Buen padre o padre bueno: una mirada desde la fe cristiana

Buen padre o padre bueno: una mirada desde la fe cristiana

En nuestra vida diaria, usamos expresiones como “buen padre” y “padre bueno” como si fueran sinónimos. Sin embargo, al observarlas detenidamente —y a la luz de las Escrituras— descubrimos que encierran significados distintos, pero profundamente complementarios. En ellas se refleja no sólo una función humana, sino también una dimensión espiritual que nos invita a imitar el carácter de nuestro Padre celestial.

Un buen padre, en términos humanos, es aquel que cumple con sus responsabilidades: trabaja, provee, disciplina con amor, orienta a sus hijos y los guía en el camino correcto. Este rol está reflejado en pasajes como Proverbios 22:6, que nos exhorta a “Instruir al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”. Ser un buen padre, entonces, implica obediencia, compromiso y fidelidad en la tarea que Dios ha encomendado.

Pero ser un padre bueno va aún más allá. Implica reflejar la bondad y la gracia del Dios al que servimos. La Palabra nos dice que Dios es “bueno para con todos, y sus misericordias sobre todas sus obras” (Salmo 145:9). Un padre bueno es paciente, compasivo, cercano y dispuesto a perdonar. Es aquel que, como enseña Colosenses 3:21, no exaspera a sus hijos, para que no se desanimen, sino que los levanta en amor y verdad.

Jesús mismo, al enseñarnos a orar, nos reveló una imagen profunda de Dios como “Padre nuestro” (Mateo 6:9), una figura amorosa, presente, que se deleita en tener comunión con sus hijos. Y en Lucas 15, en la parábola del hijo pródigo, vemos el retrato perfecto de un padre bueno: uno que espera, que corre a abrazar, que restaura y celebra el regreso de su hijo perdido. Ese es el corazón de Dios. Ese debe ser también nuestro modelo como padres.

El ideal cristiano no es elegir entre ser un buen padre o un padre bueno, sino unir ambas realidades en una sola vocación. La paternidad es más que una tarea: es un ministerio. Es una oportunidad para reflejar el amor de Cristo en el seno de la familia. Como dice Efesios 6:4: “Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en la disciplina y amonestación del Señor”.

En una cultura que muchas veces distorsiona el significado de la autoridad y del amor, los padres cristianos están llamados a marcar la diferencia: no sólo siendo responsables, sino también bondadosos; no sólo proveyendo recursos, sino ofreciendo tiempo, palabra, escucha y oración.

Por eso, es importante detenernos y preguntarnos con honestidad: ¿qué clase de padre queremos ser?

¿Nos conformamos con ser buenos padres en términos funcionales, o aspiramos también a ser padres buenos desde el corazón?

¿Queremos que nuestros hijos nos recuerden sólo por lo que hicimos… o también por cómo los amamos? Porque ser padre no es sólo un rol biológico ni una tarea administrativa: es, sobre todo, una forma de amar.
Y ese amor, cuando nace de un corazón rendido a Dios, tiene el poder de transformar vidas, comenzando por la nuestra.

Que el Señor nos conceda la gracia de ser padres conforme a Su corazón: buenos en nuestra labor, y buenos en nuestro carácter. Firmes en la verdad, pero llenos de amor. Disciplinados, pero también tiernos. Padres que instruyen… y que también abrazan.

Papá Cuervo