Categoría: Biografias

Efeméride

A cien años de la muerte de

Rubén Darío

efemerides ruben dario

Centenario de su nacimiento 1867 -1967

“¡Dios! Dios está en lo inmenso, en la altura, ¡quién sabe! ¡Me abismo en Él si pienso! ¡En ese hondo misterio todo cabe!”.

EL PUNTO EN LA PALABRA

AUTOR Juan Antonio Monroy

13 DE MAYO DE 2016 07:30 h

Rubén Darío en un sello de Nicaragua. Rubén Darío, el hombre que cantó la vida en verso y cuya muerte lloraron los poetas más insignes, nació en Matalgapa, Nicaragua, el 18 de enero de 1867 y murió en León, mismo país, el 6 de enero de 1916. Ahora se cumplen cien años de su muerte. En los más cultos países de la América hispana se están programando actos especiales para conmemorar la efeméride.

Seguir leyendo «Efeméride»

Vida en comunidad, Parte 4

vida

Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el primer capítulo, La Comunidad, donde el cuarto subcapítulo es La Gratitud.

  1. LA COMUNIDAD

La gratitud

Igual que sucede a nivel individual, la gratitud es esenecial en la vida cristiana comunitaria. Dios concede lo mucho a quien sabe agradecer lo poco que recibe cada día. Nuestra falta de gratitud impide que Dios nos conceda los grandes dones espirituales que nos tiene reservados. Pensamos que no debemos darnos por satisfechos con la pequena medida de sabiduría, experiencia y caridad cristianas que nos ha sido concedida. Nos lamentamos de no haber recibido la misma certidumbre y la misma riqueza de experiencia que otros cristianos, y nos parece que estas quejas son un signo de piedad. Oramos para que se nos concedan grandes cosas y nos olvidamos de agradecer las pequeñas (¿pequeñas?) que recibimos cada día. ¿Cómo va a conceder Dios lo grande a quien no sabe recibir con gratitud lo pequeño?

Todo esto es también aplicable a la vida de comunidad. Debemos dar gracias a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Aunque no tenga nada que ofrecernos, aunque sea pecadora y de fe vacilante, ¡qué importa! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios por ser todo tan miserable, tan mezquino, tan poco conforme con lo que habíamos esperado, estamos impidiendo que Dios haga crecer nuestra comunidad, según la medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo. Esto concierne de un modo especial a esa actitud permanente de queja de ciertos pastores y miembros «piadosos» respecto a sus comunidades. Un pastor no debe quejarse jamás de su comunidad, ni siquiera ante Dios. No le ha sido confiada la comunidad para que se convierta en su acusador ante Dios y ante los hombres. Cualquier miembro que cometa el error de acusar a su comunidad debería preguntarse primero si no es precisamente Dios quien destruye la quimera que él se había fabricado. Si es así, que le dé gracias por esta tribulación. Y si no lo es, que se guarde de acusar a la comunidad de Dios; que se acuse más bien a sí mismo por su falta de fe; que pida a Dios que le haga comprender en qué ha desobedecido o pecado y le libre de ser un escándalo para los otros miembros de la comunidad; que ruegue por ellos, además de por sí mismo, y que, además de cumplir lo que Dios le ha encomendado, le dé gracias.

Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la santificación de nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos derecho. Sólo Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así como el cristiano no debe estar preguntándose constantemente por el estado de su vida espiritual, tampoco Dios nos ha dado la comunidad para que estemos constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su crecimiento para agrado de Dios.

Vida en comunidad

vida

Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el primer capítulo, La Comunidad, donde el tercer subcapítulo es La Fraternidad Cristiana.

  1. LA COMUNIDAD
    La fraternidad cristiana

En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que uno piensa que va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios; y en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.

Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que esta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas semanas en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.

Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.

Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los           hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos.

Todo lo contrario sucede cuando estamos convencidos de que Dios mismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entramos en la vida en común con exigencias, sino agradecidos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que nos haya dado hermanos que viven, ellos también, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No nos concede cada día, incluso en los más difíciles y amenazadores, esta presencia incomparable? Cuando la vida en comunidad está gravemente amenazada por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque pecador, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la palabra de Cristo, y su pecado puede ser para mí una nueva ocasión de dar gracias a Dios por permitirnos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándonos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.

El precio de la Gracia (Parte 27)

bonhoeffer

Hoy finalizamos la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora el último capítulo, que es la parte final del libro. Se trata del Capítulo 6, La imagen de Cristo.

barra

  1. La imagen de Cristo

A los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducirla imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29).

La promesa inmensa e inconcebible hecha a los que han sido llamados al seguimiento de Jesucristo es que serán semejantes a él. Llevarán su imagen como hermanos del Hijo unigénito de Dios. Este es el último rasgo del discípulo: debe ser «como Cristo».

La imagen de Jesucristo que el seguidor tiene incesantemente ante los ojos, frente a la cual desaparecen todas las otras, penetra en él, le inunda, le transforma, para que el discípulo se vuelva semejante, e incluso idéntico, a su Señor. En la comunión diaria, la imagen de Jesucristo esculpe la imagen del discípulo. El seguidor no puede contentarse con mirar la imagen del Hijo de Dios en una contemplación muerta y pasiva; de esta imagen brota una fuerza transformadora. El que se entrega plenamente a Jesucristo, llevará necesariamente su imagen. Se convierte en hijo de Dios, se mantiene junto a Cristo como su hermano visible, semejante a él, como imagen de Dios.

Al principio Dios creo a Adán a imagen suya. En Adán, plenitud de su creación, Dios buscaba complacerse en su propia imagen; «y he aquí que estaba muy bien». En Adán, Dios se reconoció a sí mismo. Desde el comienzo, el misterio insoluble del hombre consiste en ser una criatura y, sin embargo, debe asemejarse al Creador. El hombre creado debe llevar la imagen del Dios increado. Adán es «como Dios». Debe llevar, con gratitud y obediencia, su misterio de ser criatura y, no obstante, semejante a Dios. La mentira de la serpiente consistió en insinuar a Adán que aún debía hacerse como Dios, precisamente por medio de su propia acción y decisión. Entonces Adán rechazó la gracia y eligió la acción personal. Quería resolver por sí mismo el misterio de su esencia, consistente en ser a la vez criatura y semejante a Dios. Quería convertirse por sí mismo en lo que ya era por obra de Dios. Esta fue la caída en el pecado. Adán se hizo «como Dios», sicut Deus, a su manera. Se había convertido a sí mismo en dios y ya no tenía Dios. Reinaba solo, como dios creador de un mundo privado de Dios y sometido.

Pero el enigma de su existencia sigue sin resolver. El hombre ha perdido su esencia propia, semejante a Dios, que antes tenía. Ahora vive privado de su carácter peculiar, el de ser imagen de Dios. El hombre vive sin ser hombre. Debe vivir sin poder vivir. Es la contradicción de nuestra existencia, la fuente de todas nuestras miserias. Desde entonces, los orgullosos hijos de Adán intentan restaurar en ellos, con sus propias fuerzas, la imagen de Dios que han perdido. Pero precisamente cuanto más serios e intensos son sus esfuerzos por reconquistar lo que han perdido, cuanto más convincente y grandioso parece ser el éxito, tanto más profunda es la contradicción con Dios. Esta falsa imagen que acuñan a semejanza del dios que se han creado les lleva cada vez más, sin saberlo, a convertirse en imagen de Satanás. La tierra sigue desprovista de la imagen de Dios, en cuanto gracia del Creador.

Pero Dios no aparta su mirada de la criatura perdida. Por segunda vez quiere crear en ella su imagen. Dios quiere complacerse de nuevo en su criatura. Busca en ella su propia imagen para amarla. Pero sólo la encuentra de una forma: tomando él mismo, por pura misericordia, la imagen y la forma del hombre perdido. Puesto que el hombre no puede asemejarse ya a la imagen de Dios, es preciso que Dios se asemeje a la imagen del hombre.

La imagen de Dios debe ser restaurada en el hombre de forma plena. El fin pretendido no es que el hombre vuelva a tener ideas correctas sobre Dios, ni que vuelva a situar sus actos aislados bajo la palabra de Dios, sino que totalmente, en cuanto criatura viva, sea imagen de Dios. El cuerpo, el alma y el espíritu, la persona entera del hombre debe llevar la imagen de Dios en la tierra. El beneplácito de Dios sólo descansa en su imagen perfecta.

La imagen brota de la vida, del modelo vivo. La forma se configura por la forma. O bien es una forma imaginaria de Dios la que modela la forma humana, o bien es la forma de Dios mismo, verdadera y viva, la que acuña la forma del hombre para convertirlo en imagen de Dios. Es preciso que se realice una transformación, una «metamorfosis» (Rom 12,2; 2 Cor 3, 18), una modificación de la forma, para que el hombre caído vuelva a ser imagen de Dios. El problema consiste en saber cómo es posible tal transformación del hombre en imagen de Dios.

Puesto que el hombre caído no puede reencontrar ni tomar la forma de Dios, sólo queda un camino. Dios mismo toma la forma del hombre y viene a él. El Hijo de Dios, que vivía junto al Padre en la forma de Dios, se despoja de esta forma y viene a los hombres en forma de siervo (Flp 2, Ss). Esta transformación, que no podía producirse en los hombres, se realiza en el mismo Dios. La imagen de Dios, que había permanecido junto a él desde toda la eternidad, toma ahora la imagen del hombre caído y pecador. Dios envía a su Hijo en una carne semejante a la del pecado (Rom 8, 2s).

Dios envía a su Hijo; sólo en esto puede consistir la ayuda. No es una idea nueva ni una religión mejor lo que puede conseguir el fin. Un hombre viene hacia el hombre. Todo hombre lleva una imagen.

Su cuerpo y su vida aparecen en forma visible. Un hombre no es sólo una palabra, un pensamiento, una voluntad, sino antes que todo esto, y en todo esto, un hombre, una persona, una imagen, un hermano. Así, 10 que surge con él no es sólo un pensamiento nuevo, una voluntad nueva, una acción nueva, sino una imagen, una forma nuevas. En Jesucristo, la imagen de Dios ha venido a nosotros bajo la forma de nuestra vida humana, perdida en una carne semejante a la del pecado. En su doctrina y sus hechos, en su vida y su muerte, se nos ha revelado su imagen. En él Dios ha recreado su imagen sobre la tierra. La encarnación, la palabra y la acción de Jesús, su muerte en la cruz, forman parte de esta imagen de manera inalienable. Es una imagen diferente de la de Adán en la gloria primera del paraíso. Es la imagen del que se sitúa en medio del mundo del pecado y de la muerte, toma sobre sí la miseria de la carne humana, se somete humildemente a la cólera y al juicio de Dios sobre los pecadores y permanece obediente a la voluntad divina en la muerte y los sufrimientos; la imagen del que nació en la pobreza, fue amigo de los publicanos y pecadores, con los que comía, y se vio recha zado y abandonado por Dios y por los hombres en la cruz. Es Dios en forma humana, el hombre, nueva imagen de Dios. Sabemos que las huellas del sufrimiento, las heridas de la cruz, son ahora los signos de la gracia en el cuerpo de Cristo glorificado y resucitado, que la imagen del crucificado vive ahora en la gloria del sumo y eterno sacerdote, que intercede por nosotros ante Dios en los cielos. En la mañana de Pascua la forma de siervo de Jesús se transformó en un cuerpo nuevo de aspecto y claridad celestes.

Pero quien quiere participar, según la promesa de Dios, en la claridad y la gloria de Jesús, debe asemejarse primero a la imagen del siervo de Dios, obediente y sufriente en la cruz. Quien desea llevar la imagen glorificada de Jesús debe haber llevado la imagen del crucificado, cargada de oprobio en el mundo. Nadie encontrará la imagen perdida de Dios si no se configura a la persona de Jesucristo encarnado y crucificado. Dios sólo se complace en esta imagen. Por eso, sólo puede agradarle quien se presenta ante él con una imagen semejante a la de Cristo. Asemejarse a la forma de Jesucristo no es un ideal que se nos haya encomendado, consistente en conseguir cualquier parecido con Cristo. No somos nosotros quienes nos convertimos en imágenes; es la imagen de Dios, la persona misma de Cristo, la que quiere configurarse en nosotros (GaI4, 19). Es su propia forma la que quiere hacer brotar en nosotros. Cristo no descansa hasta habernos transmitido su imagen. Debemos asemejarnos a la persona entera del encarnado, crucificado y glorificado.

Cristo ha tomado esta forma humana. Se hizo un hombre como nosotros. En su humanidad, en su anonadamiento, reconocemos nuestra propia figura. Se hizo semejante a los hombres para que estos fuesen semejantes a él. Por la encarnación de Cristo, la humanidad entera recibe de nuevo la dignidad de ser semejante a Dios. Ahora quien atenta contra el hombre más pequeño atenta contra Cristo, que ha tomado una forma humana y ha restaurado en él la imagen de Dios. En la comunión del encarnado se nos devuelve lo que es característico de nuestra esencia de hombres. Con ello somos arrancados del aislamiento del pecado y devueltos a la humanidad. En la medida en que participamos del Cristo encarnado, participamos de toda la humanidad, acogida por él. Sabiéndonos acogidos y llevados en la humanidad de Jesús, nuestra nueva forma de ser hombres consistirá en llevar la falta y la miseria de los otros. Cristo encarnado convierte a sus discípulos en hermanos de todos los hombres. La «filantropía» (Tit 3, 4) de Dios, que se manifestó en la encarnación de Cristo, fundamenta el amor fraternal que los cristianos experimentan para con todos los hombres de la tierra. Es la persona del encarnado la que transforma a la comunidad en cuerpo de Cristo, este cuerpo sobre el que recaen el pecado y la miseria de toda la humanidad.

La forma de Cristo en la tierra es la forma de muerte del crucificado. La imagen de Dios es la imagen de Jesucristo en la cruz. La vida del discípulo debe ser transformada en esta imagen. Es una vida configurada a la muerte de Cristo (Flp 3, 10; Rom 6, 4s). Es una vida crucificada (Gal 2, 19). Por el bautismo, Cristo esculpe la forma de su muerte en la vida de los suyos. Muerto a la carne y al pecado, el cristiano ha muerto a este mundo y el mundo ha muerto para él (Gal 6, 14). Quien vive de su bautismo, vive de su muerte.

Cristo marca la vida de los suyos con la muerte diaria en el combate del espíritu contra la carne, con el sufrimiento diario de la agonía, infligido al cristiano por el diablo. En la tierra todos los discípulos deben padecer el sufrimiento de Jesucristo. Cristo sólo concede a un pequeño número de discípulos el honor de la comunión más íntima con su sufrimiento, el martirio. En él, la vída del discípulo ofrece la más profunda semejanza con la forma de la muerte de Jesucristo. En el oprobio público, en el sufrimiento y la muerte a causa de Cristo es como Cristo se forma visiblemente en su Iglesia. Pero desde el bautismo hasta el martirio es el mismo sufrimiento, la misma muerte. Es la nueva creación de la imagen de Dios por el crucificado.

Quien está en la comunión del encamado y crucificado, habiéndose configurado a él, se asemejará también al glorificado y resucitado. «Revestiremos también la imagen del hombre celeste» (l Cor 15,49). «Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es» (l Jn 3, 2). La imagen del resucitado, igual que la del crucificado, transformará a los que la vean. Quien vea a Cristo, será incorporado a su imagen, identificado a su forma, e incluso se convertirá en espejo de la imagen divina. Ya en esta tierra se reflejará en nosotros la gloria de Jesucristo. De la forma de muerte del crucificado, en la que vivimos en la miseria y la cruz, brotarán la claridad y la vida del resucitado; cada vez será más profunda nuestra transformación en imágenes de Dios, y cada vez será más clara la imagen de Cristo en nosotros. Es un progreso de conocimiento en conocimiento, de claridad en claridad, hacia una identidad cada vez más perfecta con la imagen del Hijo de Dios. Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, de gloria en gloria (2 Cor 3,18).

Es la presencia de Jesucristo en nuestros corazones. Su vida no ha terminado en la tierra. Continúa en la vida de los que le siguen. Ya no debemos hablar de nuestra vida cristiana, sino de la verdadera vida de Jesucristo en nosotros. «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Cristo encamado, crucificado, glorificado, ha entrado en mí y vive mi vida; «Cristo es mi vida» (Flp 1, 21). Pero con Cristo es el Padre quien vive en mí, y el Padre y el Hijo por el Espíritu santo. La santa Trinidad ha establecido su morada en el cristiano, le llena y transforma en su imagen.

Cristo encamado, crucificado y glorificado toma forma en los individuos porque son miembros de su cuerpo, la Iglesia. La Iglesia lleva la forma humana de Jesucristo, la forma de su muerte, la forma de su resurrección. Ella es su imagen (Ef 4, 24; Col 3, 10) y, por ella, también lo son todos sus miembros. En el cuerpo de Cristo nos hemos vuelto «como Cristo».

Ahora comprendemos que el Nuevo Testamento repita continuamente que debemos ser «como Cristo». Habiéndonos convertido en imágenes de Cristo, debemos ser como él. Puesto que llevamos la imagen de Cristo, solamente él puede ser nuestro «modelo». Y dado que él vive en nosotros su verdadera vida, podemos «vivir como él vivió» (1 Jn 2,6), «hacer lo que él hizo» (Jn 13, 15), «amar como él amó» (Ef 5,2; Jn 13,34; 15, 12), «perdonar como él perdonó» (Col 3, 13), «tener en nosotros los sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2, 5), «seguir el ejemplo que nos dejó» (1 Pe 2, 21), «dar nuestra vida por los hermanos como él la dio por nosotros» (l Jn 3, 16).

Lo único que nos permite ser como él fue es que él fue como nosotros somos. Lo único que nos permite ser «como Cristo» es que nos hemos vuelto semejantes a él. Ahora que nos hemos convertido en imágenes de Cristo, podemos vivir según el modelo que nos ha dado. Ahora es cuando actuamos como debemos; ahora, en la sencillez del seguimiento, vivimos una vida semejante a la de Cristo. Ahora obedecemos con sencillez a su palabra. Ninguna mirada se dirige a mi propia vida, a la nueva imagen que llevo. En cuanto desease verla, la perdería. Por eso sólo contemplo fijamente el espejo de la imagen de Jesucristo. El seguidor sólo mira a aquel a quien sigue. Pero del que lleva en el seguimiento la imagen de Jesucristo encamado, crucificado y resucitado, del que se ha convertido en imagen de Dios, podemos decir, por último, que ha sido llamado a ser «imitador de Dios». El seguidor de Jesús es el imitador de Dios. «Haceos imitadores de Dios como hijos queridísimos» (Ef 5, 1).

El precio de la Gracia (Parte 26)

gracia26

Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la última fracción del Capítulo 5, Los Santos.

barra

  1. Los Santos (última fracción)

La carne es entregada con Cristo al oprobio y la muerte, y por la palabra del perdón surge un hombre nuevo, seguro de la misericordia de Dios. De este modo, el uso de la confesión forma parte de la vida de los santos. Es un don de la gracia de Dios del que no puede abusarse impunemente. En la confesión se recibe la gracia cara de Dios. El cristiano se identifica en ella con la muerte de Cristo.

Por eso, cuando exhorto a la confesión lo único que hago es exhortar a ser cristiano (Lutero, Gran Catecismo). El control se extiende a toda la vida de la Iglesia. Existe una gradación bien establecida al servicio de la misericordia. El origen de todo ejercicio de control sigue siendo el anuncio de la palabra, de acuerdo con las dos llaves. No se limita a la asamblea del culto; el ministro nunca está desligado de su cargo fuera de ella. «Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Tim 4, 2). Este es el comienzo del control eclesiástico. Debe quedar claro que sólo se pueden castigar los pecados que se han hecho evidentes. «Los pecados de ciertas personas son notorios aun antes de que sean investigados; en cambio, los de otras lo son solamente después» (l Tim 5, 24). La disciplina eclesiástica nos evita así ser castigados en el juicio final.

Pero si la disciplina eclesiástica fracasa en este primer paso, es decir, en el servicio pastoral diario del ministro, queda en vilo todo lo que sigue. Porque el segundo paso es la exhortación fraterna mutua de los miembros de la comunidad: «Instruíos y amonestaos» (Col3, 16; 1Tes 5, 11.14). Parte de la exhortación consiste en consolar a los abatidos, soportar a los débiles, ser pacientes con todos (l Tes 5, 14). Esta es la única forma de resistir en la Iglesia a la tentación diaria y a la caída.

Cuando este servicio fraterno no sigue vivo en la Iglesia, es muy difícil dar el tercer paso. En efecto, si un hermano cae, a pesar de todo, en un pecado manifiesto de palabra o de hecho, la Iglesia debe tener la energía suficiente para abrir contra él un verdadero proceso de disciplina eclesiástica. También este camino es largo: ante todo, la Iglesia debe separarse del pecador. «No tratéis con él» (2 Tes 3, 14), «alejaos de ellos» (Rom 16, 17), «con esos ¡ni comer!» (¿se refiere a la eucaristía?) (l Cor 5, 11), «guárdate de ellos» (2 Tim 3, 5; 1Tim 6, 4). «Hermanos, os mandamos en nombre del Señor Jesucristo (!) que os apartéis de todo hermano que viva desconcertado y no según la tradición que de nosotros recibisteis» (2 Tes 3, 6).

Esta actitud de la Iglesia está destinada a que el pecador «se avergüence» (2 Tes 3, 14), para poderlo ganar otra vez de esta forma. Esta manera de alejarse del pecador implica también su exclusión temporal de los actos comunitarios. Sin embargo, tal alejamiento no debe conllevar ya la supresión de toda comunión. Más bien, la Iglesia que se separa del pecador debe seguir en contacto con él mediante la palabra de exhortación: «No le miréis como a enemigo, sino amonestadle como a hermano» (2 Tes 3, 15). El pecador sigue siendo hermano, y por eso es castigado y exhortado por la comunidad. Es un sentimiento de fraternidad misericordiosa el que mueve a la Iglesia a usar la disciplina. Con toda mansedumbre hay que castigar a los rebeldes y soportar a los malos, por si Dios les otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad, y volver al buen sentido, librándose de los lazos del diablo que los tiene cautivos, rendidos a su voluntad (2 Tim 2, 26).

El modo de exhortar será distinto según sea cada pecador, pero el fin siempre será el mismo: mover al arrepentimiento y a la reconciliación. Si el pecado puede quedar oculto entre ti y el pecador, no debes desvelarlo, sino sólo corregir al pecador y llamarlo al arrepentimiento; así «habrás ganado a tu hermano». Pero si no te escucha y persevera en su pecado, tampoco debes revelar inmediatamente el pecado, sino buscar uno o dos testigos (Mt 18, 15s). El testigo es necesario, tanto por el estado de las cosas -que si no puede probarse y el miembro de la comunidad lo niega, debe abandonarse en manos de Dios; los hermanos son testigos, no inquisidores- como por la negativa del pecador a arrepentirse. El secreto en que se practica la disciplina está destinado a facilitar la conversión al pecador. Pero si continúa empeñado en no escuchar, o si el pecado es ya manifiesto a toda la Iglesia, es la Iglesia entera quien debe entonces exhortar al pecador y llamarle a la conversión (Mt 18, 17; cf. 2Tes3, 14).

Si el pecador ocupa un ministerio en la Iglesia, sólo debe acusársele si hay dos o tres testigos. «A los culpables, repréndeles delante de todos, para que los demás cobren temor» (l Tim 5, 20). La comunidad es llamada ahora a ejercer el poder de las llaves sobre el que desempeña un cargo. La sentencia pública exige la representación pública de la comunidad y del ministerio.

Yo te conjuro en presencia de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles escogidos, que observes estas recomendaciones sin dejarte llevar de prejuicios ni favoritismos (1 Tim 5, 21); porque ahora es el propio juicio de Dios el que va a recaer sobre el pecador. Si este se arrepiente con sinceridad, si reconoce públicamente su pecado, recibirá el perdón en nombre de Dios (cf. 2 Cor 2, 6s), pero si persevera en su pecado, la Iglesia debe retenérselo en nombre de Dios. Esto significa la exclusión de toda comunión con la Iglesia.

Considéralo como al gentil y al publicano (Mt 18, 17). Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo… porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 18s).

Pero la exclusión de la Iglesia sólo confirma lo que ya era un hecho: que el pecador impenitente es un hombre que «se ha condenado a sí mismo» (Tit 3, 10). No es la Iglesia quien le condena, él mismo pronuncia su condenación. Pablo designa esta exclusión completa con el término «entregar a Satanás» (l Cor 5,5; 1 Tim 1, 20). El culpable es entregado al mundo en que Satanás reina y produce la muerte (una comparación entre 1Tim 1,20 Y2 Tim 2,7; 4,15 prueba que no se trata aquí de la pena de muerte, como en Hch 5). El culpable es rechazado de la comunión del cuerpo de Cristo porque se ha separado a sí mismo. No posee ya ningún derecho en la Iglesia.

Sin embargo, incluso esta última acción se halla plenamente al servicio del mismo fin: «Para que el espíritu se salve en el día del Señor» (l Cor 5,5), «para que aprenda a no blasfemar» (1 Tim 1, 20). El fin de la disciplina eclesiástica (1) sigue siendo la vuelta a la Iglesia, la obtención de la salvación. Esta disciplina no deja de ser una acción pedagógica. Hay dos cosas ciertas: que el veredicto de la Iglesia es eterno si el otro no se arrepiente, y que este veredicto, en el que se desposee al pecador de la salvación, constituye el último ofrecimiento posible de la salvación y de la comunión con la Iglesia (2).

La santificación de la Iglesia se verifica en su conducta digna del Evangelio. Lleva el fruto del Espíritu y se encuentra bajo la disciplina de la palabra. En todo esto continúa siendo comunidad de aquellos cuya única santificación es Cristo (1 Cor 1, 30) Y que camina hacia el día de su vuelta.

Con esto llegamos al tercer aspecto de una verdadera santificación. Toda santificación tiende a subsistir en el día de Jesucristo. «Procurad la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Heb 12, 14). La santidad está siempre en relación con el fin. Su fin es poder subsistir no ante el juicio del mundo o ante su propio juicio, sino ante el Señor. A sus propios ojos, a los ojos del mundo, es posible que su santidad sea pecado, su fe incredulidad, su amor dureza, su disciplina debilidad. Su verdadera santidad permanece oculta. Pero Cristo mismo prepara a su Iglesia para que pueda subsistir ante él. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada (Ef 5, 25-27; Col 1, 22; Ef 1, 4).

Ante Jesús sólo puede subsistir la Iglesia santificada; el que ha reconciliado a los enemigos de Dios y ha dado su vida por los impíos, lo ha hecho para que su Iglesia sea santa hasta el día de su vuelta. Esto se realiza mediante el sello del Espíritu santo, con el que los cristianos son encerrados y preservados en el santuario de la Iglesia hasta el día de Jesucristo. Aquel día se encontrarán ante él, no cubiertos de manchas y de oprobio, sino con el espíritu, el alma y el cuerpo santos e irreprensibles (1 Tes 5, 23).

¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1 Cor 6,9-11).

Así que nadie desafíe a la gracia de Dios queriendo perseverar en el pecado. Sólo la Iglesia santificada se salvará de la cólera en el día de Jesucristo; porque el Señor juzgará según las obras, sin acepción de personas. La obra de cada uno será manifestada y cada uno recibirá «según el bien o el mal que hizo durante su vida mortal» (2 Cor 5, 10; Rom 2, 6s; Mt 16,26). Lo que no ha sido juzgado aquí abajo no quedará oculto el día del juicio; todo se manifestará. ¿Quién subsistirá entonces? El que haya realizado buenas obras. Los que serán justificados no son los que escuchan la ley, sino los que la ponen en práctica (Rom 2, 13; 2, 15). El Señor ha dicho claramente que sólo entrarán en el reino de los cielos los que hagan la voluntad de su Padre celestial. La «obra buena» nos es mandada porque seremos juzgados según nuestras obras. El temor a las obras buenas, con el que queremos justificar nuestras obras malas, es ajeno a la Biblia.

Así que nadie desafíe a la gracia de Dios queriendo perseverar en el pecado. Sólo la Iglesia santificada se salvará de la cólera en el día de Jesucristo; porque el Señor juzgará según las obras, sin acepción de personas. La obra de cada uno será manifestada y cada uno recibirá «según el bien o el mal que hizo durante su vida mortal» (2 Cor 5, 10; Rom 2, 6s; Mt 16,26). Lo que no ha sido juzgado aquí abajo no quedará oculto el día del juicio; todo se manifestará. ¿Quién subsistirá entonces? El que haya realizado buenas obras. Los que serán justificados no son los que escuchan la ley, sino los que la ponen en práctica (Rom 2, 13; 2, 15). El Señor ha dicho claramente que sólo entrarán en el reino de los cielos los que hagan la voluntad de su Padre celestial. La «obra buena» nos es mandada porque seremos juzgados según nuestras obras. El temor a las obras buenas, con el que queremos justificar nuestras obras malas, es ajeno a la Biblia.

La Escritura nunca opone la fe a la obra buena, viendo en esta la destrucción de aquella; al contrario, es la obra mala la que impide y aniquila la fe. La gracia y la acción son indisolubles. No existe fe sin buenas obras, igual que no hay obras buenas sin fe (3). Las buenas obras son necesarias al cristiano a causa de su salvación; porque quien se presente ante Dios lleno de obras malas no verá su Reino.

Por eso, la obra buena es el fin de la existencia cristiana. Puesto que sólo una cosa es necesaria en esta vida: saber cómo podrá subsistir el hombre en el juicio final, y puesto que cada uno será juzgado según sus obras, lo importante es preparar al cristiano para la obra buena. Igualmente, la nueva creación del hombre en Cristo tiene por fin las buenas obras.

Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos (Ef 2, 8-10; cf. 2 Tim 2, 21; 3,17; Tit 1, 16; 3,1.8.14).

Todo es completamente claro. El fin es producir la obra buena que Dios exige. La ley de Dios sigue en pie y debe ser cumplida (Rom 3, 31) por medio de las buenas obras. Pero sólo hay una buena obra, la obra de Dios en Cristo Jesús. Hemos sido salvados por la obra de Dios en Cristo, no por nuestras propias obras. De suerte que nunca podemos gloriarnos en nuestras propias obras, ya que somos su obra. Pero hemos sido recreados en Cristo para que en él practiquemos buenas obras.

Todas nuestras buenas obras no son más que obras buenas de Dios, para las que nos ha preparado de antemano. Por consiguiente, las buenas obras son mandadas a causa de la salvación, pero sólo son buenas las obras que Dios produce en nosotros. Son don de Dios. Debemos caminar en las buenas obras; sin embargo, sabemos que nunca podríamos subsistir con ellas ante el tribunal de Dios; por eso, sólo nos aferramos, en la fe, a Cristo y a su obra.

Dios promete a los que están en Cristo Jesús obras buenas gracias a las cuales podrán subsistir, les promete preservarlos en la santificación hasta el día de Jesús. Pero sólo podemos creer en esta promesa de Dios confiando en su palabra, caminando en las buenas obras para las que nos ha preparado. De esta forma, nuestra buena obra queda completamente oculta a nuestros ojos. Nuestra santificación permanece en secreto hasta el día en que todo se manifieste. El que quiere ver algo ahora, el que quiere manifestarse a sí mismo, sin esperar con paciencia, tiene en ello su recompensa. Precisamente cuando creemos hacer progresos sensibles en nuestra santificación, alegrándonos de ello, se nos llama con más energía al arrepentimiento y a reconocer que nuestras obras están íntegramente contaminadas por el pecado. Nuestra mayor alegría debe estar siempre en el Señor. Sólo Dios conoce nuestras buenas obras, nosotros sólo conocemos su obra buena; escuchamos su mandamiento, estamos bajo su gracia, marchamos por el camino de sus mandamientos… y pecamos. Debemos procurar que la justicia nueva, la santificación, la luz que debe brillar, queden completamente ocultas. La mano izquierda debe ignorar lo que hace la derecha. Pero creemos, estamos firmemente convencidos de que «quien inició en nosotros la buena obra, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6).

Aquel día, Cristo mismo nos revelará las buenas obras que no conocíamos. Cuando no lo sabíamos, le dimos de comer, de beber, le vestimos y visitamos; y cuando no lo sabíamos, le rechazamos. Entonces quedaremos asombrados y reconoceremos que no son nuestras buenas obras las que subsisten, sino la obra que Dios, en su tiempo y sin nuestra voluntad ni esfuerzo, realizó por medio de nosotros (Mt 25, 31s). Una vez más, debemos alejar las miradas de nosotros mismos para fijarlas en aquel que ha realizado todo en nosotros, marchando tras él.

El que cree es justificado, el que es justificado es santificado, el que es santificado se salvará en el juicio, no porque nuestra fe, nuestra justicia o nuestra santificación, en cuanto dependen de nosotros, sean algo distinto del pecado, sino porque Jesucristo ha sido hecho para nosotros «justicia, santificación y redención, a fin de que el que se gloríe, se gloríe en el Señor» (l Cor 1, 30).

NOTAS

(1). Por encima de todo ejercicio de la disciplina eclesiástica, que está siempre al servicio de la misericordia, incluso por encima del hecho de entregar al pecador endurecido a Satanás, la pena más terrible que conoce el Nuevo Testamento es la maldición, el anatema, que no está en relación con el fin salvífico. Se presenta como una anticipación del juicio divino. En el Antiguo Testamento le corresponde el cherem, que se aplica a los impíos. Significa una separación definitiva de la comunidad; el expulsado está muerto. Con esto se indican dos cosas: la comunidad no puede, en ninguna circunstancia, acoger y absolver al excomulgado. Por eso, queda exclusivamente en manos de Dios. Pero al mismo tiempo, aunque es un hombre maldito, también es santo, porque ha sido entregado a Dios. Y puesto que, como hombre maldito, sólo pertenece a Dios, la comunidad no puede intentar salvarle. Rom 9,3 prueba que el anatema significa separación de la salvación; Icor 16, 22 sugiere que el anatema está relacionado con la escatología. Gal 1, 8 dice que quien destruye conscientemente el Evangelio con su predicación debe ser anatematizado. No es casual el que los únicos textos que anatematizan a determinados hombres estén relacionados con herejes. «Doctrina est caelum, vita terra» (Lutero).

(2). El control doctrinal (Lehrzucht) se diferencia del control comunitario (Gemeindezucht) en cuanto que el último es consecuencia de la recta doctrina, es decir, del uso correcto de las llaves, mientras el primero se ejerce contra el abuso de la doctrina. La falsa doctrina corrompe la fuente de la vida de la Iglesia y de la disciplina comunitaria. Por eso, el pecado contra la doctrina es más grave que el pecado contra la buena conducta. Quien roba el Evangelio a la comunidad merece una condenación ilimitada, mientras que el que peca en su conducta puede contar siempre con el Evangelio. La disciplina doctrinal se aplica, ante todo, al portador del magisterio en la Iglesia. El presupuesto de todo esto es que, al conferir un cargo, existe la garantía de que el ministro es didaktikós, apto para la enseñanza (J Tim 3, 2; 2 Tim 2,24; Tit 1,9), «capaz de enseñar también a los otros» (2 Tim 2, 2), Y que a nadie se le imponen las manos precipitadamente porque, de lo contrario, la culpa recaería sobre el que se las haya impuesto (1 Tim 5, 22). El control doctrinal presupone, pues, la vocación al ministerio de la enseñanza. La vida y la muerte de las comunidades dependen de una conciencia sumamente escrupulosa. Pero el control doctrinal no termina con la llamada al ministerio de la enseñanza, más bien es su principio. Con una exhortación incesante, el ministro confirmado – Timoteo- debe ser obligado a conservar la doctrina correcta, salvífica. Para ello se le recomienda especialmente la lectura de la Escritura. El peligro de errar es muy grande (2 Tim 3, 10; 3, 14; 4, 2; 2,15; I Tim 4,13.16; Tit 1,9; 3, 8). A esto debe añadirse la exhortación a llevar una vida ejemplar. «Vela por ti mismo y por la enseñanza» (1 Tim 4, 16; Hch 20, 28). Timoteo no debe avergonzarse de ser exhortado a la castidad, a la humildad, a la imparcialidad. Antes que todo ejercicio de control comunitario se halla el ejercicio de la disciplina aplicada a los ministros. El oficio del ministro en la Iglesia consiste en transmitir la recta doctrina y oponerse a toda falsificación. Cuando aparezca un error manifiesto, el ministro debe mandar «que no se enseñe otra cosa» (l Tim 1,3); él tiene el cargo y puede mandar. Por otra parte, debe advertir y recordar que se eviten las disputas de palabras (2 Tim 2, 14). Si alguno es reconocido manifiestamente como hereje, debe «amonestarle una y otra vez». Si no escucha estos consejos, hay que romper toda comunión con él (Tit 3, 10; I Tim 6, 4s), porque seduce a la comunidad (2 Tim 3, 6s). «Quien no permanece en la doctrina de Jesucristo, no tiene Dios». A un hombre que enseña tales errores, no se le debe recibir en casa, ni siquiera saludarle (2 Jn 10). En la herejía viene el anticristo. El que es llamado anticristo no es el que peca en su forma de vivir, sino el que enseña doctrinas falsas. Sólo a este se aplica el anatema de Gal 1,9. Sobre las relaciones entre control doctrinal y comunitario, se puede decir que no hay control comunitario sin control doctrinal. Tampoco hay control doctrinal que no deba llevar al control comunitario. Pablo reprocha a los corintios el que, en su orgullo, quieren ocasionar cisma sin ejercer el control comunitario (1 Cor 5,2). En la comunidad es imposible operar esta separación entre la doctrina y la vida.

(3). La diferencia entre Pablo y Santiago consiste en que, según Santiago, a la humildad de la fe se le quita la posibilidad de gloriarse en sí misma, mientras que, según Pablo, esta posibilidad se le quita a la humildad de las obras. Santiago no pretende negar la validez de la frase «el hombre sólo se justifica por la fe»; pero se quiere prevenir al creyente del peligro que supone la seguridad en su fe, y por eso le indica la obra de obediencia y le humilla. Para Pablo, como para Santiago, se trata de que el hombre viva realmente de su fe, y no de sí mismo.

El precio de la Gracia (Parte 25)

gracia

Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la tercera (penúltima) fracción del Capítulo 5, Los Santos.

barra

  1. Los Santos (tercera o penúltima fracción)

Quien roba su cuerpo a Cristo para entregarlo al pecado, se aleja de Cristo. La fornicación constituye un pecado contra el propio cuerpo. Pero el cristiano debe saber que su cuerpo también es templo del Espíritu santo, que habita en él (l Cor 6, l3s). La comunión del cuerpo del cristiano con Cristo es tan estrecha que simultáneamente no puede pertenecer al mundo. La comunión del cuerpo de Cristo prohíbe pecar contra el propio cuerpo. La cólera de Dios castigará inevitablemente al fornicador (Rom 1,29; 1 Cor 1, 5s;7, 2; 10, 7; 2 Cor 12,21; Heb 12, 16; 13,4). El cristiano es casto, sólo consagra su cuerpo al servicio del cuerpo de Cristo. Sabe que su cuerpo ha sido entregado a la muerte por el sufrimiento y la muerte del cuerpo de Cristo en la cruz. La comunión con el cuerpo martirizado y glorificado de Cristo libera al cristiano del desorden de la vida física. Los deseos físicos desenfrenados mueren diariamente en esta comunión. En la disciplina y la continencia el cristiano, con su cuerpo, está exclusivamente al servicio de la edificación del cuerpo de Cristo, la Iglesia. Lo mismo hace en el matrimonio, convirtiéndolo así en parte del cuerpo de Cristo.

A la fornicación está ligada la codicia. La insatisfacción del deseo es común a ambas, y hace caer al codicioso en manos del mundo. «No codiciarás», dice el mandamiento de Dios. El fornicador como el codicioso, son todo codicia. El fornicador desea la posesión de otro ser; el codicioso, la de los bienes de este mundo. El codicioso desea dominar y regir, pero se convierte en esclavo del mundo al que ha apegado su corazón. Fornicación y codicia ponen al hombre en una relación con el mundo que le mancha y le vuelve impuro. La fornicación y la codicia son idolatría, porque el corazón del hombre no pertenece ya a Dios ni a Cristo, sino a los bienes de este mundo que desea.

Quien se crea a sí mismo su Dios y su mundo, aquel a quien su pasión personal se le convierte en Dios, se ve conducido a odiar al hermano que se atraviesa en su camino y constituye un obstáculo para su voluntad. Las discusiones, los odios, la envidia, el asesinato, provienen de la fuente de la codicia personal. «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?» (Sant 4,l s). El fornicador y el codicioso no pueden conocer el amor fraterno. Viven de las tinieblas de su propio corazón. Al cometer un pecado contra el cuerpo de Cristo, lo cometen contra su hermano. La fornicación y el amor fraterno se excluyen mutuamente a causa del cuerpo de Cristo.

El cuerpo que sustraigo a la comunión del cuerpo de Cristo no puede estar ya al servicio del prójimo. A la inversa, la falta de consideración con el propio cuerpo y con el del prójimo es acompañada necesariamente de una glotonería licenciosa e impía en la comida y la bebida. Quien desprecia su cuerpo cae en poder de la carne, «sirve a su vientre como a un Dios» (Rom 16, 18). El carácter horrible de este pecado reside en el hecho de que la carne muerta quiere cuidarse de sí misma, manchando al hombre hasta en su aspecto exterior. El glotón no tiene cabida en el cuerpo de Cristo. El mundo de los vicios es para la Iglesia algo pasado. Ella se separó de los que viven en tales vicios y debe seguir separándose de ellos continuamente (1 Cor 5, 9s), porque «¿qué hay de común entre la luz y las tinieblas?» (2 Cor 6, 14). En estas se encuentran las «obras de la carne», en aquella el «fruto del Espíritu» (Gal 5,19 s; Ef 5,9).

¿Qué significa el fruto? Hay muchas «obras» de la carne, pero un solo «fruto» del Espíritu. Las obras son resultado del trabajo humano, el fruto nace y crece sin que el árbol lo sepa. Las obras están muertas, el fruto vive y lleva una semilla que producirá nuevos frutos. Las obras pueden existir por sí mismas, pero nunca hay fruto sin árbol. El fruto es siempre algo absolutamente admirable, producido; no es algo querido, sino algo que brota. El fruto del Espíritu es un don producido sólo por Dios. Quien lo lleva sabe tan poco de él como el árbol de su fruto. Sólo conoce el poder de aquel por quien vive. No hay nada de que gloriarse, a no ser de la unión íntima con el origen, Cristo. Los mismos santos no saben nada del fruto de santificación que llevan. La mano izquierda ignora lo que hace la derecha. Si deseasen saber algo de esto, si quisiesen caer en la contemplación de sí mismos, se desprenderían de la raíz y se habría acabado para ellos el tiempo de llevar fruto. «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gal 5,22).

Junto a la santidad de la Iglesia aparece aquí, con la luz más intensa, la santificación del individuo. Pero la fuente es la misma, la comunión con Cristo, la comunión con el mismo cuerpo. Igual que la separación del mundo sólo se realiza de forma visible en un combate continuo, también la santificación personal consiste en la lucha del espíritu contra la carne. Los santos no ven en su vida más que lucha, miseria, debilidad y pecado; y cuanto más avanzados están en la santificación, más se reconocen como los que sucumben, como los que mueren según la carne. «Pues los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias» (Gal 5, 24). Viven todavía en la carne, pero precisamente por eso deben vivir plenamente de la fe en el Hijo de Dios, que ha comenzado a morar en ellos (GaI2, 20). El cristiano sufre cada día (l Cor 15, 31), pero aunque su carne sufra y se desmorone con esta muerte, el hombre interior se renueva de día en día (2 Cor 4, 16). La muerte de los santos según la carne se funda únicamente en el hecho de que Cristo, por el Espíritu santo, ha comenzado a vivir en ellos. Los santos mueren en Cristo y en su vida. Ya no necesitan buscarse sufrimientos propios, con los que únicamente conseguirían afirmarse una vez más en la carne. Cristo es su muerte diaria, su vida diaria.

Por eso pueden proclamar gozosos que el que ha nacido de Dios no puede pecar, que el pecado no tiene poder sobre ellos, que han muerto al pecado y viven en el Espíritu. «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús» (Rom 8, 1). Dios se complace en sus santos; él mismo es quien actúa en sus combates y su muerte, haciendo brotar con ello el fruto de la santificación, del que los santos deben estar completamente ciertos, aunque a veces permanezca oculto.

Naturalmente, no es que la fornicación, la codicia, el asesinato, el odio, puedan seguir reinando en la Iglesia, refugiándose en el mensaje del perdón; ni tampoco se trata de que el fruto de la santificación pueda permanecer invisible. Pero precisamente cuando es visible, cuando a la vista de la Iglesia cristiana el mundo se ve obligado a decir, como en los primeros siglos, «ved cómo se aman>, los santos sólo se fijan en aquel a quien pertenecen e, ignorando el bien que hacen, imploran el perdón de sus pecados. Los mismos cristianos que se aplican la frase: «El pecado no reina ya sobre nosotros y el creyente no peca», confesarán:

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonamos los pecados y purificamos de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 1, 8-2, 1).

El Señor les ha enseñado a rezar: Perdónanos nuestras deudas. Les ha ordenado que se perdonen mutuamente sin cesar (Ef 4, 32; Mt 18, 21 s). Los cristianos, al perdonarse unos a otros fraternalmente, dan un puesto en la comunidad al perdón de Jesús. Ven en el otro no a quien les ha ofendido, sino a aquel para quien Jesús ha conseguido el perdón en la cruz. Sus relaciones mutuas son las de hombres santificados por la cruz de Jesús. Bajo ella, por una muerte diaria, son santificados su pensamiento, su palabra, su cuerpo. Bajo esta cruz crece el fruto de la santificación.

La Iglesia de los santos no es la Iglesia «ideal» de los que carecen de pecado, de los perfectos. No es la comunidad de los puros, que no dejaría lugar al pecador para arrepentirse. Es más bien la Iglesia que se muestra digna del Evangelio del perdón de los pecados, en la medida en que anuncia verdaderamente el perdón de Dios, que no tiene nada que ver con el perdón que uno se concede a sí mismo; es la Iglesia de los que han experimentado la gracia cara de Dios, y obran de forma digna del Evangelio, sin malbaratarlo ni rechazarlo.

Esto significa que en la Iglesia de los santos sólo se puede predicar el perdón predicando también el arrepentimiento, no desproveyendo al Evangelio de la predicación de la ley, no perdonando los pecados pura y simplemente, incondicionalmente, sino reteniéndolos también en caso necesario. La voluntad del Señor es que no se eche a los perros el santo Evangelio; desea que sólo se lo predique cuando va garantizado por la exhortación al arrepentimiento. Una Iglesia que no llama pecado al pecado no puede encontrar la fe cuando quiere perdonar el pecado. Comete un pecado contra lo santo, camina de forma indigna del Evangelio. Es una Iglesia impía porque malbarata el perdón de Dios, que es muy caro. No basta con lamentarse de la pecabilidad general de los hombres incluso en sus obras buenas; así no se predica el arrepentimiento; hay que nombrar, castigar y juzgar el pecado concreto.

Este es el uso correcto de! poder de las llaves (Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20,23), dado por el Señor a la Iglesia y del que los reformadores hablaban aún con tanta energía. Por amor a las cosas santas, a los pecadores y a la Iglesia, hay obligación de utilizar la llave que permite atar, retener el pecado. El ejercicio del control eclesiástico [o disciplina eclesiástica, Gemeindezucht; N. del T.] es necesario para que la Iglesia camine de forma digna del Evangelio. Igual que la santificación implica la separación de la Iglesia con respecto al mundo, también debe implicar la separación de! mundo con respecto a la Iglesia. Sin la segunda, la primera es inauténtica y engañosa. La comunidad separada del mundo debe ejercer en su seno el control eclesiástico.

Este no sirve para edificar una comunidad de hombres perfectos, sino para construir la comunidad de los que viven realmente bajo la misericordia divina que perdona. El control eclesiástico está al servicio de la gracia cara de Dios. El pecador que se encuentra en la Iglesia debe ser exhortado y castigado para que no se condene ni haga mal uso del Evangelio. Por eso, sólo puede recibir la gracia del bautismo el que hace penitencia y confiesa su fe en Jesucristo. Del mismo modo, sólo puede recibir la gracia de la eucaristía el que «sabe discernir» (1 Cor 11, 29) entre el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo, dados para e! perdón de los pecados, y cualquier otra comida de tipo simbólico o de la clase que sea. Para ello conviene que pueda justificar sus conocimientos en materia de fe, que «se examine» o se someta al examen de los hermanos, para saber si es realmente el cuerpo y la sangre de Cristo lo que desea. Al interrogatorio en materia de fe se añade la confesión, por la que el cristiano busca y recibe la certeza del perdón de sus pecados. Es Dios quien viene aquí en ayuda del pecador para liberarlo del peligro de engañarse y de perdonarse a sí mismo. Al confesar el pecado delante del hermano, muere la carne con su orgullo.

barra

Biografías

EN MEMORIA: ALBERTO REMBAO SOLIS

1895 – 1962

Compilación de José Donato Rodríguez.

05201104CXX Aniversario del nacimiento -26 de septiembre de 1895- de uno de los grandes personajes evangélicos mexicanos. Nacido en la tierra de sus amores, Chihuahua, donde vivió una intensa vida juvenil que hasta a la Revolución Mexicana lo llevó no pudiendo hacerse a un lado ante el drama que su Patria vivía, y en donde a raíz de una herida, pierde una pierna. Situación dura para un joven, que lo lleva a otra revolución espiritual, y a la verdadera conversión y definición de su vida.

Bachiller y Master en Artes. Bachiller en Teología, Doctor en Divinidades. Director del Colegio Internacional, en Guadalajara, donde en la Universidad impartió las cátedras de Literatura y Lenguas Españolas, y con esa vocación pedagógica se dedica a enseñar durante toda su vida. Universidades, Seminarios, Encuentros internacionales, le oyeron siempre con atención e interés.

Desde su adolescencia comenzó a escribir. En “Chihuahua de mis amores” relata con fino humor y referencias históricas, su iniciación periodística; misma que lo llevó años adelante a asumir al dirección de la revista Nueva Democracia, que no nació con él, pero murió con él en 1962, después de haberle dedicado, en cuerpo y alma, 27 años, los más fecundos de su vida.

Sus obras:

  • Lupita, un relato del México epiléptico de la revolución; (del cual insertamos la introducción de un estudio que Amira Plascencia Vela, de la Universidad de Houston, presentó el otoño de 2006 como resultado de una investigación con el tema El Protestantismo a través de la novela).
  • Meditaciones neoyorquinas, una colección de sus aportaciones mensuales a La Nueva Democracia, cuando era mensual;
  • Democracia Trascendente, con un valor profético indudable;
  • Mensaje, Movimiento y Masa, hablando del Concilio Internacional Misionero, al cual asistió y en donde visitó a Gandhi, el santo laico de la India;
  • Flor de Translaciones, artículos leídos y vertidos al español por él, en su lenguaje “rembaista”;
  • Pneuma, Fundamentos Teológicos de la Cultura, con el ciclo de conferencias presentadas en el Seminario Evangélico Unido, en México, con motivo de sus 40 años de vida (1917-1957);
  • Lecciones de Filosofía de la Religión, otro ciclo de conferencias dictadas en el Seminario Evangélico de Matanzas, Cuba.
  • Dos libros traducidos y más de cinco mil artículos escritos y publicados por periódicos de la América

Mención especial requiere la revista La Nueva Democracia. Revista que maduró con el director en expresión de adultez literaria. Llegó a ser una de las más codiciadas peñas literarias y filosóficas de América Latina. Don Cecilio Arrastia decía, escribiendo los apuntes biográficos de don Alberto: “dedicó 27 años a hacer realidad el propósito de la revista, ofreciendo al religioso, no mensaje acariciador para una fe glandular, sino alimento para una razón iluminada por el Espíritu de Dios. Al hombre de ciencia y al filósofo les brindó artículos de profundidad oceánica. Y al hombre estético le brindó artículos interpretativos del arte mundial. Y en esto, como en todo, fue exigente; no brindó arte barato, sino que ofreció apuntes y ensayos para una filosofía del arte a través de muchos y muy buenos artículos calzados con las mejores firmas”.

Don Gonzalo Báez Camargo, gran amigo, relata: “la imagen de Alberto Rembao en el recuerdo es múltiple y variada. Se destaca en diversos tiempos y situaciones. Pero la que más persiste es la del Alberto Rembao de su cuarto de trabajo, tras del escritorio siempre apilado de libros, periódicos y papeles; sentado a su máquina, produciendo cuartillas¸ o lápiz en ristre, revisándolas y corrigiéndolas. Imagen de Alberto Rembao el escritor.

Don Juan Díaz Galindo, rector del Seminario Evangélico Unido en 1962, fecha de su partida, escribió a su esposa: “Todo el personal docente de este Seminario envía a usted por mi conducto nuestra sincera simpatía y profunda condolencia por la final partida de su esposo. Consideramos que no solamente ha dejado un gran vacío en su hogar sino en toda la comunidad evangélica de México, y demás países latinoamericanos. Terminó su gloriosa carrera un príncipe de Dios. En este Seminario conservaremos un especial recuerdo para el Dr. Rembao, que en varias ocasiones vino a edificarnos e iluminarnos con su sabia experiencia y su espíritu noble y fraternal”.

05201103 - copia (2)

(Alberto Rembao, 2o de derecha a izq.- Gonzalo Báez Camargo, 2o de izq a derecha).

barra

ALBERTO REMBAO: UNA VISIÓN DEL PROTESTANTISMO A TRAVÉS DE LA NOVELA

LUPITA: UN RELATO DE LA REVOLUCIÓN EN MÉXICO

Amira Plascencia Vela
(Amira.Plascencia-Vela@hotmail.uh.edu)

UNIVERSIDAD DE HOUSTON

El artículo hace un esbozo de la vida de Alberto Rembao, así como un breve análisis de su obra escrita no ficcional. Al hacer énfasis especial en la novela, Lupita. Un relato de la revolución en México, el trabajo establecerá los criterios de Rembao al momento de escribir sus textos, estudiará el contexto socio histórico que refleja la novela y hará una relación entre la literatura y la historia del protestantismo en el México de principios del siglo XX.

(Protestantismo, Revolución mexicana, inmigración, Estados Unidos)

INTRODUCCIÓN

La obra del chihuahuense Alberto Rembao es muy vasta; sin embargo, no se le ha prestado la atención adecuada dentro del área de las letras mexicanas.

Se podría hacer una lista de las razones por las cuales los escritos de Rembao han quedado en el olvido. No obstante, aquí se establecerán tres argumentos que enmarcan el problema de manera singular. El primero es que sus escritos no filosóficos son muy pocos; sólo tiene una novela, Lupita. Un relato de la revolución en México1. (1935) y tres libros cortos de crónicas: Meditaciones neoyorkinas (1939); Outolook in México (1942); y Chihuahua de mis amores y otros despachos de mexicanidad neoyorquina (1949).

Si bien las crónicas conforman un corpus de análisis más extenso, habría que tomar en cuenta otros aspectos en cuanto a la concepción de este género. Por ejemplo, dentro del área de la literatura, se considera un estilo de índole menor y hereditaria del periodismo.2

Por ello, su reconocimiento implica reflexionar sobre el criterio de selección de los textos para conformar las antologías y la relación de la prensa con las casas editoriales al momento en que se publicaron las crónicas. La práctica anteriormente dicha va más allá de los límites impuestos para este trabajo, por lo que aquí se recurrirá a la novela como punto de partida para el Análisis discursivo.

Ahora bien, el segundo motivo que ha impedido la propagación de los textos de Rembao es la inmigración del autor a los Estados Unidos. Casi toda la obra de Rembao fue escrita y editada en Nueva York, donde vivió más de la mitad de su vida.

De igual forma, lo que llegó a publicarse en América Latina fue escrito originalmente en Estados Unidos y después fue traducido y editado en algunos países latinoamericanos. Para Jorge Pixley, estudioso argentino, la editorial La Aurora de Buenos Aires fue una de las pocas casas editoriales que aceptó propagar ideas no pertenecientes a la ideología católica;3 Cuba también aprobó la publicación de los ensayos y cátedras especiales llevadas a cabo en el mismo país.4

En México se publicaron al menos tres de sus libros, Chihuahua de mis amores y otros despachos de mexicanidad neoyorquina (1949); Discurso a la nación evangélica (1949); y Pneuma. Los fundamentos teológicos de la cultura (1957), pero la idea de romper el orden establecido por el catolicismo y hacer una reforma religiosa no fue bien recibida por los mexicanos conservadores.

De modo que el teólogo fue clasificado como un propagandista evangélico.5 Por lo tanto, es la religión lo que aparta al autor de las casas editoriales mexicanas; y es ésta la tercera razón a tomar en cuenta al momento de buscar análisis textuales sobre la obra de Rembao.

Si observamos que Rembao, de denominación protestante congregacional, murió en 1962 y que no fue sino hasta la década de 1990 en que su figura comenzó a ser rescatada abiertamente por los académicos latinoamericanos, se concluye que el hecho de ser protestante afectó el análisis de su discurso durante más de tres décadas.

Ahora bien, no es que el trabajo del teólogo no fuera conocido o apreciado por otros intelectuales latinoamericanos de su época, ya que escritores como José Carlos Mariátegui y Alfonso Reyes conocieron su obra. Aun así, los estudios socio históricos sobre el protestantismo en América Latina comenzaron a despuntar en la segunda mitad del siglo XX, y esto también aplica al discurso literario.6

Al observar el panorama, se comprende por qué el único texto narrativo de Rembao llegó al siglo XXI sin el debido conocimiento de la crítica. Si a eso se le suma que la novela maneja una temática en la cual la práctica del protestantismo está de fondo en la trama, no es sorprendente que el texto se haya perdido en los anaqueles de las bibliotecas.

A pesar de estos factores, la obra atrae por el momento histórico en que se sitúan los personajes: el postrevolucionario. Asimismo, rescata una parte de la historia del protestantismo en México hasta la década de 1930, por lo que establece puntos de referencia importantes para el área de estudios de esta religión en el país. Además, el texto tiene un carácter autobiográfico, ya que Rembao se deja ver como uno de los personajes principales, Manuel Moreno, quien ha de participar en el texto como observador y, en ocasiones, partícipe de los hechos. Estos elementos, entre otros, incitan al análisis textual de la novela.

Por lo tanto, nos centraremos en Lupita. Un relato de la revolución en México para explicar algunos de los fenómenos presentados en el escrito, tales como la religión protestante como forma de vida, la inmigración de los personajes como motivo de cambio religioso, ideologías políticas de la época y el contexto histórico mexicano de los años treinta. De igual forma, y antes de analizar la obra, se hará un resumen de la vida de Rembao, así como de las ideas propuestas por él mismo en la mayoría de sus textos, ya que éstas nos conducirán a la tesis propuesta anteriormente.

LAS VERTIENTES Y LOS PUNTOS FUNDAMENTALES DE LA OBRA DE REMBAO

… Su novela y sus crónicas, están dirigidas al lector promedio que se acerca por primera vez a las temáticas que maneja Rembao. Siendo así, debemos pensar que la novela Lupita tiene como objetivo principal educar. La intención del autor no es simplemente contar un relato, sino enmarcar una época histórica concreta en la cual se observan diferentes etapas de la difusión del protestantismo en México.

Por medio de la novela, Rembao cambia de nivel en su discurso y conforma un espacio más abierto e inclusivo en el proceso de lectura. Así pues, las historias de Lupita Hurtado de Mendoza, Manuel Moreno, Samuel Morales y Mario Talavera, personajes principales de la novela, muestran la contraparte del catolicismo en un México que vislumbra otras opciones para vivir el cristianismo. Ahora, en medio de esas vertientes, existen parámetros básicos que delinean la ideología de Rembao. Los puntos se encuentran de forma precisa y breve en el ensayo “La Reforma en América Latina”,11 el cual fue publicado en la revista Religion in Life en el año de 1957.

Los temas a tratar en la disertación son cinco: 1) nacionalidad como sinónimo de religión; 2) definición del grupo minoritario protestante; 3) protestantismo como resultado de la imposición extranjera; 4) religión como acuerdo eclesiástico, y por lo tanto como monopolio; y 5) cambio de actitud por parte de la Iglesia católico romana hacia sus “hijos rebeldes”. El argumento está bien delimitado, en él se observa una descripción detallada del estado del protestantismo en Latinoamérica en la primera mitad del siglo XX…

Para una lectura completa del documento, acudir a internet: AmiraPlascenciaVela.pdf. Adobe Reader.

donato_rdz

Un Caracter Perfecto

caracter_perfecto

Juan Wesley nació el diecisiete de junio de 1703, en Epworth, Inglaterra, el decimoquinto de diecinueve hijos de Samuel y Susana Wesley. El padre de Wesley era predicador, y la madre de Wesley era una mujer notable en cuanto a sabiduría e inteligencia. Era una mujer de profunda piedad y crió a sus pequeños en estrecho contacto con las historias de la Biblia, contándolas ya alrededor del hogar de la habitación de los niños. También solía vestir a los niños con sus mejores ropas los días en que tenían el privilegio de aprender su alfabeto como introducción a la lectura de las Sagradas Escrituras.

El joven Wesley era apuesto y varonil, y le encantaban los juegos y en particular el baile. En Oxford fue un líder, y durante la última parte de su estancia allí fue uno de los fundadores del «Santo Club,» una organización de estudiantes serios. Su naturaleza religiosa se profundizó con el estudio y la experiencia, pero no fue hasta años después de dejar la universidad y entrar bajo la influencia de los escritos de Lutero que sintió haber entrado en las plenas riquezas del Evangelio.

El y su hermano Carlos fueron enviados a Georgia por la Sociedad para la Propagación del Evangelio, y allí los dos desarrollaron sus capacidades como predicadores. Durante su navegación se encontraron en compañía de varios Hermanos Moravos, miembros de la asociación recientemente renovada por la actividad del Conde Zinzendorf. Juan Wesley observó en su diario que en una gran tempestad, cuando todos los ingleses a bordo perdieron enteramente la com-postura, estos alemanes lo impresionaron con su calma y total resignación a Dios. También observó la humildad de ellos bajo tratos insultantes.

Fue al volver a Inglaterra que entró en aquellas mas profundas experiencias y que desarrolló aquellos maravillosos poderes como predicador popular, que le hicieron un líder nacional. En aquel tiempo se asoció asimismo con George Whitefield, de fama imperecedera por su maravillosa elocuencia.

Lo que llevó a cabo bordea en lo increíble. Al entrar en su año octogésimo quinto, le dio las gracias a Dios por ser casi tan vigoroso como siempre. Lo adscribía en la voluntad de Dios, al hecho dc que siempre había dormido profundamente a que se había levantado durante sesenta años a las cuatro de la mañana y que por cincuenta años predicó cada mañana a las cinco. Apenas en su vida sintió algún dolor, resquemor o ansiedad. Predicaba dos veces al día, y a menudo tres y cuatro veces. Se ha estimado que cada año viajó cuatro mil quinientas millas inglesas, la mayoría a lomo de caballos.

Los éxitos logrados por la predicación Metodista tuvieron que ser alcanzados a través de una larga serie de años, y entre las más acerbas persecuciones. En casi todas las partes de Inglaterra se vio enfrentado al principio por el populacho que le apedreaba, y con intentos de herirle y matarle. Sólo en ocasiones hubo intervenciones de la autoridad civil. Los dos Wesleys se enfrentaron a todos estos peligros con un asombroso valor, y con una serenidad igualmente asombrosa. Lo más irritante era el amontonamiento de calumnias e insultos de parte de los escritores de aquella época. Estos libros están totalmente olvidados.

Wesley había sido, en su juventud, un eclesiástico de la iglesia alta, y siempre estuvo profundamente adherido a la Comunión Establecida. Cuando vio necesario ordenar predicadores, se hizo inevitable la separación de sus seguidores de la iglesia oficial. Pronto recibieron el nombre de «Metodistas» debido a la peculiar capacidad organizativa de su líder y a los ingeniosos métodos que aplicaba.

La comunión Wesleyana, que después de su muerte creció hasta constituir la gran Iglesia Metodista, se caracterizaba por una perfección organizativa casi militar. Toda la dirección de su denominación siempre en crecimiento descansaba sobre el mismo Wesley. La conferencia anual, establecida en 1744, adquirió un poder de gobierno sólo a la muerte de Wesley. Carlos Wesley hizo un servicio incalculable a la sociedad con sus himnos. Introdujeron una nueva era a la himnología de la Iglesia de Inglaterra. Juan Wesley dividió sus días entre su trabajo de dirigir a la Iglesia, su estudio (porque era un lector incansable), a viajar, y a predicar. Wesley era incansable en sus esfuerzos por diseminar conocimientos útiles a través de su denominación.

Planificó la cultura intelectual de sus predicadores itinerantes y maestros locales, y para escuelas de instrucción para los futuros maestros de la Iglesia. El mismo preparó libros para su uso popular acerca de historia universal, historia de la Iglesia, e historia natural. En esto Wesley fue un apóstol de la unión de la cultura intelectual con la vida cristiana. Publicó también los más madurados de sus sermones y varias obras teológicas. Todo esto, tanto por su profundidad y penetración mental, como por su pureza y precisión de estilo, excitan nuestra admiración.

Juan Wesley era persona de estatura ordinaria, pero de noble presencia. Sus rasgos eran muy apuestos, incluso en su ancianidad. Tenía una frente ancha, nariz aquilina, ojos claros y una complexión lozana. Sus modales eran corteses, y cuando estaba en compañía de gentes cristianas se mostraba relajado. Los rasgos más destacados de su carácter eran su amor persistente y laborioso por las almas de los hombres, la firmeza, y la tranquilidad de espíritu. Incluso en controversias doctrinales exhibía la mayor calma. Era amable y muy generoso. Ya se ha mencionado su gran laboriosidad. Se calcula que en los últimos cincuenta y dos años de su vida predicó más de cuarenta mil sermones. Wesley trajo a pecadores al arrepentimiento en tres reinos y dos hemisferios. Fue obispo de una diócesis sin comparación con ninguna de la Iglesia Oriental u Occidental. ¿Qué hay en el ámbito de los esfuerzos cristianos -misiones foráneas, misiones interiores, tratados y literatura cristiana, predicación de campo, predicación itinerante, estudios bíblicos y lo que sea que no filera intentado por Juan Wesley, que no fuera abarcado por su poderosa mente mediante la ayuda de su Divino Conductor?

A él le fue concedido avivar la Iglesia de Inglaterra cuando había perdido de vista a Cristo el Redentor, llevándola a una renovada vida cristiana. Al predicar la justificación y renovación del alma por medio de la fe en Cristo, levantó a muchos de las clases más humildes de la nación inglesa desde su enorme ignorancia y malos hábitos, transformándolos en cristianos fervorosos y fieles. Sus infatigables esfuerzos se hicieron sentir no sólo en Inglaterra, sino también en América y en la Europa continental. No sólo se deben al Metodismo casi todo el celo existente en Inglaterra por la verdad y vida cristiana, sino que la actividad agitada en otras partes de la Europa Protestante podemos remontarla, indirectamente al menos, a Wesley.

Murió en 1791, después de una larga vida de incesantes labores y de desprendido servicio. Su ferviente espíritu y cordial hermandad siguen sobreviviendo en el cuerpo que mantiene afectuosamente su nombre.


(Edited by George Lyons for the Wesley Center for Applied Theology at Northwest Nazarene College, Nampa, ID). Text may be freely used for personal or scholarly purposes or mirrored on other web sites, provided this notice is left intact. Any use of this material for commercial purposes of any kind is strictly forbidden without the express permission of the Wesley Center at Northwest Nazarene University, Nampa, ID 83686.

barra

Carta a un clérigo

 Nota del director: En un número anterior uno de nuestros lectores preguntó de dónde sacó el Obispo Juan Pluma Morales la referencia que hizo en su artículo Médico de Cuerpo y Almas, sobre la Carta a Un Clérigo, de Juan Wesley. En obsequio al interés de nuestro lector, publicamos ahora esa carta, que puede ser hallada en: “Las Obras de Juan Wesley”, Tomo V, pág. 211-216.

Carta a un Clérigo

Tullamore, 4 de mayo de 1748

Reverendo Señor:

Rev. Juan Wesley
Rev. Juan Wesley

No tengo actualmente tiempo disponible ni el deseo de entrar en una controversia formal; pero me permitirá que le haga unas breves alusiones al tema de nuestra conversación de anoche.

I.

  1.  Dado que la vida y la salud son cosas de tan grande importancia, es incuestionable y fundamental que los médicos deberán contar con todas las ventajas del aprendizaje y del estudio que sea posible.
  2. Asimismo, antes de comenzar el ejercicio de su profesión han de ser examinados por profesores competentes.
  3. Luego de aprobar los exámenes, las personas autorizadas para hacerlo deben otorgarles el derecho a ejercer su profesión.
  4. Mientras preservan la vida de los demás, deben disponer de los recursos suficientes para sostener las suyas propias.
  5. Pensemos ahora en un caballero educado en la universidad de Dublin, con todas las ventajas que ello significa y que, habiendo superado todas las pruebas corrientes, ha sido autorizado a ejercer su profesión.
  6. Supongamos que este médico se instala por unos años en un lugar determinado, pero que no logra curar; y que después de aplicar sus conocimientos a unas quinientas personas, se comprueba que no ha curado ni siquiera una, sino que, contrariamente, muchos de sus pacientes han muerto bajo su atención y que los demás están igual que antes de su llegada.
  7. ¿Condenaría usted a alguien que, teniendo algún conocimiento de medicina, como también una tierna compasión hacia los enfermos y moribundos existentes a su alrededor, trata de curar sin percibir salario ni recompensa alguna a muchos de los que el doctor no pudo sanar?
  8. Por lo menos no los sanó (que para el caso es igual) aunque sólo fuere porque él no fue a ellos, ni ellos a él.
  9. ¿Condenaría usted a quien ha curado enfermos que el médico titulado no pudo sanar, sólo porque carece de estudios completos o de una educación universitaria? ¿Qué entonces? Sana a los que el educado y preparado no puede curar.
  10. ¿Argumentaría usted que el hecho de no ser médico debidamente autorizado le quita todo derecho a ejercer? No puedo coincidir con su opinión. Creo que es médico aquél que cura (medicus est qui medetur) y que toda persona tiene derecho a salvar la vida de un moribundo. Pero, si usted sólo quiere decir que no está autorizado a cobrar honorarios, no discuto, pues no cobra nada.
  11. No, y me temo que, por otra parte, si usamos el idioma con propiedad, podemos coincidir en la afirmación de que no es médico quien no cura (medicus non est qui non medetur).
  12. Es cierto que al poseer su título de doctor en medicina se le reconoce autoridad; pero, ¿autoridad para qué? Pues para curar a todos los enfermos que lo consulten. Pero (dejando de lado aquéllos que no lo hagan, cuyas vidas usted tampoco querría sacrificar inútilmente) que no cura a los que lo consultan; quien estaba enfermo sigue igual o de lo contrario ya ha partido para no verle más. Por lo tanto, su autoridad no vale nada porque no sirve para el fin que le fue concedida.
  13. Y ciertamente no tiene autoridad para quitarles la vida, impidiendo a otro que les salve.
  14. Tanto si intenta como se desea impedir al otro, como si le condena o le tiene aversión, queda claro para toda persona pensante que para él es más importante su salario que la vida de sus pacientes.

II- Ahora, para aplicar esto:

  1.  Dado que la vida eterna y la santidad, o sea la salud del alma, son cosas de tan grande importancia, es sumamente conveniente que los ministros, siendo por cierto los médicos del alma, gocen de todas las ventajas del saber y de la erudición.
  2. Por la misma razón, deben someterse a los exámenes más rigurosos, realizados por profesores realmente competentes, antes de entrar en el ejercicio público de su profesión, que es la de salvar almas de la muerte.
  3. Una vez que han superado las pruebas, deben ser habilitados para ejercer por quienes tienen el poder de conceder esa autoridad. Al respecto, creo que desde la era apostólica, los obispos han estado autorizados para hacer esto.
  4. Y aquéllos cuyas almas ellos salven, deben, entretanto, proveerles lo necesario para su subsistencia.
  5. Pero, pensemos también en un caballero educado en la ya mencionada universidad de Dublin, con todas las ventajas que ello implica, que luego de superar los exámenes correspondientes es autorizado para salvar almas.
  6. Supongamos, además, que este ministro se instala por unos años en una localidad cualquiera, pero que en ese lapso no salva alma alguna ni tampoco a ningún pecador de sus ofensas. Es decir, que luego de predicar por varios años a unas quinientas o seiscientas personas, no puede demostrar que ha convertido a alguien de sus errores, mientras que muchos han muerto en sus pecados y los restantes permanecen tal como eran antes que él llegara.
  7. ¿Condenaría usted a quien, disponiendo de algún conocimiento del evangelio de Cristo, sintiendo compasión por las almas moribundas, y sin percibir recompensa temporal alguna, salva a muchas que el ministro no ha podido librar de sus pecados?
  8. Por lo menos no las libró, y probablemente no lo hubiera hecho, pues él no iba a ellas, ni ellas le buscaban.
  9. ¿Condenaría usted a dicho predicador por no tener mayores conocimientos o una educación universitaria? ¿Y qué si salva a esos pecadores de sus ofensas, cosa que el estudioso y erudito no pudo hacer? Un campesino fue llevado ante el Colegio de Médicos de París, donde un sabio lo acosó, diciéndole: «Entiendo que usted pretende recetar a personas que padecen fiebre intermitente, pero ¿sabe usted en qué consiste esa enfermedad?» La respuesta del campesino fue la siguiente: «Sí señor, una fiebre intermitente es una enfermedad que yo puedo curar y usted no».
  10. Usted podría: «al no ser él un ministro, carece de autoridad para salvar almas.» Pido perdón por disentir con usted en esto. Creo que es verdadero ministro evangélico, diákonos, siervo de Cristo y de su iglesia, quien oútos diakoneî, quien contribuye a salvar almas de la muerte y al rescate de pecadores de sus culpas, como también creo que cada cristiano tiene autoridad para salvar un alma que se muere, si es que puede hacerlo. Pero si usted sólo se refiere a que carece de autoridad para aceptar diezmos, estoy de acuerdo, puesto que no los recibe, sino que, así como ha recibido de gracia, da de gracia.
  11. Ampliemos el tema un poco más. Respecto tanto del alma como del cuerpo, se puede sostener que no es médico quien no cura. Por ello me inclino a creer que las personas razonables tenderán a pensar que quien no salva almas, tampoco es ministro de Cristo.
  12. Usted podrá decir: «Ah, pero es ordenado y por consiguiente tiene autoridad.» A esa afirmación yo le respondo: ¿Autoridad para hacer qué? ¿Para salvar todas las almas que pidan su cuidado? Ciertamente; pero (dejando de lado aquéllos que no lo hagan, que usted tampoco desearía que se perdieran), de hecho no salva a los que están bajo su cuidado. En consecuencia, ¿a qué fin sirve su autoridad? El que era un bebedor, sigue siéndolo. Lo mismo es verdad del que no guarda el domingo, o del ladrón, o del blasfemador común. Esto es lo mejor del caso, porque muchos han muerto en su iniquidad, y el Señor demandará su sangre de mano del atalaya.
  13. Ciertamente no tiene autoridad para asesinar almas, ya sea por abandono, o por su doctrina deficiente, si no falsa, o por impedir a otros arrebatarles del incendio y llevarles a la vida eterna.
  14. Si intenta o desea obstaculizarlo, si condena o está disgustado por ello con quien sí sana, buena razón existe para temer que considera su propio provecho más que la salvación de las almas.
 Soy, Reverendo Señor, 
su afectuoso hermano. 
J.W. 
 

Vida y obra de Wesley

Sermón 93

Redimiendo el tiempo

vyow.1

Efesios 5.16

Redimiendo el tiempo

1. «Mirad, pues, con diligencia cómo andéis», dice el apóstol en el versículo precedente, «no como necios, sino como sabios, redimiendo el tiempo»; rescatando todo el tiempo que podáis para los mejores propósitos; comprando cada momento fugaz de las manos del pecado y Satanás, de las manos de la molicie, la comodidad, el placer, los negocios mundanos; lo más diligentemente posible porque los días actuales son malos, días de las más burdas ignorancia, inmoralidad e impiedad.

2. Este parece ser el significado general de estas palabras. Pero ahora me propongo considerar sólo una manera particular de «redimir el tiempo», esto es, redimirlo del sueño.

3. En apariencia este aspecto ha sido considerado muy escasamente, aun por las personas piadosas. Muchos que han tenido clara conciencia en otros aspectos no la han tenido también en este. Parece que pensaban que era una cuestión indiferente si dormían más o menos, y nunca lo vieron desde el verdadero punto de vista, como un aspecto importante de la templanza cristiana.

Para que tengamos un concepto más justo de esto, me esforzaré por mostrar:

I. Qué es «redimir el tiempo» del sueño.

II. El mal que hay en no redimirlo; y

III. La manera más eficaz de hacerlo.

vyow.3I.1. Y primero, ¿qué es «redimir el tiempo» del sueño? Es, en general, dormir tanto cada noche como lo requiere la naturaleza, y no más; una medida de sueño que sea la que mejor conduzca a la salud y al vigor tanto del cuerpo como de la mente.

2. Pero algunos objetan: «Una misma medida no es adecuada a todas las personas: algunos requieren considerablemente más que otros. Ni tampoco la misma medida bastará inclusive a la misma persona en diferentes momentos. Cuando una persona está enferma, o si no lo está en un momento dado pero se halla debilitada por una enfermedad precedente, ciertamente que necesita más de este restaurador natural que cuando estaba en perfecta salud. Y lo mismo necesitará cuando su fuerza y su ánimo están exhaustos por el trabajo duro y prolongado.»

3. Todo esto es incuestionablemente cierto y confirmado por mil experimentos. Por lo tanto, aquellos que han intentado fijar una medida de sueño para todas las personas no entendían la naturaleza del cuerpo humano, tan ampliamente diferente en las distintas personas; como tampoco la entendieron quienes imaginaron que la misma medida de sueño se adecuaría a la misma persona en todos los momentos. Uno se asombra de que un gran hombre como el obispo Taylor se haya imaginado algo tan extraño, y mucho más de que la medida de sueño que ha asignado como norma general sea solamente de tres horas cada veinticuatro. Ese hombre bueno y sensato, el Sr. Baxter, no estaba mucho más cerca de la verdad al suponer que cuatro horas cada veinticuatro serían suficientes para cualquier persona. Conocí a un hombre extremadamente sensato que estaba absolutamente persuadido de que nadie necesitaba dormir más de cinco horas cada veinticuatro. Pero cuando él mismo hizo el experimento renunció rápidamente a dicha opinión. Y estoy plenamente convencido, por una observación continua de más de cincuenta años, que cualquier cosa que puedan hacer las personas extraordinarias, o hacerlo en algunos casos extraordinarios (en los cuales algunas personas han subsistido con muy poco sueño por algunas semanas y hasta meses), un cuerpo humano apenas podrá continuar con salud y vigor sin por lo menos seis horas de sueño cada veinticuatro. Estoy seguro porque nunca me encontré con tal ejemplo: nunca hallé un hombre o una mujer que mantuviera una salud vigorosa durante un año sin una medida de sueño como ésta.

4. Y por mucho tiempo he observado que las mujeres, en general, necesitan un poco más de sueño que los hombres, quizás porque son comúnmente de un humor corporal más débil y más húmedo. Por lo tanto, si uno se aventurase a mencionar una norma (aunque sujeta a muchas excepciones y a alteraciones ocasionales) me inclino a pensar que lo siguiente andaría cerca del blanco: los hombres sanos, en general, necesitan un poco más de seis horas de sueño, y las mujeres un poco más de siete, cada veinticuatro horas. Yo mismo necesito seis horas y media, y no puedo subsistir bien con menos.

5. Si alguien desea conocer exactamente la cantidad de sueño que su propia constitución requiere, puede hacer muy fácilmente el experimento que yo hice hace unos sesenta años. Me despertaba cada noche alrededor de las doce o de la una, y me quedaba acostado y despierto por un tiempo. Pronto deduje que esto sucedía porque yo permanecía en la cama más tiempo que lo que mi naturaleza requería. Para convencerme me procuré un reloj despertador que me despertó en la mañana siguiente a las siete, aproximadamente una hora más temprano de lo que me había despertado la mañana anterior; sin embargo, volví a desvelarme un tiempo aquella noche. La segunda mañana me levanté a las seis; pero a pesar de esto volví a desvelarme la segunda noche. La tercera mañana me levanté a las cinco; pero no obstante estuve un tiempo despierto la tercera noche. La cuarta mañana me levanté a las cuatro (como, por la gracia de Dios, he hecho desde entonces), y ya nunca más me desvelé. Y ahora permanezco despierto en la cama (considerando el año completo) menos de un cuarto de hora al mes. Con el mismo experimento, levantándose algo más temprano cada mañana, cualquier persona puede hallar cuánto sueño realmente necesita.

vyow.2II.1. «¿Pero por qué debe uno preocuparse tanto? ¿Qué necesidad hay de ser tan escrupuloso? ¿Por qué debemos ponernos tan meticulosos? ¿Qué daño produce hacer como hacen nuestros vecinos? Supongamos: ¿Qué daño hay en dormir desde las diez hasta las seis o las siete de la mañana en verano, y hasta las ocho o las nueve en invierno?»

2. Si quieres considerar esta cuestión equitativamente, necesitarás una buena porción de candor y de imparcialidad, puesto que lo que voy a decir probablemente será enteramente nuevo y diferente a cualquier cosa que hayas oído en toda tu vida; diferente del juicio, y por lo menos del ejemplo, de tus padres y de tus parientes más cercanos, y quizás de las personas más religiosas con que alguna vez te relacionaste. Levanta pues tu corazón al Espíritu de verdad,1 y ruégale que resplandezca sobre él, para que sin hacer diferencia entre personas, puedas ver y seguir la verdad que está en Jesús.2

3. ¿Realmente deseas saber que daño hay en no rescatarle todo el tiempo que puedas al sueño? Supongamos: ¿Qué daño hay en emplear en él una hora diaria más de lo que la naturaleza requiere? Pues, en primer lugar, daña tu haber. Equivale a desperdiciar seis horas semanales que podrían agregarse a alguna cuenta temporal. Si puedes hacer cualquier trabajo, puedes ganar algo en ese tiempo, aunque sea poco. Y no tienes necesidad de desechar ni siquiera esto. Si no lo necesitas para ti, dáselo a quienes lo necesitan: conoces a algunos que no han de estar muy lejos. Si no tienes ningún oficio, aun así puedes emplear el tiempo de tal manera que proporcione dinero o un valor equivalente para ti mismo o para otros.

4. En segundo lugar, no rescatarle al sueño todo el tiempo que puedas e invertir más tiempo en él que lo que tu constitución necesariamente requiere, daña a tu salud. Nada puede ser más cierto que esto, aunque no es comúnmente observado. No es comúnmente observado porque el mal te va deteriorando en grado lento e insensible. De esta manera gradual e imperceptible pone el fundamento de muchas enfermedades. Es la causa verdadera y principal, aunque insospechada, de todas las enfermedades nerviosas en particular. Se han hecho muchas investigaciones para explicar por qué los trastornos nerviosos son más comunes entre nosotros que entre nuestros antepasados.

Frecuentemente pueden concurrir otras causas, pero la principal es que permanecemos más tiempo en cama. En vez de levantarnos a las cuatro, la mayoría de nosotros, los que no estamos obligados a trabajar por nuestro pan, nos quedamos acostados hasta las siete, las ocho o las nueve. No necesitamos investigar más lejos. Esto explica suficientemente el gran incremento de estos penosos trastornos.

5. Puede observarse que la mayoría de ellos surge, no solamente de dormir demasiado, sino también de lo que nos imaginamos como enteramente inofensivo: permanecer demasiado tiempo en cama. Remojándonos (como se lo llama enfáticamente) tanto tiempo entre las sábanas tibias es como si nuestra carne fuera semihervida, y se vuelve blanda y fofa. Durante ese tiempo los nervios se desatan y todo el conjunto de síntomas de melancolía: languidez, temblores, ánimo decaído (así llamado), sobrevienen, hasta que la vida misma es una carga.

6. Un efecto común de dormir demasiado o de quedarse en la cama es el debilitamiento de la vista, especialmente una debilidad de carácter nervioso. Cuando yo era joven mi vista era notablemente débil. ¿Por qué es más aguda ahora que hace cuarenta años? Atribuyo esto primordialmente a la bendición de Dios, quien nos hace aptos para cualquier cosa a la cual nos llame. Pero indudablemente el medio exterior que tuvo el agrado de bendecir fue el levantarme temprano por la mañana.

7. Una objeción todavía más fuerte a levantarse tarde, a no rescatarle todo el tiempo que podemos al sueño, es que daña el alma tanto como al cuerpo; es un pecado contra Dios. Y por cierto que necesariamente tiene que ser así, tomando en cuenta las dos explicaciones precedentes. Porque no podemos malgastar o (lo cual viene a ser lo mismo) dejar de mejorar cualquier parte de nuestros bienes mundanos, ni podemos perjudicar nuestra propia salud sin pecar contra él.

8. Pero esta intemperancia tan de moda daña al alma de otra manera más directa. Siembra las semillas de deseos necios y dañinos, e inflama peligrosamente nuestros apetitos naturales, a los cuales una persona que se estira y bosteza en la cama está precisamente preparada para gratificar. Engendra y acrecienta continuamente la molicie, tan a menudo objetada en la nación inglesa. Abre el camino y prepara el alma a toda otra clase de intemperancia. Cría una blandura universal y languidez de espíritu, haciéndonos temerosos de cualquier pequeño inconveniente, nada dispuestos a negarnos a nosotros mismos cualquier placer, o a tomar y sobrellevar alguna cruz. ¿Y entonces cómo seremos capaces (sin lo cual debemos caer en el infierno) de arrebatar el reino de Dios con violencia?3 Nos incapacita para sufrir penalidades como buenos soldados de Jesucristo;4 y en consecuencia, para pelear la buena batalla de la fe y echar mano de la vida eterna.5

9. ¡En qué manera tan hermosa ese gran hombre, el Sr. Law, considera este asunto tan importante! No puedo sino adjuntar aquí parte de sus palabras para uso de todo lector sensible:6 Doy por sentado que todo cristiano sano se levanta temprano en la mañana; porque es mucho más razonable suponer que una persona se levanta temprano porque es cristiana, que porque es trabajador, comerciante o sirviente. Concebimos como aborrecible que una persona esté en cama cuando debiera estar en su trabajo. No podemos pensar bien de alguien que es tan esclavo de la somnolencia como para descuidar su ocupación por causa de ella.

vyow.4.Por lo tanto, que esto nos enseñe a concebir cuán odiosos debemos parecerle a Dios si estamos en la cama y nos encerramos en el sueño cuando debiéramos estar alabando a Dios, y que seamos tan esclavos de la somnolencia como para descuidar nuestras devociones por causa de ella. El sueño es un estado de vida tan embotado y estúpido que hasta despreciamos más a aquellos animales que son más dormilones. Por consiguiente, quien escoge extender la perezosa indolencia del sueño antes que llegar temprano a sus devociones escoge el refrigerio más torpe del cuerpo antes que el ejercicio más noble del alma. Escoge aquel estado que es reproche a los simples animales antes que el ejercicio que es la gloria de los ángeles.

10. Además, quien no puede negarse a sí mismo esta indulgencia somnolienta no está más preparado para la oración que lo que está preparado para el ayuno o cualquier otro acto de autonegación. Ciertamente que puede leer por encima una oración del ritual más fácilmente que lo que puede cumplir estos deberes, pero no está más dispuesto para el espíritu de oración que lo que está dispuesto para ayunar. Porque el sueño, así consentido, transmite blandura a todas nuestros estados de ánimo, y nos hace incapaces de deleitarnos en nada que no se adapte a un estado ocioso de la mente, como lo hace el sueño. De tal modo que una persona que es esclava de esta ociosidad se halla en el mismo estado de ánimo cuando se levanta. Todo lo que sea ocioso o sensual le complace. Y todo lo que requiere molestia o auto negación le resulta odioso, por la misma razón que aborrece levantarse.

11. No es posible que un epicúreo sea verdaderamente devoto. Debe renunciar a su sensualidad antes que pueda saborear la felicidad de la devoción. Ahora bien, el que hace del sueño una ociosa indulgencia hace tanto para corromper su alma y para hacerla esclava de sus apetitos corporales como lo hace un epicúreo. Ello no desordena su vida, como los actos notorios de intemperancia lo hacen, pero como cualquier costumbre más moderada de indulgencia va desgastando silenciosa y gradualmente el espíritu religioso y hunde al alma en el embotamiento y la sensualidad.

La auto negación de toda índole es la mismísima alma y vida de la piedad, pero el que no la tiene en grado suficiente como para ser capaz de estar temprano en oración no puede pensar que ha tomado su cruz y que sigue a Cristo.

¿Qué conquista ha logrado sobre sí mismo? ¿Cuál es la mano derecha que se ha cortado? ¿Para qué pruebas está preparado? ¿Qué sacrificios está preparado para ofrecer a Dios quien no puede ser tan cruel para consigo mismo como para levantarse a orar al mismo tiempo que una parte del mundo monótonamente se conforma con levantarse para trabajar?

12. Algunas personas no tendrán escrúpulos en decirte que practican la auto indulgencia del sueño porque no tienen nada que hacer, y que si tuvieran algún asunto en qué ocuparse no perderían tanto tiempo durmiendo. Pero se les debe decir que equivocan la cuestión; que tienen una gran cantidad de tareas a realizar; tienen que cambiar un corazón endurecido; tienen que adquirir todo el espíritu de la religión. Seguramente que a quien piensa que no tiene nada que hacer, porque lo único son sus oraciones, se le puede justamente decir que todavía tiene que buscar todo el espíritu de la religión.

Por lo tanto, no debes considerar cuán leve falta es levantarse tarde, sino cuán gran miseria es carecer de espíritu religioso y vivir en tal facilismo y tal ociosidad que te vuelven incapaz de cumplir con los deberes fundamentales del cristianismo. Si yo deseara que no estudiases la gratificación de tu paladar, no insistiría en el pecado de malgastar tu dinero, aunque es importante, sino que desearía que renunciases a ese modo de vida porque te mantiene en tal estado de sensualidad que te vuelve incapaz de deleitarte en las doctrinas más esenciales de la religión.

Por la misma razón no insisto mucho en el pecado de malgastar tu tiempo en el sueño, aunque es considerable, pero deseo que renuncies a esta indulgencia porque transmite blandura y ociosidad a tu alma, y es tan contraria a ese espíritu vivo, celoso y despierto que se niega a sí mismo, el cual era no sólo el espíritu de Cristo y sus apóstoles, y el espíritu de todos los santos y mártires que hubo siempre entre los humanos, sino que debe ser el espíritu de todos aquellos que no quieren hundirse en la corrupción corriente del mundo.

13. Aquí, por lo tanto, debemos establecer nuestra acusación contra esta práctica. Debemos culparla, no de causar tal o cual mal, sino de ser un hábito general que se extiende a través de todo el espíritu y sostiene un estado mental que es totalmente erróneo. Es contrario a la piedad, no como los deslices o errores accidentales en la vida son también contrarios, sino tal como un estado enfermo del cuerpo es contrario a la salud.

Por otro lado, si te levantases temprano cada mañana como ejemplo de autonegación, como método de renunciar a la indulgencia, como un medio de redimir tu tiempo y de adaptar tu espíritu para la oración, pronto hallarías su ventaja. Este método, aunque parece apenas una pequeña circunstancia, puede ser un medio de gran piedad. Mantendría constantemente en tu mente la convicción de que el facilismo y la indolencia son la ruina de la religión.

Te enseñaría a ejercitar poder sobre ti mismo y a renunciar a otros placeres y tendencias que guerrean contra el alma. Y a lo que así es plantado y regado seguramente Dios le dará el crecimiento.

III.1. Ahora solamente queda indagar, en tercer lugar, cómo podemos redimir el tiempo, y cómo podemos proceder en este asunto tan importante. ¿De qué manera hemos de practicar más eficazmente esta rama tan importante de la templanza? Os aconsejo a todos vosotros, los que estáis plenamente convencidos de la importancia inefable de esto, que no permitáis que esa convicción se extinga, sino que inmediatamente comencéis a actuar conforme a ella. Solamente que no dependáis de vuestra propia fuerza. Si lo hacéis, quedaréis plenamente desconcertados. Sed profundamente conscientes de que así como no sois capaces de hacer nada bueno por vosotros mismos, también aquí, especialmente, todas vuestras fuerzas no valdrán para nada.

Cualquiera que confía en sí mismo será confundido. Nunca encontré una excepción. Nunca conocí a alguien que confiase en sus propias fuerzas y que pudiese mantener su resolución por un año.

2. Os aconsejo, en segundo lugar, que claméis al Fuerte por fortaleza.7 Clamad a aquel que tiene todo poder en cielo y tierra, y creed que él contestará la oración que procede de labios sin engaño.8 Así como no podéis tener demasiado poca confianza en vosotros mismos, tampoco podéis tenerla demasiado en él. Entonces, poneos en marcha con fe, y seguramente que su poder se perfeccionará en vuestra debilidad.9

3. Os aconsejo, en tercer lugar, agregad a vuestra fe, prudencia; emplead los medios más racionales para lograr vuestro propósito. Comenzad especialmente por el lado correcto, de otro modo perderéis vuestro empeño. Si deseáis levantaros temprano, dormid temprano: aseguraos de esto en todos los casos. A pesar de las compañías más queridas y agradables, a pesar de sus requerimientos más sinceros, a pesar de súplicas, burlas o reproches, mantened vuestro horario rigurosamente. Levantaos precisamente a la hora que os habéis fijado, y retiraos sin más protocolo. Mantened vuestra hora, a pesar de los asuntos más urgentes que os presionen: dejad todo de lado hasta la mañana siguiente. Aunque signifique una cruz o una negación tan grande como nunca, mantened vuestra hora o todo se acaba.

4. Os aconsejo, en cuarto lugar, permaneced firmes. Mantened vuestra hora de levantaros, sin interrupción. No os levantéis dos mañanas, y luego os quedéis en cama la tercera; pero lo que hacéis una vez, hacedlo siempre. «Pero es que me duele la cabeza». No te preocupes por eso. Pronto pasará. «Pero es que me encuentro somnoliento como nunca. Tengo los ojos muy pesados.» Es entonces que no debes parlamentar, pues de otro modo es un caso perdido, sino levántate de un salto enseguida. Y si tu somnolencia no se va, acuéstate por un rato, después de una o dos horas. Pero no permitas que nada abra una brecha en esta regla: levántate y vístete a la tu hora.

5. Quizás dirás: «El consejo es bueno, pero llega demasiado tarde. Ya hice una brecha. Me levanté con constancia, y por un tiempo nada me lo impidió. Pero lo fui dejando poco a poco, ¡y ahora lo he abandonado por un tiempo considerable!» ¡Entonces, en nombre de Dios, comienza otra vez! Comienza mañana; o más bien esta noche, yéndote a dormir temprano, a pesar de amistades u ocupaciones. Comienza con más desconfianza en ti mismo que antes, pero con más confianza en Dios. Sigue solamente estas reglas, y ¡mi alma por la tuya!: Dios te dará la victoria. En poco tiempo se acabará la dificultad, pero el beneficio perdurará para siempre.

6. Si dices: «Pero no puedo hacer lo que hice entonces, porque no soy lo que era. Tengo muchos trastornos, mi ánimo está por el suelo, me tiemblan las manos: estoy totalmente flojo.» Contesto: todos estos son síntomas nerviosos, y todos ellos se originan en parte porque duermes demasiado, y no es probable que se quiten a menos que quites la causa. Por lo tanto, teniendo esto en cuenta (y no sólo para castigarte a ti mismo por tu tontería e infidelidad), para recuperar tu salud y tus fuerzas, vuelve a levantarte temprano. No tienes otro camino: no hay ninguna otra cosa que se pueda hacer. No hay otro medio posible para recuperar, en algún grado tolerable, tu salud corporal y mental. No te suicides. ¡No corras por la senda que lleva a los portales de la muerte! Como dije antes, lo digo otra vez: en nombre de Dios, hoy mismo, comienza de nuevo. Es verdad que será más difícil que lo que fue al principio. Pero soporta la dificultad con que te has sobrecargado, y no durará mucho. Pronto nacerá el sol de justicia,10 y sanará tanto tu alma como tu cuerpo.

7. Pero no te imagines que este único asunto, levantarte temprano, bastará para hacerte cristiano. No: aunque ese único asunto, el no levantarte temprano, te conservará pagano, vacío totalmente del espíritu cristiano; aunque esto solo (especialmente si una vez lo habías conquistado) te mantendrá frío, formal, insensible, muerto, y te hará imposible dar un paso más adelante en santidad vital, sin embargo, si levantarte temprano es lo único, te hará adelantar apenas un corto camino para hacer de ti un verdadero cristiano. Es apenas un solo paso entre muchos; pero es uno. Y habiéndolo dado, sigue adelante. Sigue adelante hacia la plena auto negación, a la templanza en todas las cosas,11 a la firme resolución de tomar cada día todas las cruces12 a las cuales seas llamado. Sigue adelante, en plena búsqueda del sentir que hubo en Cristo,13 de la santidad interna y luego de la externa; y entonces serás no casi, sino totalmente cristiano; acabarás tu carrera con gozo,14 y estarás satisfecho cuando despiertes a su semejanza.15

Londres, 20 de enero de 1782.