El Precio de la Gracia (Parte 19)

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Dietrich Bonhoeffer, fue un pastor y teólogo luterano, quien predicó también con el ejemplo. Mientras las iglesias de Alemania guardaron silencio y se sometieron al nazismo de Hitler, él lo confrontó en forma escrita y verbal.

Su resistencia al régimen resultó en su captura, encarcelamiento y ejecución el 9 de abril de 1945, apenas 21 días antes del suicidio de Hitler, y 28 días antes de la rendición de Alemania. El día anterior de su muerte había dirigido un culto con los presos. Antes de ser ahorcado, de rodillas elevó su última oración. Tenía apenas 39 años de edad.

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Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la primera fracción del Capítulo 4, La Iglesia Visible).

  1. La Iglesia Visible (primera fracción)

El cuerpo de Jesucristo ocupa un lugar en la tierra. Con la encarnación, Cristo exige un puesto entre los hombres. Ha venido a los suyos. Pero, al nacer, le dieron un establo «porque no había lugar para ellos en la posada», en su muerte lo rechazaron lejos y su cuerpo quedó suspendido del madero entre el cielo y la tierra. Sin embargo, la encarnación implica la exigencia de un lugar propio en la tierra. Lo que ocupa un lugar es visible. Así, el cuerpo de Jesucristo tiene que ser visible, o no es un cuerpo. Se ve al hombre Jesús; se cree en él en cuanto Hijo de Dios. Se ve el cuerpo de Jesús; se cree en él en cuanto cuerpo de Dios encarnado. Se ve que Jesús ha vivido en la carne; se cree que él llevó nuestra carne. «Debes mostrar a este hombre y decir: este es Dios» (Lutero).

Una verdad, una doctrina, una religión, no necesitan espacio propio. Son incorpóreas. Son oídas, aprendidas, conceptualizadas. Eso es todo. Pero lo que necesita el Hijo encarnado de Dios no es solamente oídos ni siquiera corazones; necesita hombres que le sigan. Por eso llamó a sus discípulos a seguirle corporalmente, y su comunión con ellos era visible a todo el mundo. Estaba fundada y mantenida por Jesucristo mismo, el encarnado; la palabra hecha carne había lanzado una llamada, había creado la comunidad corporal, visible.

Los que habían sido llamados no podían permanecer ocultos; eran la luz que debe brillar, la ciudad sobre el monte que debe ser vista. Sobre su comunidad se erigían de forma visible la cruz y el sufrimiento de Jesucristo. A causa de la comunión con él, los discípulos debieron abandonarlo todo, sufrir y ser perseguidos; sin embargo, precisamente en estas persecuciones, en la comunión con él, recibieron de nuevo visiblemente lo que habían perdido: herma nos y hermanas, campos y casas. La comunidad de los seguidores era patente al mundo. Había en ella unos cuerpos que actuaban, trabajaban y sufrían en comunión con Jesús.

También el cuerpo del Señor glorificado es un cuerpo visible bajo la forma de la Iglesia. ¿Cómo es visible este cuerpo? Ante todo, en la predicación de la palabra. «Permanecían en la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2, 42). En esta frase cada palabra es significativa. La enseñanza (didajé) designa la predicación, por oposición a toda otra clase de discurso religioso. Se trata aquí de la comunicación de los hechos sucedidos.

El contenido de lo que hay que decir es establecido objetivamente; sólo falta transmitirlo por medio de la «enseñanza». Pero, por su misma esencia, la comunicación de los hechos se limita a lo desconocido. Desde que lo desconocido se vuelve conocido, resulta absurdo seguir comunicándolo. Así, es inherente a la noción de «enseñanza» el volverse superflua. Ahora bien, en una singular contradicción se dice aquí que la Iglesia primitiva «perseveraba» en esta doctrina; por consiguiente, tal enseñanza no se vuelve superflua, sino que exige precisamente perseverancia. «Doctrina» y «perseverancia» se vinculan de forma necesaria y objetiva. Así lo expresa el hecho de que se hable aquí de la «doctrina de los apóstoles». ¿Qué significa «doctrina de los apóstoles»? Los apóstoles son hombres escogidos por Dios para ser testigos de los hechos revelados en Jesucristo. Han vivido en la comunión corporal de Jesús, han visto al encarnado, al crucificado, al resucitado, y han tocado su cuerpo con sus manos (1 Jn 1, 1). Son los testigos que el Espíritu santo, Dios, utiliza como instrumentos destinados a transmitir la palabra. La predicación apostólica es testimonio del acontecimiento corporal de la revelación de Dios en Jesucristo. La Iglesia, cuya piedra angular es Jesucristo (Ef 2, 20), es edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas.

Toda predicación ulterior debe ser una predicación apostólica edificada sobre este fundamento. La unidad entre nosotros y la Iglesia primitiva es establecida mediante la palabra de los apóstoles. ¿Hasta qué punto hace necesaria esta doctrina apostólica la perseverancia en la actitud de escuchar? La palabra apostólica, bajo la forma de palabra humana, es verdaderamente palabra de Dios (1 Tes 2, 13). Es una palabra que quiere adoptar a los hombres y posee el poder de hacerlo. La palabra de Dios busca una Iglesia para poder adoptarla. La palabra se encuentra esencialmente en la Iglesia. Entra por sí misma en la Iglesia. Posee un movimiento propio que la conduce hacia la Iglesia. No es que exista por un lado una palabra, una verdad, y por otro una asamblea, teniendo el predicador que agarrar esta palabra, manejarla y ponerla en movimiento para hacerla penetrar en la asamblea, para aplicársela.

Más bien la palabra recorre por sí misma este camino, y el predicador no debe ni puede hacer más que ponerse al servicio de este movimiento propio de la palabra, evitándole todo obstáculo. La palabra sale en busca de los hombres; los apóstoles lo sabían, y esto es lo que constituía su predicación. Porque ellos habían visto la palabra de Dios en persona, la habían visto venir, tomar carne, y en esta carne asumir a toda la humanidad. Ahora sólo debían testimoniar que la palabra de Dios se había encarnado, había venido para acoger a los pecadores, para perdonar y santificar.

Es la palabra quien penetra ahora en la Iglesia; la palabra encarnada, que lleva a toda la humanidad, que no puede existir ya sin la humanidad que ha recibido, viene a la Iglesia. Pero en esta palabra es el Espíritu santo mismo quien se acerca, quien muestra al individuo y a la Iglesia el don que, hace ya mucho tiempo, nos ha sido concedido en Cristo. Suscita en los oyentes la fe para creer que en la palabra de la predicación Jesucristo mismo ha venido a nosotros con el poder de su cuerpo, y que viene a decirme que me ha acogido y que quiere volver a acogerme.

La palabra de la predicación apostólica es la palabra que ha llevado corporalmente todos los pecados del mundo, es Cristo presente en el Espíritu santo. Cristo, en su Iglesia, es la «doctrina de los apóstoles», la predicación apostólica. Esta doctrina nunca se vuelve superflua, crea a la Iglesia que persevera en ella porque ha sido adoptada por la palabra y se afirma diariamente en ella. Esta doctrina crea una Iglesia visible. Al carácter visible del cuerpo de Cristo en la predicación de la palabra se añade su carácter visible en el bautismo y la cena. Ambos provienen de la verdadera humanidad de nuestro Señor Jesucristo.

En estos dos sacramentos nos sale al encuentro corporalmente y nos hace partícipes de la comunión de su cuerpo. El anuncio del Evangelio forma parte de estos dos hechos. Tanto en el bautismo como en la cena se anuncia la muerte de Cristo por nosotros (Rom 6, 3s; 1 Cor 11, 26). En los dos casos, el don es el cuerpo de Cristo. En el bautismo se nos concede ser miembros del cuerpo, en la cena la comunión (koinonía) corporal con el cuerpo del Señor que recibimos y, por lo mismo, la comunión corporal con los miembros de este cuerpo.

Por los dones de su cuerpo, nos convertimos en un solo cuerpo con él. Cuando lo definimos con el término de perdón de los pecados, no abarcamos enteramente ni el don del bautismo ni el de la cena. El don del cuerpo, distribuido en los sacramentos, nos otorga al Señor vivo en su Iglesia. Pero el perdón de los pecados está incluido en el don del cuerpo de Cristo en cuanto Iglesia. A partir de aquí podemos comprender que la administración del bautismo y la distribución de la eucaristía, contrariamente a nuestro uso actual, no estaban ligados originariamente al ministerio de la predicación apostólica, sino que los realizaba la Iglesia misma (1 Cor 1, 14s; 11, 17s). El bautismo y la cena sólo pertenecen a la Iglesia del cuerpo de Cristo. La palabra se dirige a creyentes e incrédulos. Los sacramentos sólo pertenecen a la Iglesia. Así, la Iglesia cristiana, en sentido estricto, es una Iglesia del bautismo y de la cena, y sólo a partir de aquí Iglesia de la predicación.

Ha quedado claro que la Iglesia de Jesucristo pretende en el mundo un espacio para predicar el Evangelio. El cuerpo de Cristo es visible en la Iglesia reunida alrededor de la palabra y del sacramento.

Esta Iglesia constituye un todo articulado. El cuerpo de Cristo, en cuanto Iglesia, implica una articulación y un orden. Así lo exige la idea de cuerpo. Un cuerpo inarticulado se halla en estado de descomposición. La configuración del cuerpo vivo de Cristo es, según la doctrina de Pablo, una configuración articulada (Rom 12,5; 1 Cor 12, 12s). Es imposible la distinción entre contenido y forma, entre esencia y manifestación. Significaría la negación del cuerpo de Cristo, es decir, del Cristo encarnado (1 Jn 4,3). El cuerpo de Cristo pretende al mismo tiempo que un espacio para anunciar el Evangelio, un espacio de orden en la Iglesia.

El orden de la Iglesia es de origen y esencia divinos. Evidentemente, su misión es servir, no dominar. Los ministerios de la Iglesia son «servicios» (diakoníai); 1 Cor 12,4). Son establecidos por Dios (1 Cor 12, 28), por Cristo (Ef 4, 11), por el Espíritu santo (Hch 20, 28), en la Iglesia, es decir, no por ella. Incluso cuando es la Iglesia quien reparte los ministerios, lo hace bajo la dirección plena del Espíritu santo (Hch 13,2). El ministerio de la Iglesia tiene su origen en el Dios trino.

Los ministerios están al servicio de la Iglesia: sólo en este servicio encuentran su justificación espiritual. Por eso, en las diversas comunidades debe haber ministerios, «diaconías» diferentes; por ejemplo, serán diferentes en Jerusalén y en las comunidades fundadas por la misión paulina. La articulación está establecida por Dios, pero su forma es variable y está sometida solamente al juicio espiritual de la Iglesia que ordena a sus miembros para el servicio. Incluso los carismas concedidos por el Espíritu santo a algunos individuos se hallan estrictamente sometidos a la disciplina de la diaconía a la Iglesia, porque Dios no es un Dios de desorden, sino de paz (1 Cor 14, 32s). El Espíritu santo se hace visible (1 Cor 12, 6) precisamente en que todo concurre al bien de la Iglesia.

Los apóstoles, los profetas, los doctores, los guardianes (obispos), los diáconos, los ancianos, los que presiden y dirigen la asamblea (1 Cor 12, 28s; Ef 2, 20 Y4, 11) son servidores de la Iglesia, del cuerpo de Cristo. Están ordenados para el servicio en la Iglesia, de forma que su ministerio es de origen y esencia divinos. Sólo la Iglesia puede desligarlos de este servicio. La Iglesia es completamente libre para configurar sus órdenes según sus necesidades; pero si se atenta desde el exterior contra ese orden, se atenta contra la configuración visible del cuerpo de Cristo.

Entre los ministerios de la Iglesia, en todas las épocas, merece especial atención la preocupación por administrar sinceramente la palabra y los sacramentos. A este propósito conviene reflexionar en lo siguiente: la predicación del Evangelio, según la misión y los dones del predicador, será siempre variada y diversa. Pero sea de Pablo, de Pedro, de Apolo o de cualquier cristiano, debe reconocerse siempre en ella al Cristo único, indiviso (1 Cor 1, 11). Cada uno debe trabajar siguiendo las huellas del otro (1 Cor 3,6).

La formación de escuelas implica querellas de escuelas en las que cada uno busca su propio provecho (1 Tim 6, 5.20; 2 Tim 2,10; 3, 8; Tit 1, 10). La «devoción» se transforma muy fácilmente en provecho temporal, bien consista en honor, en poder o en dinero. También la tendencia a problematizar por problematizar corre el riesgo de suscitar la ira y de alejar a los hombres de la verdad clara y simple (2 Tim 3, 7). Nos llevará a la obstinación y a la desobediencia con respecto al mandamiento de Dios. Frente a esto, la doctrina sana y saludable sigue siendo el fin de la predicación (2 Tim 4,3; 1 Tim 1,10; 4,16,6.1; Tit 1,9.13; 2, 1; 3,8) Yla garantía del orden y de la unidad legítimas.

No siempre es fácil reconocer el límite entre una opinión autorizada de escuela y una herejía. Así, en muchas comunidades una doctrina ya descartada como herética por otra comunidad sigue siendo permitida como opinión de escuela (Ap 2, 6.15s). Pero si la herejía se hace manifiesta, es preciso realizar una separación completa.

El hereje será rechazado de la Iglesia cristiana y de la comunión personal (Gal 1, 8; 1 Cor 16,22; Tit 3, 10; 2 Jn l0 s). La palabra de la predicación pura debe ligar y separar de forma visible. El espacio de la predicación del evangelio y del orden en la Iglesia aparece claramente en su necesidad impuesta por Dios.

El problema consiste ahora en saber si con esto está ya delimitada la configuración visible de la Iglesia del cuerpo de Cristo, o si implica todavía otras pretensiones para obtener más espacio en el mundo. La respuesta del Nuevo Testamento, totalmente inequívoca, es que la Iglesia reivindica un espacio sobre la tierra no sólo para su culto y su orden, sino también para la vida cotidiana de sus miembros. Por eso, deberemos hablar ahora del espacio vital de la iglesia visible.

La comunión de Jesús con sus discípulos era una comunión de vida total, que englobaba todos los dominios de la existencia. Toda la vida del individuo se desarrollaba en la comunidad de los discípulos. Esta comunión constituye un testimonio vivo de la humanidad corporal del Hijo de Dios. La presencia corporal del Hijo de Dios exige la intervención corporal por él y con él en la vida cotidiana.

El hombre, con toda su vida corporal, pertenece a aquel que, por su causa, tomó un cuerpo humano. En el seguimiento, el discípulo está indisolublemente unido al cuerpo de Jesús. También da testimonio de esto la primera narración de los Hechos de los apóstoles sobre la joven Iglesia (Hch 2, 42s; 4, 32s). Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan, y en las oraciones. La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma… y lo tenían todo en común. Es muy revelador el hecho de que la comunión (koinonía) se introduzca aquí entre la palabra y la eucaristía. No es por una determinación arbitraria de su esencia por lo que se origina incesantemente en la palabra y alcanza su fin y su cumplimiento, también incesantemente, en la santa cena.

Toda comunión cristiana vive entre la palabra y el sacramento, encuentra su origen y su fin en el culto. Espera el último banquete con el Señor en el reino de Dios. Una comunión que tiene tal origen y tal fin es una comunión plena, a la que se adaptan incluso las cosas y los bienes de esta vida. En la libertad, la alegría y el poder del Espíritu Santo, se establece aquí una comunión plena en la que «no había ningún pobre» y en la que «se distribuía a cada uno según sus necesidades»; también en esta comunidad «nadie llamaba suyos a sus bienes». El carácter cotidiano de este hecho manifiesta la plena libertad evangélica que no necesita coacción, porque los cristianos «no tenían sino un solo corazón y una sola alma».

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