Vida en Comunidad

vida en comun(Parte 19)

Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo parte del cuarto capítulo, El servicio, donde los primeros tres subcapítulos son, Las tareas de la comunidad, No juzgar y La función del creyente. 

  1. El servicio

Las tareas de la comunidad

«Entonces, comenzaron a discutir sobre quién sería el mayor de ellos» (Lc 9, 46). Sabemos quién propaga este pensamiento en la comunidad cristiana, pero tal vez no reflexionamos suficientemente sobre el hecho de que ninguna comunidad cristiana puede formarse sin que ese pensamiento surja inmediatamente como semilla de división. No bien se reúnen los hombres, cuando ya comienzan a observarse, a juzgarse, a clasificarse. Con ello se entabla desde el mismo nacimiento de la comunidad, una terrible lucha invisible y, a veces, inconsciente, que pone en juego su misma existencia. «Entonces comenzaron a disputar. .. », esto basta para destruir la comunidad. Por esta razón es vital para toda comunidad cristiana que, desde el primer momento, desenmascare a ese enemigo que la amenaza, y acabe con él. No hay tiempo que perder, porque desde el primer instante de su encuentro el hombre busca una posición estratégicamente ventajosa frente al otro.

He aquí a fuertes y a débiles juntos. Si no se es de los primeros, se hará valer inmediatamente el derecho de los débiles, simples y complicados, piadosos y tibios, sociables y retraídos: ¿no intentan todos asegurar de entrada sus posiciones respectivas en detrimento de los otros, e imponer su manera de ser? Se necesitaría no ser hombre para no buscar instintivamente una posición segura frente a los otros; por la que se luchará con todas las fuerzas y a la que no se renunciará a ningún precio. Esta tendencia a afirmarse puede revestir las formas más civilizadas y piadosas, sin embargo, es importante que la comunidad cristiana se dé cuenta claramente de que puede encontrarse en cualquier momento en la situación descrita en «comenzaron a discutir sobre quién sería el mayor de ellos». Es la lucha del hombre natural por su auto-justificación, que le hace comparar, juzgar y condenar. La justificación del hombre por sí mismo y el hecho de juzgar a los demás son inseparables, como lo son la justificación por la gracia y el servicio al prójimo que de ella se desprende.

El medio más eficaz de combatir nuestros malos pensamientos es hacerlos enmudecer. Así como no se puede superar la auto-justificación a no ser con la ayuda de la gracia, así tampoco se pueden contener y sofocar los pensamientos condenatorios si no es impidiendo constantemente su manifestación, salvo que sea por la confesión de los pecados, de la que hablaremos más adelante. El que frena su lengua, domina su cuerpo y su alma (Sant. 3, 3).

No juzgar

Una regla esencial de la vida cristiana comunitaria es que nadie se permita pronunciar una palabra secreta sobre otro. Está claro que aquí no nos referimos a la corrección fraterna personal. Lo que se proscribe es la palabra oculta que juzga al otro, incluso cuando se pretende ayudar, y la intención es buena; pues es precisamente bajo esta apariencia de legitimidad por donde mejor se infiltra en nosotros el espíritu de odio y de maldad. Este no es el momento de enumerar los diferentes modos de aplicación y las limitaciones de esta regla. Se trata más bien de una decisión personal y concreta. Bíblicamente la cuestión está clara: «Te sientas a hablar contra tu hermano, deshonras al hijo de tu madre… Te acusaré, te lo echaré en cara» (Sal 50,  20-21). «Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar o perder; pero tú ¿quién eres para juzgar a otro?» (Sant 4, 11-12). «Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino palabras buenas y oportunas que favorezcan a los oyentes» (Ef 4,29).

En una comunidad donde se observa desde el principio esta disciplina de la lengua, cada uno en particular podrá hacer un descubrimiento incomparable. No podrá dejar de observar continuamente a su prójimo, de juzgarlo, de condenarlo, de ponerle en su lugar y presionarle. Pero también podrá dejarle completamente libre en la situación en la que Dios le ha colocado respecto a él. Verá ensancharse su horizonte y descubrirá por primera vez, a propósito del prójimo, la riqueza y el esplendor del don de Dios creador.

Dios no creó a mi prójimo como yo lo hubiera creado. No me lo dio como un hermano a quien dominar, sino para que, a través de él, pueda encontrar al Señor que lo creó. En su libertad de criatura de Dios, el prójimo se convierte para mí en fuente de alegría, mientras que antes no era más que motivo de fatiga y pesadumbre. Dios no quiere que yo forme al prójimo según la imagen que me parezca conveniente, es decir, según mi propia imagen, sino que él lo ha creado a su imagen, independientemente de mí, y nunca puedo saber de antemano cómo se me aparecerá la imagen de Dios en el prójimo; adoptará sin cesar formas completamente nuevas, determinadas únicamente por la libertad creadora de Dios. Esta imagen podrá parecerme insólita e incluso muy poco divina; sin embargo, Dios ha creado al prójimo a imagen de su Hijo, el Crucificado, y también esta imagen me parecía muy extraña y muy poco divina, antes de llegar a comprenderla.

La función del creyente

En lo sucesivo, todas las diferencias existentes entre los miembros de la comunidad, diferencias de fuerza o debilidad, de inteligencia o sandez, de talento o incapacidad, de piedad o impiedad, ya no serán motivo de discusión, de juicio, de condenación, en una palabra, de autojustificación; al contrario, serán ocasión de alegría y de servicio mutuo. Cada miembro de la comunidad recibirá en ella su lugar bien determinado, pero no aquel en el que afirmarse con mayor éxito, sino aquel desde el cual pueda servir mejor a los demás. En la comunidad cristiana todo depende de que cada uno llegue a ser un eslabón insustituible de la misma cadena: sólo cuando hasta el eslabón más pequeño está bien soldado, la cadena es irrompible. Una comunidad que permite la existencia de miembros que no se aprovechan está labrando su ruina. Por eso será conveniente que asigne a cada uno una tarea especial a fin de que en horas de duda nadie pueda sentirse inútil. Toda comunidad cristiana debe saber que no solamente los débiles necesitan de los fuertes, sino también que los fuertes no pueden prescindir de los débiles. La eliminación de los débiles significaría la muerte de la comunidad.

Dietrich Bonhoeffer