
La publicación de la edición No. 42 (del presente cuadrienio) de El Evangelista Mexicano, hoy 15 de mayo de 2016, coincide con el Aniversario del Advenimiento del Espíritu de Cristo sobre la comunidad cristiana por vez primera. Por razones no muy entendidas, esta fiesta fundamental que dio inicio a la historia de la iglesia cristiana, pasa al calendario con el nombre de Domingo de Pentecostés. Le sucedió lo mismo que al Aniversario de la Resurrección de nuestro Señor, conocido como Domingo de Pascua. Las fiestas judías de la Pascua y del Pentecostés nada tienen qué ver ni con los hechos ni con los significados de las fiestas cristianas de la resurrección de Cristo y el advenimiento o bautismo del Espíritu Santo. Las conexiones que algunos hacen son malabarismos con fantasiosas alegorías que no respetan el propósito particular de cada una de estas cuatro fiestas, y no justifican el enredo que los cristianos hemos hecho usurpando nombres de fiestas judías. Pero esto jamás se compondrá, así que nos adaptaremos a estos términos ya históricos.
De los ministerios de las tres personas de la Trinidad de Dios, el que más nos cuesta trabajo consensar es precisamente el del Espíritu Santo. Es sobre él, y no sobre el Padre o el Hijo, lo que nos hace discutir entre iglesias carismáticas y tradicionales. Y aun dentro de los diversos movimientos carismáticos y pentecostales hay diferentes posturas sobre detalles de la obra de la tercera persona de la Trinidad. Esto nos hace recordar la más antigua discusión sobre el particular, debida a la fórmula latina filioque (“y del Hijo”, en español) que dio inicio, según la versión oficial, al distanciamiento entre las iglesias cristianas ubicadas en la parte oriental del imperio romano de las otras iglesias que se encontraban del lado occidental. El distanciamiento fue creciendo hasta que, a la mitad del siglo XI, sobrevino el llamado Cisma de Oriente, y las primeras se despidieron para siempre de las iglesias occidentales para formar la Iglesia Ortodoxa. (1)
El Credo Niceno (año 325) fue ratificado y ampliado por el I Concilio de Constantinopla (año 381). En esta declaración de la fe cristiana se enuncia reiteradamente la deidad de Cristo para defender a la iglesia contra las corrientes arrianas. En cuanto al Espíritu, en ambos concilios se acordó la fórmula “el cual procede del Padre”. Sin embargo, en lo sucesivo y gradualmente se añadió la fórmula filioque, para que el Credo dijera, “Creo en el Espíritu Santo… procedente del Padre y del Hijo”. Este añadido fue rechazado por las iglesias orientales dado que no les era claro de cuál parte de la Biblia se podría tomar tal idea, ya que las palabras de Jesús señalaban la procedencia sólo del Padre: “Pero cuando venga el Consolador… el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Jn. 15:26). Para las iglesias occidentales el añadido filioque era necesario para fortalecer la idea del Hijo como consustancial con el Padre, y de paso establecer la consustancialidad del Espíritu en pro de la doctrina de la Trinidad. Ésta, así llamada “doble procedencia”, aún sigue representando un punto doctrinal discordante entre la Iglesia Ortodoxa y las iglesias católica y protestantes.
Pero dejando de lado las modernas y antiguas discusiones y desacuerdos respecto a la obra del Espíritu de Dios, hay, en cambio, muchas convergencias. Así por ejemplo, nos es clara la enseñanza de Jesús en cuanto al ministerio del Espíritu que va en dos direcciones, hacia afuera y hacia adentro. Los luteranos se refieren a esta doble tarea como “la obra ajena” y “la obra propia” (2). Hacia afuera, opera en el mundo, debido a la gracia preveniente, redarguyendo al pecador por su mal camino, produciendo en su corazón el arrepentimiento de su maldad, de su impiedad, causándole una enorme tristeza por su situación decadente, pero se trata de una tristeza que es “según Dios” (2 Co. 7:10), y llevándole a una esperanzadora fe en la sangre del Cordero que lo limpia. “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn. 16:8). Y acto seguido, el Espíritu incorporará al nuevo creyente en la iglesia, trayéndolo hacia adentro, donde continuará su obra en él convenciéndolo de que ahora es un hijo de Dios, llenándolo del amor de Dios, transformándolo progresivamente hacia la imagen misma de Cristo, haciéndose cargo de restaurar su ánimo y sus fuerzas como un Consolador (Jn. 16:7), equipándolo con su fruto y sus dones, y haciendo de él una presencia bienhechora dentro de un mundo que ha sido llamado “una generación maligna y perversa”.
Es decir, primero llena de un escalofriante temor a aquel que en seguida lo llenará de una santa convicción de estar sellado para el día de la salvación. Primero lo derriba y luego lo levanta, lo destruye para hacerlo una nueva creación, lo condena para luego darle la justificación, le arrebata las muletas para darle sanidad en sus pies. Bienvenido, Espíritu Santo.
Pbro. Bernabé Rendón M.
- Latourette, Kenneth Scott, Historia del Cristianismo, Tomo I, Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, 1997, p. 671.
- Sánchez M., Leopoldo A. PH.D, Pneumatología, Editorial Concordia, San Luis, Missouri, 2005, p. 41
