Por Rubén P. Rivera
La Iglesia Católica celebrará un nuevo período de trabajo de su Sínodo que comenzó en 2021 y culminará el año entrante. Esta vez sesionará en Roma del 4 al 29 del ya próximo mes de octubre. Graves problemas están haciendo temblar los cimientos de esa rama del cristianismo. Por una parte, los obispos alemanes están encabezando una actitud rebelde en franca desobediencia a la doctrina y sistemas tradicionales del catolicismo, al punto de considerar un eventual cisma. Por otra parte, los criterios germanos son también compartidos por otros obispos y feligreses alrededor del mundo, aunque sin la fortaleza y organización alemana. Añádase a lo anterior la proliferación de la pederastia, la corrupción financiera y las luchas internas de poder, y el resultado es un cúmulo de problemas que en su momento llevaron a la renuncia de la Silla Petrina al Papa Benedicto XVI, y a la necesidad de un sínodo donde los obispos, presididos por el Papa Francisco, han de buscar soluciones para mantener la unidad dentro de la diversidad en que se mueve su Iglesia. En esta ocasión participarán laicos (hombres y mujeres) por primera vez y tendrán voz y voto en las deliberaciones.
No asiste a estos sínodos la totalidad de los obispos, sino una representación proporcional de las Conferencias Episcopales, así como una cuidadosa selección de laicos especializados en las diversas materias que habrán de tratarse. Los temas principales que se discutirán incluyen el celibato opcional de los sacerdotes, el diaconado femenino, la acogida de los feligreses divorciados dentro de la iglesia y los problemas ocasionados por los crecientes grupos de LGBTQ. Con este Sínodo se pretende “escuchar a toda la Iglesia y encontrar métodos que faciliten llevar el concepto de sinodalidad a la práctica”. Si se logra o no este propósito y en qué grado, sólo el tiempo lo dirá.
En cuanto a los gallos y toros es de lamentar que nuestra iglesia no levante más alto, fuerte y amplia su voz en demanda de una definitiva y terminante cancelación de tales prácticas a las cuales hay que añadir el box, las peleas de perros y en general toda actividad disfrazada de “fiesta” , “deporte” o “diversión”, cuya crueldad e irracionalidad recuerdan la depravación de las “celebraciones” romanas donde se ofrecían como espectáculo público normal la tortura y muerte de cristianos destrozados por fieras salvajes, crucificados o cubiertos de brea y encendidos para servir como luminarias, entre otros actos bestiales ordenados por líderes carentes de sentimientos y moral. Tiempo hubo en el pasado en que los metodistas usaron la prensa pública y la Denominacional para denunciar la bestialidad de tales costumbres en nuestra patria; pero con el paso de los años parece que este tipo de voces se suprimieron hasta casi un total silencio. Es tiempo de que el metodismo recupere el sitio primordial que ostentó en el pasado y recurra a los medios para denunciar con firme y fuerte voz estas prácticas sangrientas y homicidas que aún padecemos. Es vergonzoso que sean voces ajenas al protestantismo las que actualmente han demandado la cancelación de las actividades mencionadas, cuando debieran ser los cristianos quienes pongan el ejemplo. El reto no es para protestar desde nuestros periódicos denominacionales, cosa sencilla y casi intrascendente, sino hacerlo desde los medios sociales de ámbito público y nacional, que ya es tiempo de utilizar con la energía y calidad que hubo en tiempos pasados.
Por lo que toca al lenguaje corrupto, tal parece que en vez de que progresemos en la calidad del habla, conforme pasan los años, retrocedemos para hacer de nuestro hermoso idioma español, una mezcla cada vez más sucia y obscena. Esta degeneración idiomática no es de ayer pues ya tiene décadas y es de lamentar que la hayan promovido literatos, artistas, maestros y líderes distinguidos que debieran ser educadores y ejemplos del buen decir. La narrativa contemporánea no se concibe ahora sin que incluya lenguaje vulgar y descripciones inmorales en aras de un realismo franco y desprovisto de hipocresías que soslayen la verdad. Aún en obras como la clásica “Cien años de soledad” -de gran valor literario- se incursiona con la blasfemia de expresión; o en el monumental poema de José Gorostiza “Muerte sin fin”, ejemplo y parteaguas de su género se concluye con la expresión callejera
“¡Anda “p” del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!”
Al respecto -comenta Octavio Paz- “Efectivamente, la poesía se nos fue al diablo en adelante”, utilizando palabras soeces y conceptos de pésimo gusto, como si no pudieran decirse o escribirse las cosas de la vida sin el uso obligado de banalidades ordinarias y repugnantes. Hoy a fuerza de utilizar y repetir palabras indecentes por plumas y bocas de políticos, educadores y comunicadores, se pretende obtener el apoyo de las masas, o una supuesta identificación con las clases sociales populares, corrompiendo la sana manera de relacionarnos, al degradar en vez de corregir y mejorar la comunicación. Aquí la acción de la iglesia es también necesaria, cuidando el uso correcto de la tribuna sagrada, tanto como la manera de hablar y escribir en todo creyente. Demandar que los educadores, escritores, políticos, literatos y en general todos quienes utilizan el idioma para influir en otras personas, sean ejemplos del uso correcto del español, ha de ser también parte importante del quehacer eclesiástico, tanto al interior como al exterior del ámbito denominacional.
