El precio de la Gracia (Parte 25)

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Continuamos con la publicación de su obra más difundida, El Precio de la Gracia. Vamos en la Segunda Parte de la obra, La Iglesia de Jesucristo y el Seguimiento, de donde entregamos ahora la tercera (penúltima) fracción del Capítulo 5, Los Santos.

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  1. Los Santos (tercera o penúltima fracción)

Quien roba su cuerpo a Cristo para entregarlo al pecado, se aleja de Cristo. La fornicación constituye un pecado contra el propio cuerpo. Pero el cristiano debe saber que su cuerpo también es templo del Espíritu santo, que habita en él (l Cor 6, l3s). La comunión del cuerpo del cristiano con Cristo es tan estrecha que simultáneamente no puede pertenecer al mundo. La comunión del cuerpo de Cristo prohíbe pecar contra el propio cuerpo. La cólera de Dios castigará inevitablemente al fornicador (Rom 1,29; 1 Cor 1, 5s;7, 2; 10, 7; 2 Cor 12,21; Heb 12, 16; 13,4). El cristiano es casto, sólo consagra su cuerpo al servicio del cuerpo de Cristo. Sabe que su cuerpo ha sido entregado a la muerte por el sufrimiento y la muerte del cuerpo de Cristo en la cruz. La comunión con el cuerpo martirizado y glorificado de Cristo libera al cristiano del desorden de la vida física. Los deseos físicos desenfrenados mueren diariamente en esta comunión. En la disciplina y la continencia el cristiano, con su cuerpo, está exclusivamente al servicio de la edificación del cuerpo de Cristo, la Iglesia. Lo mismo hace en el matrimonio, convirtiéndolo así en parte del cuerpo de Cristo.

A la fornicación está ligada la codicia. La insatisfacción del deseo es común a ambas, y hace caer al codicioso en manos del mundo. «No codiciarás», dice el mandamiento de Dios. El fornicador como el codicioso, son todo codicia. El fornicador desea la posesión de otro ser; el codicioso, la de los bienes de este mundo. El codicioso desea dominar y regir, pero se convierte en esclavo del mundo al que ha apegado su corazón. Fornicación y codicia ponen al hombre en una relación con el mundo que le mancha y le vuelve impuro. La fornicación y la codicia son idolatría, porque el corazón del hombre no pertenece ya a Dios ni a Cristo, sino a los bienes de este mundo que desea.

Quien se crea a sí mismo su Dios y su mundo, aquel a quien su pasión personal se le convierte en Dios, se ve conducido a odiar al hermano que se atraviesa en su camino y constituye un obstáculo para su voluntad. Las discusiones, los odios, la envidia, el asesinato, provienen de la fuente de la codicia personal. «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?» (Sant 4,l s). El fornicador y el codicioso no pueden conocer el amor fraterno. Viven de las tinieblas de su propio corazón. Al cometer un pecado contra el cuerpo de Cristo, lo cometen contra su hermano. La fornicación y el amor fraterno se excluyen mutuamente a causa del cuerpo de Cristo.

El cuerpo que sustraigo a la comunión del cuerpo de Cristo no puede estar ya al servicio del prójimo. A la inversa, la falta de consideración con el propio cuerpo y con el del prójimo es acompañada necesariamente de una glotonería licenciosa e impía en la comida y la bebida. Quien desprecia su cuerpo cae en poder de la carne, «sirve a su vientre como a un Dios» (Rom 16, 18). El carácter horrible de este pecado reside en el hecho de que la carne muerta quiere cuidarse de sí misma, manchando al hombre hasta en su aspecto exterior. El glotón no tiene cabida en el cuerpo de Cristo. El mundo de los vicios es para la Iglesia algo pasado. Ella se separó de los que viven en tales vicios y debe seguir separándose de ellos continuamente (1 Cor 5, 9s), porque «¿qué hay de común entre la luz y las tinieblas?» (2 Cor 6, 14). En estas se encuentran las «obras de la carne», en aquella el «fruto del Espíritu» (Gal 5,19 s; Ef 5,9).

¿Qué significa el fruto? Hay muchas «obras» de la carne, pero un solo «fruto» del Espíritu. Las obras son resultado del trabajo humano, el fruto nace y crece sin que el árbol lo sepa. Las obras están muertas, el fruto vive y lleva una semilla que producirá nuevos frutos. Las obras pueden existir por sí mismas, pero nunca hay fruto sin árbol. El fruto es siempre algo absolutamente admirable, producido; no es algo querido, sino algo que brota. El fruto del Espíritu es un don producido sólo por Dios. Quien lo lleva sabe tan poco de él como el árbol de su fruto. Sólo conoce el poder de aquel por quien vive. No hay nada de que gloriarse, a no ser de la unión íntima con el origen, Cristo. Los mismos santos no saben nada del fruto de santificación que llevan. La mano izquierda ignora lo que hace la derecha. Si deseasen saber algo de esto, si quisiesen caer en la contemplación de sí mismos, se desprenderían de la raíz y se habría acabado para ellos el tiempo de llevar fruto. «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gal 5,22).

Junto a la santidad de la Iglesia aparece aquí, con la luz más intensa, la santificación del individuo. Pero la fuente es la misma, la comunión con Cristo, la comunión con el mismo cuerpo. Igual que la separación del mundo sólo se realiza de forma visible en un combate continuo, también la santificación personal consiste en la lucha del espíritu contra la carne. Los santos no ven en su vida más que lucha, miseria, debilidad y pecado; y cuanto más avanzados están en la santificación, más se reconocen como los que sucumben, como los que mueren según la carne. «Pues los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias» (Gal 5, 24). Viven todavía en la carne, pero precisamente por eso deben vivir plenamente de la fe en el Hijo de Dios, que ha comenzado a morar en ellos (GaI2, 20). El cristiano sufre cada día (l Cor 15, 31), pero aunque su carne sufra y se desmorone con esta muerte, el hombre interior se renueva de día en día (2 Cor 4, 16). La muerte de los santos según la carne se funda únicamente en el hecho de que Cristo, por el Espíritu santo, ha comenzado a vivir en ellos. Los santos mueren en Cristo y en su vida. Ya no necesitan buscarse sufrimientos propios, con los que únicamente conseguirían afirmarse una vez más en la carne. Cristo es su muerte diaria, su vida diaria.

Por eso pueden proclamar gozosos que el que ha nacido de Dios no puede pecar, que el pecado no tiene poder sobre ellos, que han muerto al pecado y viven en el Espíritu. «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús» (Rom 8, 1). Dios se complace en sus santos; él mismo es quien actúa en sus combates y su muerte, haciendo brotar con ello el fruto de la santificación, del que los santos deben estar completamente ciertos, aunque a veces permanezca oculto.

Naturalmente, no es que la fornicación, la codicia, el asesinato, el odio, puedan seguir reinando en la Iglesia, refugiándose en el mensaje del perdón; ni tampoco se trata de que el fruto de la santificación pueda permanecer invisible. Pero precisamente cuando es visible, cuando a la vista de la Iglesia cristiana el mundo se ve obligado a decir, como en los primeros siglos, «ved cómo se aman>, los santos sólo se fijan en aquel a quien pertenecen e, ignorando el bien que hacen, imploran el perdón de sus pecados. Los mismos cristianos que se aplican la frase: «El pecado no reina ya sobre nosotros y el creyente no peca», confesarán:

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonamos los pecados y purificamos de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 1, 8-2, 1).

El Señor les ha enseñado a rezar: Perdónanos nuestras deudas. Les ha ordenado que se perdonen mutuamente sin cesar (Ef 4, 32; Mt 18, 21 s). Los cristianos, al perdonarse unos a otros fraternalmente, dan un puesto en la comunidad al perdón de Jesús. Ven en el otro no a quien les ha ofendido, sino a aquel para quien Jesús ha conseguido el perdón en la cruz. Sus relaciones mutuas son las de hombres santificados por la cruz de Jesús. Bajo ella, por una muerte diaria, son santificados su pensamiento, su palabra, su cuerpo. Bajo esta cruz crece el fruto de la santificación.

La Iglesia de los santos no es la Iglesia «ideal» de los que carecen de pecado, de los perfectos. No es la comunidad de los puros, que no dejaría lugar al pecador para arrepentirse. Es más bien la Iglesia que se muestra digna del Evangelio del perdón de los pecados, en la medida en que anuncia verdaderamente el perdón de Dios, que no tiene nada que ver con el perdón que uno se concede a sí mismo; es la Iglesia de los que han experimentado la gracia cara de Dios, y obran de forma digna del Evangelio, sin malbaratarlo ni rechazarlo.

Esto significa que en la Iglesia de los santos sólo se puede predicar el perdón predicando también el arrepentimiento, no desproveyendo al Evangelio de la predicación de la ley, no perdonando los pecados pura y simplemente, incondicionalmente, sino reteniéndolos también en caso necesario. La voluntad del Señor es que no se eche a los perros el santo Evangelio; desea que sólo se lo predique cuando va garantizado por la exhortación al arrepentimiento. Una Iglesia que no llama pecado al pecado no puede encontrar la fe cuando quiere perdonar el pecado. Comete un pecado contra lo santo, camina de forma indigna del Evangelio. Es una Iglesia impía porque malbarata el perdón de Dios, que es muy caro. No basta con lamentarse de la pecabilidad general de los hombres incluso en sus obras buenas; así no se predica el arrepentimiento; hay que nombrar, castigar y juzgar el pecado concreto.

Este es el uso correcto de! poder de las llaves (Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20,23), dado por el Señor a la Iglesia y del que los reformadores hablaban aún con tanta energía. Por amor a las cosas santas, a los pecadores y a la Iglesia, hay obligación de utilizar la llave que permite atar, retener el pecado. El ejercicio del control eclesiástico [o disciplina eclesiástica, Gemeindezucht; N. del T.] es necesario para que la Iglesia camine de forma digna del Evangelio. Igual que la santificación implica la separación de la Iglesia con respecto al mundo, también debe implicar la separación de! mundo con respecto a la Iglesia. Sin la segunda, la primera es inauténtica y engañosa. La comunidad separada del mundo debe ejercer en su seno el control eclesiástico.

Este no sirve para edificar una comunidad de hombres perfectos, sino para construir la comunidad de los que viven realmente bajo la misericordia divina que perdona. El control eclesiástico está al servicio de la gracia cara de Dios. El pecador que se encuentra en la Iglesia debe ser exhortado y castigado para que no se condene ni haga mal uso del Evangelio. Por eso, sólo puede recibir la gracia del bautismo el que hace penitencia y confiesa su fe en Jesucristo. Del mismo modo, sólo puede recibir la gracia de la eucaristía el que «sabe discernir» (1 Cor 11, 29) entre el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo, dados para e! perdón de los pecados, y cualquier otra comida de tipo simbólico o de la clase que sea. Para ello conviene que pueda justificar sus conocimientos en materia de fe, que «se examine» o se someta al examen de los hermanos, para saber si es realmente el cuerpo y la sangre de Cristo lo que desea. Al interrogatorio en materia de fe se añade la confesión, por la que el cristiano busca y recibe la certeza del perdón de sus pecados. Es Dios quien viene aquí en ayuda del pecador para liberarlo del peligro de engañarse y de perdonarse a sí mismo. Al confesar el pecado delante del hermano, muere la carne con su orgullo.

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