
Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la última fracción del Capítulo 5, Los Santos.

- Los Santos (última fracción)
La carne es entregada con Cristo al oprobio y la muerte, y por la palabra del perdón surge un hombre nuevo, seguro de la misericordia de Dios. De este modo, el uso de la confesión forma parte de la vida de los santos. Es un don de la gracia de Dios del que no puede abusarse impunemente. En la confesión se recibe la gracia cara de Dios. El cristiano se identifica en ella con la muerte de Cristo.
Por eso, cuando exhorto a la confesión lo único que hago es exhortar a ser cristiano (Lutero, Gran Catecismo). El control se extiende a toda la vida de la Iglesia. Existe una gradación bien establecida al servicio de la misericordia. El origen de todo ejercicio de control sigue siendo el anuncio de la palabra, de acuerdo con las dos llaves. No se limita a la asamblea del culto; el ministro nunca está desligado de su cargo fuera de ella. «Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Tim 4, 2). Este es el comienzo del control eclesiástico. Debe quedar claro que sólo se pueden castigar los pecados que se han hecho evidentes. «Los pecados de ciertas personas son notorios aun antes de que sean investigados; en cambio, los de otras lo son solamente después» (l Tim 5, 24). La disciplina eclesiástica nos evita así ser castigados en el juicio final.
Pero si la disciplina eclesiástica fracasa en este primer paso, es decir, en el servicio pastoral diario del ministro, queda en vilo todo lo que sigue. Porque el segundo paso es la exhortación fraterna mutua de los miembros de la comunidad: «Instruíos y amonestaos» (Col3, 16; 1Tes 5, 11.14). Parte de la exhortación consiste en consolar a los abatidos, soportar a los débiles, ser pacientes con todos (l Tes 5, 14). Esta es la única forma de resistir en la Iglesia a la tentación diaria y a la caída.
Cuando este servicio fraterno no sigue vivo en la Iglesia, es muy difícil dar el tercer paso. En efecto, si un hermano cae, a pesar de todo, en un pecado manifiesto de palabra o de hecho, la Iglesia debe tener la energía suficiente para abrir contra él un verdadero proceso de disciplina eclesiástica. También este camino es largo: ante todo, la Iglesia debe separarse del pecador. «No tratéis con él» (2 Tes 3, 14), «alejaos de ellos» (Rom 16, 17), «con esos ¡ni comer!» (¿se refiere a la eucaristía?) (l Cor 5, 11), «guárdate de ellos» (2 Tim 3, 5; 1Tim 6, 4). «Hermanos, os mandamos en nombre del Señor Jesucristo (!) que os apartéis de todo hermano que viva desconcertado y no según la tradición que de nosotros recibisteis» (2 Tes 3, 6).
Esta actitud de la Iglesia está destinada a que el pecador «se avergüence» (2 Tes 3, 14), para poderlo ganar otra vez de esta forma. Esta manera de alejarse del pecador implica también su exclusión temporal de los actos comunitarios. Sin embargo, tal alejamiento no debe conllevar ya la supresión de toda comunión. Más bien, la Iglesia que se separa del pecador debe seguir en contacto con él mediante la palabra de exhortación: «No le miréis como a enemigo, sino amonestadle como a hermano» (2 Tes 3, 15). El pecador sigue siendo hermano, y por eso es castigado y exhortado por la comunidad. Es un sentimiento de fraternidad misericordiosa el que mueve a la Iglesia a usar la disciplina. Con toda mansedumbre hay que castigar a los rebeldes y soportar a los malos, por si Dios les otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad, y volver al buen sentido, librándose de los lazos del diablo que los tiene cautivos, rendidos a su voluntad (2 Tim 2, 26).
El modo de exhortar será distinto según sea cada pecador, pero el fin siempre será el mismo: mover al arrepentimiento y a la reconciliación. Si el pecado puede quedar oculto entre ti y el pecador, no debes desvelarlo, sino sólo corregir al pecador y llamarlo al arrepentimiento; así «habrás ganado a tu hermano». Pero si no te escucha y persevera en su pecado, tampoco debes revelar inmediatamente el pecado, sino buscar uno o dos testigos (Mt 18, 15s). El testigo es necesario, tanto por el estado de las cosas -que si no puede probarse y el miembro de la comunidad lo niega, debe abandonarse en manos de Dios; los hermanos son testigos, no inquisidores- como por la negativa del pecador a arrepentirse. El secreto en que se practica la disciplina está destinado a facilitar la conversión al pecador. Pero si continúa empeñado en no escuchar, o si el pecado es ya manifiesto a toda la Iglesia, es la Iglesia entera quien debe entonces exhortar al pecador y llamarle a la conversión (Mt 18, 17; cf. 2Tes3, 14).
Si el pecador ocupa un ministerio en la Iglesia, sólo debe acusársele si hay dos o tres testigos. «A los culpables, repréndeles delante de todos, para que los demás cobren temor» (l Tim 5, 20). La comunidad es llamada ahora a ejercer el poder de las llaves sobre el que desempeña un cargo. La sentencia pública exige la representación pública de la comunidad y del ministerio.
Yo te conjuro en presencia de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles escogidos, que observes estas recomendaciones sin dejarte llevar de prejuicios ni favoritismos (1 Tim 5, 21); porque ahora es el propio juicio de Dios el que va a recaer sobre el pecador. Si este se arrepiente con sinceridad, si reconoce públicamente su pecado, recibirá el perdón en nombre de Dios (cf. 2 Cor 2, 6s), pero si persevera en su pecado, la Iglesia debe retenérselo en nombre de Dios. Esto significa la exclusión de toda comunión con la Iglesia.
Considéralo como al gentil y al publicano (Mt 18, 17). Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo… porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 18s).
Pero la exclusión de la Iglesia sólo confirma lo que ya era un hecho: que el pecador impenitente es un hombre que «se ha condenado a sí mismo» (Tit 3, 10). No es la Iglesia quien le condena, él mismo pronuncia su condenación. Pablo designa esta exclusión completa con el término «entregar a Satanás» (l Cor 5,5; 1 Tim 1, 20). El culpable es entregado al mundo en que Satanás reina y produce la muerte (una comparación entre 1Tim 1,20 Y2 Tim 2,7; 4,15 prueba que no se trata aquí de la pena de muerte, como en Hch 5). El culpable es rechazado de la comunión del cuerpo de Cristo porque se ha separado a sí mismo. No posee ya ningún derecho en la Iglesia.
Sin embargo, incluso esta última acción se halla plenamente al servicio del mismo fin: «Para que el espíritu se salve en el día del Señor» (l Cor 5,5), «para que aprenda a no blasfemar» (1 Tim 1, 20). El fin de la disciplina eclesiástica (1) sigue siendo la vuelta a la Iglesia, la obtención de la salvación. Esta disciplina no deja de ser una acción pedagógica. Hay dos cosas ciertas: que el veredicto de la Iglesia es eterno si el otro no se arrepiente, y que este veredicto, en el que se desposee al pecador de la salvación, constituye el último ofrecimiento posible de la salvación y de la comunión con la Iglesia (2).
La santificación de la Iglesia se verifica en su conducta digna del Evangelio. Lleva el fruto del Espíritu y se encuentra bajo la disciplina de la palabra. En todo esto continúa siendo comunidad de aquellos cuya única santificación es Cristo (1 Cor 1, 30) Y que camina hacia el día de su vuelta.
Con esto llegamos al tercer aspecto de una verdadera santificación. Toda santificación tiende a subsistir en el día de Jesucristo. «Procurad la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Heb 12, 14). La santidad está siempre en relación con el fin. Su fin es poder subsistir no ante el juicio del mundo o ante su propio juicio, sino ante el Señor. A sus propios ojos, a los ojos del mundo, es posible que su santidad sea pecado, su fe incredulidad, su amor dureza, su disciplina debilidad. Su verdadera santidad permanece oculta. Pero Cristo mismo prepara a su Iglesia para que pueda subsistir ante él. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada (Ef 5, 25-27; Col 1, 22; Ef 1, 4).
Ante Jesús sólo puede subsistir la Iglesia santificada; el que ha reconciliado a los enemigos de Dios y ha dado su vida por los impíos, lo ha hecho para que su Iglesia sea santa hasta el día de su vuelta. Esto se realiza mediante el sello del Espíritu santo, con el que los cristianos son encerrados y preservados en el santuario de la Iglesia hasta el día de Jesucristo. Aquel día se encontrarán ante él, no cubiertos de manchas y de oprobio, sino con el espíritu, el alma y el cuerpo santos e irreprensibles (1 Tes 5, 23).
¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios. Y tales fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1 Cor 6,9-11).
Así que nadie desafíe a la gracia de Dios queriendo perseverar en el pecado. Sólo la Iglesia santificada se salvará de la cólera en el día de Jesucristo; porque el Señor juzgará según las obras, sin acepción de personas. La obra de cada uno será manifestada y cada uno recibirá «según el bien o el mal que hizo durante su vida mortal» (2 Cor 5, 10; Rom 2, 6s; Mt 16,26). Lo que no ha sido juzgado aquí abajo no quedará oculto el día del juicio; todo se manifestará. ¿Quién subsistirá entonces? El que haya realizado buenas obras. Los que serán justificados no son los que escuchan la ley, sino los que la ponen en práctica (Rom 2, 13; 2, 15). El Señor ha dicho claramente que sólo entrarán en el reino de los cielos los que hagan la voluntad de su Padre celestial. La «obra buena» nos es mandada porque seremos juzgados según nuestras obras. El temor a las obras buenas, con el que queremos justificar nuestras obras malas, es ajeno a la Biblia.
Así que nadie desafíe a la gracia de Dios queriendo perseverar en el pecado. Sólo la Iglesia santificada se salvará de la cólera en el día de Jesucristo; porque el Señor juzgará según las obras, sin acepción de personas. La obra de cada uno será manifestada y cada uno recibirá «según el bien o el mal que hizo durante su vida mortal» (2 Cor 5, 10; Rom 2, 6s; Mt 16,26). Lo que no ha sido juzgado aquí abajo no quedará oculto el día del juicio; todo se manifestará. ¿Quién subsistirá entonces? El que haya realizado buenas obras. Los que serán justificados no son los que escuchan la ley, sino los que la ponen en práctica (Rom 2, 13; 2, 15). El Señor ha dicho claramente que sólo entrarán en el reino de los cielos los que hagan la voluntad de su Padre celestial. La «obra buena» nos es mandada porque seremos juzgados según nuestras obras. El temor a las obras buenas, con el que queremos justificar nuestras obras malas, es ajeno a la Biblia.
La Escritura nunca opone la fe a la obra buena, viendo en esta la destrucción de aquella; al contrario, es la obra mala la que impide y aniquila la fe. La gracia y la acción son indisolubles. No existe fe sin buenas obras, igual que no hay obras buenas sin fe (3). Las buenas obras son necesarias al cristiano a causa de su salvación; porque quien se presente ante Dios lleno de obras malas no verá su Reino.
Por eso, la obra buena es el fin de la existencia cristiana. Puesto que sólo una cosa es necesaria en esta vida: saber cómo podrá subsistir el hombre en el juicio final, y puesto que cada uno será juzgado según sus obras, lo importante es preparar al cristiano para la obra buena. Igualmente, la nueva creación del hombre en Cristo tiene por fin las buenas obras.
Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos (Ef 2, 8-10; cf. 2 Tim 2, 21; 3,17; Tit 1, 16; 3,1.8.14).
Todo es completamente claro. El fin es producir la obra buena que Dios exige. La ley de Dios sigue en pie y debe ser cumplida (Rom 3, 31) por medio de las buenas obras. Pero sólo hay una buena obra, la obra de Dios en Cristo Jesús. Hemos sido salvados por la obra de Dios en Cristo, no por nuestras propias obras. De suerte que nunca podemos gloriarnos en nuestras propias obras, ya que somos su obra. Pero hemos sido recreados en Cristo para que en él practiquemos buenas obras.
Todas nuestras buenas obras no son más que obras buenas de Dios, para las que nos ha preparado de antemano. Por consiguiente, las buenas obras son mandadas a causa de la salvación, pero sólo son buenas las obras que Dios produce en nosotros. Son don de Dios. Debemos caminar en las buenas obras; sin embargo, sabemos que nunca podríamos subsistir con ellas ante el tribunal de Dios; por eso, sólo nos aferramos, en la fe, a Cristo y a su obra.
Dios promete a los que están en Cristo Jesús obras buenas gracias a las cuales podrán subsistir, les promete preservarlos en la santificación hasta el día de Jesús. Pero sólo podemos creer en esta promesa de Dios confiando en su palabra, caminando en las buenas obras para las que nos ha preparado. De esta forma, nuestra buena obra queda completamente oculta a nuestros ojos. Nuestra santificación permanece en secreto hasta el día en que todo se manifieste. El que quiere ver algo ahora, el que quiere manifestarse a sí mismo, sin esperar con paciencia, tiene en ello su recompensa. Precisamente cuando creemos hacer progresos sensibles en nuestra santificación, alegrándonos de ello, se nos llama con más energía al arrepentimiento y a reconocer que nuestras obras están íntegramente contaminadas por el pecado. Nuestra mayor alegría debe estar siempre en el Señor. Sólo Dios conoce nuestras buenas obras, nosotros sólo conocemos su obra buena; escuchamos su mandamiento, estamos bajo su gracia, marchamos por el camino de sus mandamientos… y pecamos. Debemos procurar que la justicia nueva, la santificación, la luz que debe brillar, queden completamente ocultas. La mano izquierda debe ignorar lo que hace la derecha. Pero creemos, estamos firmemente convencidos de que «quien inició en nosotros la buena obra, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6).
Aquel día, Cristo mismo nos revelará las buenas obras que no conocíamos. Cuando no lo sabíamos, le dimos de comer, de beber, le vestimos y visitamos; y cuando no lo sabíamos, le rechazamos. Entonces quedaremos asombrados y reconoceremos que no son nuestras buenas obras las que subsisten, sino la obra que Dios, en su tiempo y sin nuestra voluntad ni esfuerzo, realizó por medio de nosotros (Mt 25, 31s). Una vez más, debemos alejar las miradas de nosotros mismos para fijarlas en aquel que ha realizado todo en nosotros, marchando tras él.
El que cree es justificado, el que es justificado es santificado, el que es santificado se salvará en el juicio, no porque nuestra fe, nuestra justicia o nuestra santificación, en cuanto dependen de nosotros, sean algo distinto del pecado, sino porque Jesucristo ha sido hecho para nosotros «justicia, santificación y redención, a fin de que el que se gloríe, se gloríe en el Señor» (l Cor 1, 30).
NOTAS
(1). Por encima de todo ejercicio de la disciplina eclesiástica, que está siempre al servicio de la misericordia, incluso por encima del hecho de entregar al pecador endurecido a Satanás, la pena más terrible que conoce el Nuevo Testamento es la maldición, el anatema, que no está en relación con el fin salvífico. Se presenta como una anticipación del juicio divino. En el Antiguo Testamento le corresponde el cherem, que se aplica a los impíos. Significa una separación definitiva de la comunidad; el expulsado está muerto. Con esto se indican dos cosas: la comunidad no puede, en ninguna circunstancia, acoger y absolver al excomulgado. Por eso, queda exclusivamente en manos de Dios. Pero al mismo tiempo, aunque es un hombre maldito, también es santo, porque ha sido entregado a Dios. Y puesto que, como hombre maldito, sólo pertenece a Dios, la comunidad no puede intentar salvarle. Rom 9,3 prueba que el anatema significa separación de la salvación; Icor 16, 22 sugiere que el anatema está relacionado con la escatología. Gal 1, 8 dice que quien destruye conscientemente el Evangelio con su predicación debe ser anatematizado. No es casual el que los únicos textos que anatematizan a determinados hombres estén relacionados con herejes. «Doctrina est caelum, vita terra» (Lutero).
(2). El control doctrinal (Lehrzucht) se diferencia del control comunitario (Gemeindezucht) en cuanto que el último es consecuencia de la recta doctrina, es decir, del uso correcto de las llaves, mientras el primero se ejerce contra el abuso de la doctrina. La falsa doctrina corrompe la fuente de la vida de la Iglesia y de la disciplina comunitaria. Por eso, el pecado contra la doctrina es más grave que el pecado contra la buena conducta. Quien roba el Evangelio a la comunidad merece una condenación ilimitada, mientras que el que peca en su conducta puede contar siempre con el Evangelio. La disciplina doctrinal se aplica, ante todo, al portador del magisterio en la Iglesia. El presupuesto de todo esto es que, al conferir un cargo, existe la garantía de que el ministro es didaktikós, apto para la enseñanza (J Tim 3, 2; 2 Tim 2,24; Tit 1,9), «capaz de enseñar también a los otros» (2 Tim 2, 2), Y que a nadie se le imponen las manos precipitadamente porque, de lo contrario, la culpa recaería sobre el que se las haya impuesto (1 Tim 5, 22). El control doctrinal presupone, pues, la vocación al ministerio de la enseñanza. La vida y la muerte de las comunidades dependen de una conciencia sumamente escrupulosa. Pero el control doctrinal no termina con la llamada al ministerio de la enseñanza, más bien es su principio. Con una exhortación incesante, el ministro confirmado – Timoteo- debe ser obligado a conservar la doctrina correcta, salvífica. Para ello se le recomienda especialmente la lectura de la Escritura. El peligro de errar es muy grande (2 Tim 3, 10; 3, 14; 4, 2; 2,15; I Tim 4,13.16; Tit 1,9; 3, 8). A esto debe añadirse la exhortación a llevar una vida ejemplar. «Vela por ti mismo y por la enseñanza» (1 Tim 4, 16; Hch 20, 28). Timoteo no debe avergonzarse de ser exhortado a la castidad, a la humildad, a la imparcialidad. Antes que todo ejercicio de control comunitario se halla el ejercicio de la disciplina aplicada a los ministros. El oficio del ministro en la Iglesia consiste en transmitir la recta doctrina y oponerse a toda falsificación. Cuando aparezca un error manifiesto, el ministro debe mandar «que no se enseñe otra cosa» (l Tim 1,3); él tiene el cargo y puede mandar. Por otra parte, debe advertir y recordar que se eviten las disputas de palabras (2 Tim 2, 14). Si alguno es reconocido manifiestamente como hereje, debe «amonestarle una y otra vez». Si no escucha estos consejos, hay que romper toda comunión con él (Tit 3, 10; I Tim 6, 4s), porque seduce a la comunidad (2 Tim 3, 6s). «Quien no permanece en la doctrina de Jesucristo, no tiene Dios». A un hombre que enseña tales errores, no se le debe recibir en casa, ni siquiera saludarle (2 Jn 10). En la herejía viene el anticristo. El que es llamado anticristo no es el que peca en su forma de vivir, sino el que enseña doctrinas falsas. Sólo a este se aplica el anatema de Gal 1,9. Sobre las relaciones entre control doctrinal y comunitario, se puede decir que no hay control comunitario sin control doctrinal. Tampoco hay control doctrinal que no deba llevar al control comunitario. Pablo reprocha a los corintios el que, en su orgullo, quieren ocasionar cisma sin ejercer el control comunitario (1 Cor 5,2). En la comunidad es imposible operar esta separación entre la doctrina y la vida.
(3). La diferencia entre Pablo y Santiago consiste en que, según Santiago, a la humildad de la fe se le quita la posibilidad de gloriarse en sí misma, mientras que, según Pablo, esta posibilidad se le quita a la humildad de las obras. Santiago no pretende negar la validez de la frase «el hombre sólo se justifica por la fe»; pero se quiere prevenir al creyente del peligro que supone la seguridad en su fe, y por eso le indica la obra de obediencia y le humilla. Para Pablo, como para Santiago, se trata de que el hombre viva realmente de su fe, y no de sí mismo.