VIDA EN COMUNIDAD
(Parte 13)
Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el segundo capítulo, El Día en Común, donde el séptimo y el octavo subcapítulos son El Trabajo y La comida del mediodía.
- El Día en Común
Al amanecer, con alabanza;
Con plegarias al atardecer,
Nuestra pobre voz, Señor,
Te glorifica eternamente.
(LUTERO, según Ambrosio)
El Trabajo.
A continuación, la jornada del cristiano está dedicada al trabajo. «Sale el hombre a sus labores, a su trabajo hasta la tarde» (Sal 104, 33). En la mayoría de los casos, los miembros de la familia se separan durante el tiempo de su trabajo. Orar y trabajar son dos realidades diferentes. Y si la oración no debe ser obstaculizada por el trabajo, tampoco debe serlo el trabajo por la oración. La voluntad de Dios, que exige que el hombre trabaje seis días y descanse el séptimo para alegrarse en su presencia, exige también que cada día del cristiano esté marcado por el doble signo de la oración y el trabajo. La oración exige su tiempo, pero las horas del día corresponden fundamentalmente al trabajo. Sólo dando a estas dos realidades su valor correspondiente, es posible descubrir su carácter indivisible.
Sin el esfuerzo y el trabajo de la jornada, la oración no es oración, y sin la oración, el trabajo no es trabajo. Esto únicamente lo sabe el cristiano. Sólo teniendo un claro conocimiento de su diferencia es como se descubre la unidad entre ambos.
El trabajo coloca al hombre en el mundo de las cosas que esperan su actuación. Del mundo de la fraternidad el cristiano sale al mundo de las cosas impersonales, neutras, que le exigen objetividad; porque el mundo exterior no es más que un medio por el que Dios libera a los creyentes de ellos mismos, de su yo. Para cumplir su obra en el mundo de las cosas Dios hace que el hombre se olvide de sí mismo para enfrentarse con la realidad objetiva, exigente, impersonal. En el trabajo el hombre aprende a dejarse limitar por el objeto de su trabajo; de este modo el trabajo se convierte en el mejor remedio contra la pereza e indolencia de la naturaleza humana.
El contacto con las cosas mata las exigencias de nuestra carne. Sin embargo, esto sólo es posible si se sabe descubrir, a través de ellas, la presencia de Dios, que somete a sus criaturas a la ley del trabajo para liberarlas de sí mismas. No por ello el trabajo deja de ser trabajo; es más, puede decirse que sólo el hombre que conoce el verdadero sentido del trabajo no teme afrontar su dureza, en la lucha incesante con el mundo impersonal de las cosas. Sin embargo, al encontrar detrás de las cosas la presencia personal de Dios, el cristiano logra descubrir la unidad entre oración y trabajo, la unidad del día. Comprende así lo que significa el «orad sin cesar» del apóstol Pablo (1 Tes 5, 17). Su oración se prolonga durante toda la jornada, penetra en el trabajo y, lejos de interrumpirlo, lo potencia y lo afirma, dándole seriedad y alegría. De esta manera, toda palabra, toda acción y todo trabajo del cristiano se convierten en oración, no en el sentido ilusorio de rehuir la tarea encomendada, sino en el hecho de descubrir sin cesar la realidad de Dios a través de la severa impersonalidad de las cosas. «Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor» (Col 3, 17).
Conseguida su unidad, la jornada del cristiano toma un carácter de orden y disciplina. Esta unidad debe ser buscada y hallada en la oración de la mañana, y confirmada en el trabajo. En la oración de la mañana, se decide la suerte del día. Con mucha frecuencia, el tiempo despilfarrado que nos llena de vergüenza, las tentaciones a las que sucumbimos, la debilidad y el desaliento en el trabajo, el desorden y la indisciplina en nuestros pensamientos y en nuestros encuentros con otras personas, etc., tienen su origen en nuestra negligencia en la oración de la mañana. La oración nos enseña a ordenar y distribuir mejor nuestro tiempo.
De igual modo, cuando sabemos descubrir a Dios a través de las cosas, adquirimos fuerza suficiente para vencer todas las tentaciones que cada jornada de trabajo trae consigo. Y las decisiones que debemos adoptar se vuelven más fáciles y sencillas cuando se toman, no por temor humano, sino solamente para complacer a Dios. «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón por el Señor, no por los hombres» (Col 3, 23).
También los trabajos puramente mecánicos se realizan con mayor aceptación cuando somos conscientes de la presencia de Dios y de sus mandatos. Nuestro ardor en el trabajo crece cuando rogamos a Dios que nos conceda hoy las fuerzas que necesitamos para nuestra tarea.
La comida del mediodía.
La hora del mediodía es para la comunidad cristiana, donde es posible, un pequeño descanso en las tareas de la jornada. Ha transcurrido la mitad del día. La comunidad da gracias a Dios y le pide que la proteja hasta la noche. Recibe el pan diario y ora con el cántico de la Reforma: «Alimenta, Padre, a tus hijos; consuela a los pecadores arrepentidos». Dios es quien puede alimentarnos. Nosotros no podemos hacerlo porque somos pecadores y no merecemos nada. De este modo, el alimento que Dios nos proporciona se convierte en consuelo para nuestra tristeza, porque es la prueba de la misericordia y fidelidad con que Dios mantiene y guía a sus hijos. Es cierto que la Escritura dice: «El que no quiera trabajar, que no coma» (2 Tes 3, 10), relacionando así el don del pan con el trabajo realizado. En cambio, no habla de que el que trabaja pueda hacer valer algún derecho ante Dios. Si bien el trabajo es un mandato, el pan es un don libre y misericordioso de Dios.
De suyo no se deduce que nuestro trabajo deba proporcionamos el sustento, es Dios quien lo quiere así. Sólo a él le pertenece el día. Por eso, a mediodía, los creyentes se reúnen en torno a la mesa a la que Dios les invita. La hora del mediodía es una de las siete horas que la Iglesia y el salmista dedican a la oración. En el apogeo del día, la Iglesia invoca a Dios trino para cantar sus maravillas y pedirle ayuda y la pronta salvación. Es la hora en la que el cielo se oscureció sobre la cruz de Jesús, la hora en la que la obra de la reconciliación iba a cumplirse.
La comunidad cristiana que tenga la posibilidad de reunirse en esta hora para un momento de oración, comprobará que no lo hace en vano.

