
VIDA EN COMUNIDAD
(Parte 12)
Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el segundo capítulo, El Día en Común, donde el sexto subcapítulo es La comunidad de la mesa.
- El Día en Común
Al amanecer, con alabanza;
Con plegarias al atardecer,
Nuestra pobre voz, Señor,
Te glorifica eternamente.
(LUTERO, según Ambrosio)
La comunidad de la mesa
Hemos examinado los diferentes elementos del culto matutino de una comunidad cristiana. La palabra de Dios, el canto de la Iglesia y la oración de la comunidad inician la jornada. Sólo después de haber sido alimentada y fortalecida por el pan de la vida eterna, la comunidad se reúne para recibir de Dios el pan para la vidacorporal. Dando gracias e implorando la bendición de Dios, la comunidad doméstica recibe el pan diario de la mano del Señor. Desde que se sentó a la mesa con sus discípulos, Jesucristo está presente para bendecir a los suyos siempre que se reúnen para comer. «Sentado con ellos a la mesa, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 30-31). La Escritura menciona tres clases de comida en las que Jesús toma parte con los suyos: la diaria, la santa cena y el banquete final en el reino de Dios. Pero en los tres casos una sola cosa es importante: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron». ¿Qué significa reconocer a Jesucristo a través de sus dones?
Significa, en primer lugar, reconocerlo como el dispensador de todos los dones que recibimos, como Señor y Creador de este mundo junto con el Padre y el Espíritu Santo. «Bendice los bienes que tú nos has dado» es la oración de la comunidad reunida para comer, confesando así la divinidad eterna de Jesucristo.
En segundo lugar, significa que todos nuestros bienes temporales nos son dados únicamente por Cristo, del mismo modo que el mundo entero continúa existiendo gracias a él, a su palabra y a la predicación de esta palabra. El es el verdadero pan de vida; él es no solamente el dador, sino el don mismo que hace posible todos los otros dones terrenos. Únicamente por el hecho de que la palabra de Jesucristo debe seguir siendo proclamada y creída, y porque nuestra fe no es todavía perfecta, Dios en su paciencia nos sigue manteniendo en la existencia y nos colma de beneficios. Por eso la comunidad cristiana reunida a la mesa dice con Lutero: «Señor Dios, Padre bueno celestial, bendícenos y bendice estos dones que recibimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén», reconociendo así a Jesucristo como mediador y salvador divino.
Significa, finalmente, que la Iglesia cree que su Señor se hará presente allí donde ella le invoque. Por este motivo ora: «Ven, Señor Jesús, sé nuestro huésped», confesando así la presencia misericordiosa de Jesucristo. Cada vez que los creyentes comparten la mesa, confiesan que Jesús está presente en medio de ellos como su Señor y su Dios. Y no es que se ceda a la tendencia enfermiza de espiritualizar los dones temporales, sino que los creyentes reconocen a Jesucristo como autor de esos dones y, además, como el mismo don supremo, el verdadero pan de vida, que nos invita al banquete gozoso en el reino de Dios. De este modo, la comunidad de mesa cotidiana vincula a los cristianos con su Señor y les une entre sí de una forma especial. Reconocen que es Jesucristo quien parte el pan, se les abren los ojos de su fe.
Para los creyentes, compartir la mesa tiene algo de festivo. Es el recuerdo permanente, en medio de la jornada de trabajo, del descanso de Dios después de su obra, el sabbat que da sentido y finalidad al trabajo de toda la semana. Nuestra vida no es solamente fatiga y trabajo, también es refrigerio y gozo por la bondad de Dios. Nosotros trabajamos, pero Dios nos alimenta y sostiene. Debemos alegrarnos. El hombre no debe comer «el pan del dolor» (Sal 127, 2), sino como dice el Eclesiastés, «come alegremente tu pan» (9, 7), «por eso alabo la alegría, porque la única felicidad del hombre bajo el sol consiste en comer, beber y disfrutar» (8, 15); sin embargo «¿quién puede comer y alegrarse sino gracias a él?» (2, 25). De los setenta ancianos de Israel que subieron al monte Sinaí con Moisés y Aarón, se dice: «después de ver a Dios, comieron y bebieron» (Ex 24, 11). A Dios no le gusta que comamos nuestro pan con tristeza, con prisa o con vergüenza. La comida de cada día es un remanso gozoso al que el Señor nos invita como a una fiesta.
Compartir la mesa compromete a los cristianos. Lo que comemos y compartimos es nuestro pan de cada día. De este modo estamos unidos entre nosotros no solamente por el espíritu sino con todo el ser, cuerpo y alma. El hecho de que comamos todos del mismo pan nos mantiene fuertemente unidos. Por eso nadie debe pasar hambre mientras uno de nosotros tenga pan; quien destruye la comunión material destruye también la comunidad del espíritu. Ambas están indisolublemente unidas. «No vuelvas tus ojos ante el necesitado… Parte tu pan con el hambriento» (Eclo 4, 1-2). Porque en él sale el Señor a nuestro encuentro (Mt 25, 37). «Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen de alimento cotidiano, y algunos de vosotros les dijere: ‘Id en paz, que podáis calentaros y hartaros’, pero no les diereis lo necesario, ¿qué les aprovecharía?» (Sant 2, 15-16). Mientras comamos juntos nuestro pan nos será suficiente por poco que haya. El hambre no comienza sino cuando alguien quiere guardar su pan sólo para él. Esta es una ley singular de Dios. ¿No podría ser éste uno de los sentidos de la multiplicación de los panes, cuando Jesús alimentó a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces?
La comida en común enseña a los cristianos que ellos comen todavía el pan de los peregrinos. Sin embargo, este compartir les recuerda también que recibirán un día el pan incorruptible en la casa del Padre. «Dichoso el que coma pan en el reino de Dios» (Lc 14, 15).

