Hablar del Concilio de Nicea es volver a una de las raíces más profundas de nuestra fe. Como metodistas, no vivimos aislados del pasado, sino arraigados en una historia viva, nutrida por el testimonio de la Iglesia universal y encarnada en contextos concretos de lucha, esperanza y transformación. En el año 325, convocado por el emperador Constantino, el primer gran concilio ecuménico se reunió para responder a una crisis doctrinal que tocaba el centro del evangelio: la divinidad de Jesucristo. Frente al arrianismo —que presentaba a Cristo como un ser subordinado—, la Iglesia levantó su voz para afirmar que el Hijo es “engendrado, no creado, de la misma sustancia que el Padre”. En otras palabras, en Jesús no vemos un mensajero cualquiera, sino al Dios encarnado que ha venido a liberarnos del pecado, de la muerte y de todas las formas de opresión. Y decirlo en este 2025, cuando conmemoramos los 1700 años de aquel concilio, nos invita no sólo a mirar atrás con gratitud, sino también a discernir cómo esa confesión de fe sigue desafiándonos hoy.
Nicea no sólo resolvió un conflicto teológico. Fue también un acto profético de discernimiento comunitario que marcó la posibilidad de una Iglesia que, en medio de tensiones y poderes contradictorios, puede ponerse de pie para afirmar la verdad liberadora del evangelio. La unidad que brotó de aquel concilio no fue uniformidad impuesta, sino comunión fundada en la confesión de un Dios que se revela en Jesucristo como salvación real para la humanidad entera.
Aunque el metodismo surgió más tarde, en el siglo XVIII, no lo hizo como un rechazo de la tradición, sino como una renovación desde dentro. John Wesley, nuestro fundador, no cortó con la Iglesia antigua. Al contrario, asumió con naturalidad el credo de Nicea, reconociendo que las verdades confesadas allí —leídas desde el corazón y puestas en práctica— siguen siendo camino de vida para quienes buscan a Dios. Wesley enseñó que la fe no es mera doctrina, sino una experiencia transformadora. Y esa transformación no es sólo personal: es espiritual y social, individual y colectiva. Nace del amor del Padre, la gracia del Hijo y la acción vivificadora del Espíritu, que nos libera del egoísmo y nos lanza al servicio del prójimo.
Wesley y la fidelidad metodista a la confesión de Nicea
Nos reconocemos herederos de una fe trinitaria. Desde nuestros inicios, afirmamos con la Iglesia universal que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta confesión no es para nosotros un eco del pasado, sino el cimiento de nuestra experiencia cristiana y praxis liberadora. Wesley nunca se apartó de esta fe. En sus sermones, catecismos e himnos, proclamó que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y que el Espíritu Santo es Dios obrando en el corazón humano, provocando nuevo nacimiento y energías de transformación.
Para él, la Trinidad no era una fórmula compleja, sino una verdad que renueva el alma y la historia. El Padre llama por gracia, el Hijo justifica y reconcilia, y el Espíritu santifica y nos impulsa a vivir en justicia y amor activo. La Trinidad es la estructura del amor liberador de Dios.
Como metodistas, seguimos creyendo que no hay vida cristiana sin esta comunión trinitaria. No hablamos de un Dios lejano, sino del Dios que camina con nosotros, que se encarna en la historia y levanta la esperanza. Nicea no es para nosotros un monumento del pasado, sino una fuente que sigue nutriendo nuestra fe, una proclamación de que Cristo es Señor por encima de cualquier poder. Wesley no inventó un nuevo evangelio; encarnó lo antiguo en la vida cotidiana. Así también lo hacemos hoy.
Una herencia común para la unidad cristiana
Uno de los dones más valiosos que hemos recibido como metodistas es nuestro espíritu ecuménico. Wesley comprendió que la fidelidad al evangelio no se mide por etiquetas denominacionales, sino por el amor vivido. Su frase —“si tu corazón es como el mío, dame la mano”— refleja una visión de Iglesia inclusiva, donde la unidad se construye desde la diversidad reconciliada.
Nicea representa ese punto de encuentro. Su credo no es propiedad de una tradición, sino un testimonio compartido del corazón de la fe cristiana. Cuando confesamos que Jesucristo es “Dios verdadero de Dios verdadero”, no lo hacemos por formalismo, sino porque en esa verdad descubrimos un terreno común que nos une más allá de las divisiones.
Como metodistas, no tenemos miedo de caminar con otros. Sabemos que la verdad se discierne en comunidad, que el Espíritu sopla en los márgenes, y que Cristo se revela en la comunión. Nuestro ecumenismo no es diplomático, es evangélico. Surge del convencimiento de que ninguna iglesia posee toda la verdad por sí sola, y que el Reino se construye mejor cuando se hace en conjunto.
Nicea nos recuerda que hay un núcleo de fe que puede unirnos por encima de estilos, estructuras y formas. Confesar al Dios trino es afirmar que somos parte de una sola familia, una sola esperanza, una sola misión. Y esa unidad no es abstracta: se hace real en cada gesto de reconciliación y colaboración entre iglesias. En un mundo fragmentado, la unidad cristiana es testimonio profético.
La experiencia latinoamericana del metodismo y la confesión trinitaria
Cuando el metodismo llegó a América Latina en el siglo XIX, no lo hizo a un terreno neutro. Se encontró con pueblos marcados por la pobreza, la religiosidad popular, la colonización cultural y la lucha por la dignidad. En ese escenario, la fe trinitaria se volvió carne en comunidades que no sólo predicaban el evangelio, sino que lo vivían como Buena Noticia para los últimos. Aquí, la Trinidad no fue una idea, fue una experiencia: Dios Padre como defensor de la vida, Dios Hijo como compañero de los sufrientes, Dios Espíritu como fuerza de resistencia y esperanza.
Los metodistas latinoamericanos aprendimos a leer el Credo Niceno desde abajo. No desde los palacios, sino desde las calles, los campos, las luchas obreras, las comunidades indígenas, los movimientos de mujeres, los barrios marginados. Y descubrimos que la fe verdadera no huye del conflicto, sino que lo abraza para transformarlo. Que Dios no está lejos, sino encarnado en la historia.
Teólogos como José Míguez Bonino lo expresaron claramente: el evangelio no puede divorciarse de la justicia. Nancy Cardoso Pereira y otros nombres han seguido esa línea, recordándonos que la espiritualidad metodista no es evasión del mundo, sino encarnación de la fe en la tierra. La Trinidad es entonces comunión, liberación y transformación.
Ser metodista en América Latina ha sido confesar a Dios trino en medio de la opresión, y vivir esa fe como compromiso solidario. Fidelidad doctrinal y compromiso social no se contraponen: se iluminan mutuamente.
Nicea hoy: guía para el siglo XXI
El siglo XXI nos desafía como Iglesia metodista. Vivimos tiempos marcados por la indiferencia religiosa, las espiritualidades individualistas, las teologías sin carne, y un mundo que descarta a los vulnerables. En este contexto, volver a Nicea no es mirar atrás: es recordar quiénes somos y qué creemos. En medio de lo líquido, lo relativo y lo superficial, la fe trinitaria es ancla y horizonte.
La confesión de Nicea no es sólo teología correcta. Es espiritualidad comprometida. Nos recuerda que el Dios que confesamos no es funcional al poder, sino solidario con los humildes. Nos llama a ser Iglesia que acoge, que acompaña, que defiende la vida, que denuncia el mal y anuncia un Reino diferente.
Además, Nicea sigue siendo una plataforma para el encuentro. Confesar a Cristo como Señor, en comunidad con otros credos y tradiciones, es un acto de reconciliación. Nos pone en la misma mesa, no para competir, sino para compartir.
Pero también es un llamado de atención. Frente a las espiritualidades de consumo y las religiones al servicio del poder, Nicea nos recuerda que la fe cristiana es don, es comunidad, es misión. Como metodistas, no estamos llamados a sobrevivir, sino a servir. A encarnar el evangelio en las periferias, como sal y luz.
Conclusión
Nicea no es sólo un capítulo de historia. Es una confesión viva que sigue impulsándonos a creer, a caminar, a luchar. Como metodistas, la hemos recibido no para guardarla, sino para vivirla. En los cantos, en la justicia, en la comunidad, en la esperanza activa.
Wesley nos enseñó a hacer vida lo antiguo. Hoy seguimos ese camino, confesando a la Trinidad no como adorno, sino como impulso. Nuestro Dios es comunión, es misión, es liberación. Y por eso, creemos que otra Iglesia es posible: una Iglesia fiel al evangelio, encarnada en su pueblo, comprometida con el Reino.
Cuando decimos: “Creo en Dios Padre, en Jesucristo su Hijo, y en el Espíritu Santo”, también decimos: creo en la libertad, creo en la justicia, creo en la gracia que transforma el mundo.
Fuentes
- Alberigo, G. (Ed.). (2007). Historia de los concilios ecuménicos . Editorial Verbo Divino.
- González, J. L. (2010). Historia del pensamiento cristiano. Editorial CLIE.
- Runyon, T. (1998). La Nueva Creación: La teología de Juan Wesley para hoy. Abingdon Press.
- Míguez Bonino, J. (1984). Rostros del protestantismo latinoamericano. Nueva Creación.
- World Council of Churches. (1982). Confesión de fe trinitaria y ecumenismo: La convergencia de Fe y Constitución. Ginebra: CMI.
