Vida en comunidad, Parte 5

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Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el primer capítulo, La Comunidad, donde el quinto subcapítulo es La espiritualidad de la comunidad cristiana.

  1. LA COMUNIDAD

La espiritualidad de la comunidad cristiana 

La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. En la medida en que aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el fundamento, el motor y la promesa de nuestra comunidad, en esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad.

Fundada únicamente en Jesucristo, la comunidad cristiana no es una realidad de orden psíquico,  sino de orden espiritual.  En esto precisamente se distingue de todas las demás comunidades. La sagrada Escritura entiende por «espiritual» el don del Espíritu santo que nos hace reconocer a Jesucristo como Señor y Salvador. Por «psíquico », en cambio, lo que es expresión de nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestras posibilidades naturales en nuestra alma.

Toda realidad de orden espiritual descansa sobre la palabra clara y evidente que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Por el contrario, el fundamento de la realidad psíquica es el conjunto confuso de pasiones y deseos que sacuden el alma humana. Fundamento de la comunidad espiritual es la verdad revelada; el de la comunidad psíquica, el hombre y sus deseos. Esencia de la primera es la luz «porque Dios es luz y en él no hay tinieblas» (1  Jn 1, 5), Y«si andamos en la luz, como él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros» (1 Jn 1, 7). Esencia de la segunda, las tinieblas -«porque de dentro del corazón del hombre proceden los malos pensamientos» (Mc 7, 21)- que envuelven toda iniciativa humana, incluyendo los impulsos religiosos.

Comunidad espiritual es la comunión de todos los llamados por Cristo, comunidad psíquica es la comunión de las almas «piadosas». La una es el ámbito de la transparencia, de la caridad fraterna, del ágape;  la otra, del eros,  del amor más o menos desinteresado, del equívoco perpetuo. La una implica el servicio fraterno ordenado; la otra, la codicia. La primera se caracteriza por una actitud de humildad y de sumisión hacia los hermanos; la segunda, por una servidumbre más o menos hipócrita a los propios deseos. En la comunidad espiritual únicamente es la palabra de Dios la que domina; en la comunidad «piadosa» es el hombre quien, junto a la palabra de Dios, pretende dominar con su experiencia, su fuerza, su capacidad de sugestión y su magia religiosa. En aquella sólo obliga la palabra de Dios; en ésta, los hombres pretenden además sujetarnos a sí mismos. Y así, mientras una se deja conducir por el Espíritu santo, en la otra se buscan y cultivan esferas de poder e influencia de orden personal -entre protestas de pureza de intenciones- que destronan al Espíritu santo, alejándolo prudentemente; porque aquí la única realidad es lo «psíquico», es decir, la psicotécnica, el método psicológico o psicoanalítico, aplicado científicamente, y donde el prójimo se convierte en objeto de experimentación. En la comunidad cristiana auténtica, por el contrario, es el Espíritu santo, único maestro, quien hace posible una caridad y un servicio en estado puro, despojado de todo artificio psicológico.

Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el contraste entre comunidad espiritual y comunidad psíquica. En la comunidad espiritual no existe, en ningún caso, una relación «directa» entre los que integran la comunidad, mientras que en la comunidad psíquica se suele dar una nostalgia profunda y totalmente instintiva de una comunión directa y auténticamente carnal. Instintivamente el alma humana busca otra alma con quien confundirse, ya sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en el sometimiento del prójimo a la propia voluntad de poder. Tal es el esfuerzo extenuante del fuerte en busca de la admiración, amor o temor del débil. Obligaciones, influencias y servidumbre lo son todo aquí; y nos dan la caricatura de lo que constituye la auténtica comunidad en la que Cristo es el mediador.

Existe una conversión de orden «psíquico». Se presenta con todas las apariencias de una verdadera conversión. Es lo que sucede cuando un hombre, abusando conscientemente de su poder personal, consigue inquietar profundamente y someter a un individuo o a una comunidad entera. ¿Qué ha sucedido? El alma ha actuado directamente sobre otras almas y se ha producido un verdadero acto de violencia del fuerte sobre el débil quien, bajo la presión experimentada, termina por sucumbir. Pero sucumbe a un hombre, no a la causa en sí. Esto se demuestra claramente en el momento en que se requiere un sacrificio por la causa, independiente de la persona a la que está sometido o en contradicción con la voluntad de éste. Aquí el convertido «psíquicamente» falla estrepitosamente, manifestando así que su conversión no era obra del Espíritu santo, sino obra humana; por tanto, una ilusión. También existe un amor al prójimo de orden puramente «psíquico». Capaz de los sacrificios más inauditos, se entrega con tal ardor a las realidades tangibles, que a menudo supera la auténtica caridad cristiana. Además, se consume y subyuga. Sin embargo, es de este amor del que el apóstol dice: «y aunque distribuyese todos mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas —es decir, si alcanzase la cumbre del amor y el sacrificio-si no tuviera caridad, de nada me sirve» (l  Cor 13, 3).

 

El amor de orden psíquico ama al otro por sí mismo, mientras que el amor de orden espiritual le ama por Cristo. De ahí que el amor psíquico corre el peligro de buscar un contacto directo con el amado sin respetar su libertad; considerándolo como su bien, intenta conseguirlo por todos los medios. Se siente irresistible y quiere dominar. Un amor de esta clase hace caso omiso de la verdad; la relativiza porque nada, ni la misma verdad, debe interponerse entre él y la persona amada. El amor psíquico es ansia, no servicio; se desea al prójimo, su compañía, su amor. Es deseo aun allí donde todas las apariencias hablan de servicio.

En dos aspectos -en realidad no son más que uno- se manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor psíquico: el amor psíquico no soporta que, en nombre de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comunidad que él ha imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga seria y obstinadamente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo abandonará ni por la misma verdad o la verdadera caridad. Cuando no pueda satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibilidades y se encontrará en un ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y calumnia.

Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de orden espiritual, en el que lo propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor puramente psíquico se convierte en odio. Porque lo propio del amor psíquico es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión total. Es incapaz de consagrar su atención y su interés a algo que no sea él mismo. El amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo a él y sabe que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el prójimo y yo. Yo no sé de antemano, basándome en un concepto general de amor y en una nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo -para Cristo tal sentimiento podría no ser sino odio o la forma más refinada de egoísmo-, sino que es únicamente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra de mis ideas y convicciones personales, él me dice cómo puedo amar verdaderamente a mi hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la palabra de su Señor. Cristo puede exigirme, en nombre de su caridad y su verdad, que mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En ambos casos debo obedecer a pesar de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual se extiende también a los enemigos, porque quiere servir y no ser servido. No nace este amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra. Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre es incapaz de comprenderle, para él es algo extraño, una novedad incomprensible.

Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una comunidad directa con mi prójimo. Únicamente Cristo puede ayudarle, como únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal y como es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.

Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la emotividad del otro dando a su acción un carácter demasiado personal y directo; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro y a complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y exaltadas de la piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de Dios, dispuesto a dejarle a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre él con entera libertad. Respetará la frontera que Cristo ha querido interponer entre nosotros y se contentará con la comunidad fundada en Cristo, el único que nos relaciona y une verdaderamente. Así hablará más con Cristo del hermano, que con el hermano de Cristo. Porque sabe que el camino más corto para acceder a los otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo está indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace decir al apóstol Juan: «no hay para mí mayor alegría que oír de mis hijos que andan en la  verdad» (3 Jn 4).

El amor psíquico vive del deseo turbador incontrolado e incontrolable; el amor espiritual vive en la claridad del servicio que le asigna la verdad.  El uno esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el otro le hace libre  bajo la autoridad de la palabra. El uno cultiva flores de invernadero; el otro produce frutos  saludables que crecen, por voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo, expuestos a la lluvia, al sol y al viento.