Dr. Ernesto Contreras Pulido
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La Biblia menciona que Jesucristo, a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio derecho de ser hechos hijos de Dios, los cuales nacieron no de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón, sino de Dios. Ahora, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte (Jn 1:12-13).
Porque Dios hizo lo que era imposible para la ley, por cuanto ella era débil por la carne: Habiendo enviado a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justa exigencia de la ley fuera cumplida en nosotros que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.
La Biblia dice: Gracias a Dios que, aunque eran esclavos del pecado, han obedecido de corazón a aquella forma de enseñanza a la cual se han entregado; y una vez libertados del pecado, han sido hechos siervos de la justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de ustedes, ya que no están bajo la ley, sino bajo la gracia.
Esto nos da a entender que el salvo ahora es capaz de dejar de pecar y de escoger voluntariamente, a la manera que Adán lo hacía, entre vivir como Dios manda en la Biblia, o por imprudencia, ignorancia de las Sagradas Escrituras, o por necedad, desobedecer a Dios y seguir los impulsos de lo que se llama en la Biblia “la carne,” que es nuestra naturaleza adámica, caída, rebelde y desobediente a Dios.
Por ello, la Biblia dice: Les hablo en términos humanos, a causa de la debilidad de su carne. Porque, así como presentaron sus miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad cada vez mayor, así presenten ahora sus miembros como esclavos (siervos) a la justicia para la santidad.
Porque cuando eran esclavos del pecado, estaban libres en cuanto a la justicia. Pero ¿Qué recompensa tenían entonces por aquellas cosas de las cuales ahora se avergüenzan? Porque el fin de ellas es muerte. Pero ahora, libres del pecado y hechos siervos de Dios, tienen como su recompensa la santificación, y como fin la vida eterna. Porque la intención de la carne es muerte, pero la intención del Espíritu es vida y paz (Ro 6:14-22).
Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él; pero si Cristo está en nosotros, el Espíritu mismo da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con Él, para que juntamente con Él seamos glorificados.
Una de las principales diferencias entre los cristianos y los demás humanos, es que los cristianos tenemos esperanza en que los sufrimientos, penas y tribulaciones que habremos de sufrir durante nuestro peregrinar terrenal, temporal y pasajero, siempre serán seguidos de bendición y al final de nuestra vida aquí, por la resurrección del cuerpo, la gloria celestial y la vida eterna, porque hay un final dichoso para el hombre de paz (Sa 37:37).
Porque considero que los padecimientos del tiempo presente no son dignos de comparar con la gloria que pronto nos ha de ser revelada. Nuestra fe es que viene el día en que ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor. No tendrán más hambre, ni tendrán más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ningún otro calor; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los guiará a fuentes de agua viva, y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos (Ap. 7:16-17; 21:4).
Mientras esto sucede, debemos confiar y descansar en la protección de Dios, pues la Biblia dice: El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Todopoderoso. Diré yo a Jehová: «¡Refugio mío y castillo mío, mi Dios en quien confío!» Porque Él te librará de la trampa del cazador y de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas te refugiarás; escudo y defensa es su verdad (Sa 91:1-4).
Y, asimismo, también el Espíritu nos ayuda en nuestras debilidades; porque cómo debiéramos orar, no lo sabemos; pero el Espíritu mismo intercede con gemidos indecibles. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque Él intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios. Y sabemos que Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman, esto es, a los que son llamados conforme a su propósito.
¿Qué, pues, diremos frente a estas cosas? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? El que justifica es Dios. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, es el que también resucitó; quien, además, está a la diestra de Dios, y quien también intercede por nosotros.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación? ¿angustia? ¿persecución? ¿hambre? ¿desnudez? ¿peligros? ¿espada? Como está escrito: Por tu causa somos muertos todo el tiempo; fuimos estimados como ovejas para el matadero. Más bien, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro (Ro. 8:1-39).
Habiendo hecho Dios a nuestro favor lo que para nosotros era imposible, y teniendo la seguridad de la libertad de la esclavitud del pecado, la intercesión y la ayuda de Dios (el Padre, el Hijo Jesucristo, y el Espíritu Santo), para vivir como Dios manda y andar en el Espíritu, ahora nos toca a nosotros hacer lo difícil pero posible que es consagrar diariamente nuestras vidas a su servicio.
La Biblia dice: Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presenten sus cuerpos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios, que es su culto racional. No se amolden a este mundo; más bien, transfórmense por la renovación de su entendimiento, de modo que comprueben cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.
Para servir a Dios efectivamente, debemos practicar los ministerios comunes a todos los cristianos, como son la oración, la lectura y aprendizaje de la Biblia, el ofrendar con amor tanto recursos como talento y tiempo, el desechar lo malo de nuestras vidas, revestirnos de las virtudes cristianas, y predicar el evangelio con palabra conducta y buenas obras, con toda diligencia, en armonía con los demás consiervos, y sin vanagloria.
Dios nos ofrece capacitarnos sobrenaturalmente para llevar a cabo los ministerios especiales y personales que Él quiere que cumplamos, con dones o capacidades espirituales. La Biblia dice: Digo, pues, a cada uno de ustedes, por la gracia que me ha sido dada, que nadie tenga más alto concepto de sí que el que deba tener; más bien, que piense con cordura, conforme a la medida de la fe que Dios repartió a cada uno.
Por último, como siempre, debemos de hacer nuestra parte para no estorbar para que Dios desarrolle en nosotros el fruto del Espíritu Santo que es el amor, manifestado en todas las facetas de nuestra vida, como gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad fe, mansedumbre y templanza. La Biblia dice: El amor sea sin fingimiento, aborreciendo lo malo y adhiriéndoos a lo bueno: amándoos los unos a los otros con amor fraternal (Ga. 5:22,23; Ro. 12:1-21).
Hacer recomendaciones, dar buenos consejos y tener buenas intenciones, lo podemos hacer todos, pero si eso fuera suficiente para ser buenos cristianos y gentes decentes, para poco necesitaríamos a Jesucristo. La experiencia y la historia nos comprueban que sólo por la capacitación sobrenatural que nos da la obra de redención de Jesucristo y el Espíritu Santo en nuestras vidas, es que podemos vivir en victoria sobre la concupiscencia, la carne, y las tentaciones del diablo.
Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, nos haga aptos en toda obra buena para que hagamos su voluntad, haciendo Él en nosotros lo que es agradable delante de Él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. AMEN (He 13:20,21).
