SENTIDO DEL AMOR A LA MANERA DE JUAN III.16

SENTIDO DEL AMOR A LA MANERA DE JUAN III.16

Alberto Rembao

(Nota de la Dirección: Agradecemos a José Donato Rodríguez por compartirnos este escrito de la pluma de Alberto Rembao, doctor en teología y escritor evangélico, nacido en Chihuahua, Chih. en 1895 y fallecido en Nueva York, EEUU, en 1962. Más información en el siguiente documento:https://elevangelistamexicano.org/2015/09/15/biografias/ )

MANERA DE AMAR que impele al ser amado a desprenderse de su joya de gran precio, cuyo par no se consigue en el mercado, por insustituible y única… Así cuando Dios Nuestro Señor en trance de amor sin principio y sin fin se da todo entero a su Hijo Unigénito… Manera de amar que sirve de pauta aun en el plano de la carne y pecado, por más que resulte inimitable en plenitud por lo alto de la distancia que media entre las cosas de los hombres y las cosas del Padre de las luces. De toda suerte, en Juan III-16 se tiene el ejemplo por excelencia de amor que en obra se traslada: obra de redención salvadora, de amor con contenido cósmico y con objetivo histórico… “para que todo aquel que en Él crea no se pierda más tenga vida eterna”…

Amar es dar. Da cada quien de lo que tiene, y cada quien de acuerdo con su modo, que es su estilo, que es su esencia. Amar no es experiencia complicada. Amar es acto de traslación de lo íntimo a lo exterior: amor a la divina usanza: amor de amoroso que no es amor de enamorado, aunque sean amores los dos. El amoroso es aficionado que anda en militar aventura, hambriento de gloria y de honor. El enamorado, en cambio, es especialista que concentra su esfuerzo en el objeto deseado. Lo que diferencia y distingue es la espuela del deseo que punza y que muerde, como dice en “La Ilíada”. Una cosa es amor por amar y otra amor con deseo. No hay contrapuesta de amor divino y amor profano; la división no es vertical sino horizontal. El amor con deseo se da en ambos planos de profanidad y divinidad, donde lo profano es lo de aquí y lo otro lo de más allá, nubes arriba y Dios promediante.

La dádiva amorosa se justifica a sí misma porque se da por darse. El amoroso se llega al altar, dona ferente, sin temor ni esperanza. El objeto es dar, aun cuando el don sea rechazado. Rechazar va del otro. Por lo que hace a la esperanza ausente, el amor es un acto de fe, constantemente repetido, continuamente renovado. Da el amoroso sin esperar que le agradezcan, ni siquiera que le acepten, lo que trae. En esto se diferencia del enamorado. El enamorado es egoísta que se frustra en acto de reversión. El amor amoroso es acto de extroverso que se proyecta fuera de sí, no más porque sí, porque le nace, como a fuente de agua viva amante de regar el huerto ajeno. El enamorado no hace tal, o bien, es que lo hace a medias. El amor enamorado  –por contraste con el amor amoroso– se dispara hacia afuera también y en voluntad de riego, como el otro; pero no bien se encuentra fuera de sí cuando ya quiere regresar a su lugar de origen. El escozor de regreso es lo que se encuentra en el reclamo, en el ansia de ser correspondido, característica del amor a medias y por ello frustrado. 

Amar es corriente como de ojo de agua que canturrea. Eso se quiere decir con lo de acto de fe constantemente repetido: que el amor no es asunto de la razón –como pasa entre los animales que se lanzan en busca del opuesto en la época del celo.– El amor del amoroso es amor de por siempre y para siempre. Es amor que perdura en invierno con la misma salud que en primavera. Constancia que en perpetuidad fructifica con frutos de novedad, porque el amor amoroso le surgen nuevos bríos y diferentes, provisto que se mantenga fluído,  que vale por decir en corriente. 

Amar de amor incontenible por extroverso que mientras más se da más se crece. En la interminable dádiva se encuentra la razón de ser del amor bien extendido. La extensión dolorosa que a la larga y no duele es la piedra de toque de la verdad proclamada: que llega el momento en que el dar se torna sacrificio, pero en sentido de altar sublimado.

El dar el amor queda por encima del plano de la utilidad. Aún ante el altar, no se anda uno con el do ut des de la ofrenda primitiva. No da uno para que le den, como los enamorados comunes y corrientes que nada saben de amor integral. Se da uno porque le gusta y le place; porque en el dar se tiene la forma minúscula del orgasmo de los cosmos que es la vida, no sólo en el mundo de la carne y de la rosa, pero también en el de la piedra y de la nieve.

Todo dar –de amar– es darse: porque da cada quien de lo suyo, que no de lo ajeno. Cada cosa que es de uno es parte de su yo: es parte que le modifica la personalidad. Así por ejemplo esa cosa que se llama dinero, que es la que sirve para obtener todas las demás en el mercado. Sin dinero uno no es uno;  que será otro. Ello es que quien da de sus cosas se da a sí mismo, porque sin ellas ya cambia de sí. De igual modo los que dan su dinero –éstos son los que para comenzar lo tienen–, de hecho se dan a sí mismos. Para fines de disciplina de abnegación lo indicado es comenzar dando cosas. Ya desde entonces anda el dador dando de sí; ya anda en camino de amorosidad constructiva, que es la extroversa, la que no reclama rédito ni interés; la que da por dar.

Ya luego después y enseguida se descubrirá el dador por lo que vale; ya se estará dando cuenta de quién es, o de qué es. A saber, cuando le duela, cuando se percate de que el billete o la moneda dada le haría falta para otra cosa; cuando caé en que no dió el billete, sino que se dió a sí mismo. A esta altura anda el dador de amador ya, que no de amante. El amante es más bien el enamorado de los párrafos anteriores; el que se lanza para regresar; el que pide correspondencia; el que al amar no ama a objeto alguno sino que se ama a sí mismo. Enamorado semejante vive en carrera de círculo vicioso, que es cuento de nunca acabar, monótono y desabrido.

La moción del otro, del amoroso amador, es asimismo carrera sin término, pero ayuna de monotonía, porque el que se dispara queda para siempre en semejante tesitura y condición de disparado, de especie de que se dijera de cohete de la mecánica moderna; cohete con ánima, como de quien fuese alma y meollo del movimiento continuo, y explorador de sistemas y constelaciones, aún como las invisibles de los cielos anchurosos e interminables de los reinos y dominios del Amor extroverso y eternal que se vacía en la Cruz, todo teñido de sangre; sangre de vida sin fin: sangre de Cristo-Señor.