazo que el Partido Verde no se atrevió a señalar, por lo que se dejó ir sobre los circos), y otros cien atropellos que hacemos sin medir los daños, son cosas que indudablemente saldrán el día del juicio ante Dios. Estamos siendo probados, y se nos ha confiado la tierra para que así le digamos a Dios si nos consideramos mayordomos o señores de su creación, si entendemos que hemos sido invitados a ser compañeros de Jesús para que todas las cosas subsistan en él, o si creemos es nuestro derecho a reclamar para nuestro placer el territorio que hemos pisado con la planta de nuestro pie.

