CAM, La Iglesia de Nuestro Tiempo

iglesia-nuestro-tiempoLa Iglesia en nuestro tiempo
Una invitación a caminar por el desierto
(Resumen[1])

Leonel Iván Jiménez Jiménez[2]

Vivimos en un cambio de época y, por lo tanto, nuestra sociedad está siendo transformada, vive agitada, inestable, preocupada porque el horizonte se ve todavía oscuro. La Iglesia ya ha vivido épocas similares. Las madres y padres del desierto enfrentaron la unión de la Iglesia y el Imperio Romano; Martín Lutero y los reformadores experimentaron los inicios de la Modernidad en un tiempo en que el cambio fue tan profundo como los cambios en la cartografía; Juan Wesley se enfrentó al inicio de la revolución industrial y las consecuencias humanas que dejó; Monseñor Óscar Arnulfo Romero y tantos teólogos latinoamericanos –protestantes y católicos- supieron reflexionar y hablar en el tiempo de las dictaduras en América Latina, además de conducir y educar a la Iglesia hacia nuevas maneras de entender la fe cristiana. Ellos pensaron y vivieron su fe en el filo del tiempo. Enfrentaron los cambios propios de su época, pero su acción también repercutió en la historia. Supieron discernir lo que sucedía en el presente y lograron que su pensamiento, trabajo pastoral y lucha marcaran nuestra cultura.

 Ahora nos corresponde pensar y vivir la fe en el filo del tiempo presente, uno de cambio del que todavía no se sospechan sus consecuencias. No sólo experimentamos el pulso cambiante de la sociedad: también tenemos la oportunidad de participar en el desarrollo de su cultura. Ni el cambio, ni la cultura son enemigos de la Iglesia: son el suelo donde nos toca sembrar la semilla del evangelio, el cual no puede ser predicado según las concepciones de décadas atrás, ni en la añoranza de tiempos pasados. No es un juicio a la Iglesia de tiempos anteriores: es la afirmación de que el mundo ha cambiado y debemos cambiar también. No es negar o menospreciar las pasadas formas de vivir la fe y la Iglesia: es saber que, así como la sociedad camina, la Iglesia debe acompañarle.   Si la cultura no es enemiga de la Iglesia, sino la tierra donde se siembra el evangelio, entonces debemos discernir cuáles son las características de nuestro tiempo y, a partir de ahí, reflexionar/trabajar sobre la particular aportación de la comunidad cristiana. Es difícil juzgar si las características culturales son “buenas” o no. Es preferible asumirlas como la realidad en la que vive nuestro pueblo, con desafíos, amenazas y grandes oportunidades para la construcción del Reino de Dios. 

  1. Un mundo flexible. ¿Hay algo que pueda considerarse permanente? Vivimos en el mundo de la ligereza, donde todo lo sólido se desvanece y todo es maleable, fluido, flexible. Se privilegia la novedad: la moda, los gadgets, programas televisivos y películas, social media. Ya no se admiran las grandes obras de ingeniería o las poderosas máquinas de la industria. Hoy se admira la nanotecnología, los drones, la capacidad de hacer más en menos espacio (como las tablets o smartphones). Tampoco hay admiración por las grandes instituciones. Ante el fracaso político, económico y moral de las instituciones, hay una nueva mirada hacia los pequeños negocios, el barrio, las comunidades pequeñas y los micro-espacios de convivencia (como un Starbucks). Lo pequeño es liviano y flexible, moldeable a las necesidades y deseos de los usuarios. Ya no hay grandes proyectos: ahora se desean pequeñas ideas que pueden transformar la vida cotidiana. La sociedad ya no desea adaptarse a las grandes narrativas políticas, institucionales, económicas, tecnológicas o mediáticas. Ahora desea que todo se adapte al ritmo de cambio que exige.

 La tradición wesleyana tiene mucho que aportar. Juan Wesley da muestra de cómo es posible hacer cosas no hechas hasta ahora. Modificó la forma de ser-Iglesia, lejos de la solidez institucional, hacia grupos pequeños y, por lo tanto, flexibles. Frente el hundimiento de la institucionalidad sólida, la Iglesia requiere encontrar la manera de ser flexible con nuevas formas de entender su organización, capacidad para comunicarse con la fluidez –y velocidad- del social media, promover formas de reunión en espacios pequeños que abandonen la rigidez estructural para privilegiar la maleabilidad del estar-juntos, incorporar la ligereza de las pequeñas ideas y metas a la pesadez de los grandes proyectos administrativos.

  1. Un mundo cansado y frustrado. El otro rostro de la fluidez es el cansancio y la frustración. El afán por la novedad es responsabilidad del sistema económico imperante. El capitalismo neoliberal requiere que siempre haya consumo y, para que haya consumidores, deben salir al mercado cuantiosas novedades, de las que es imposible seguir su ritmo. Esto provoca ansiedad y frustración. El consumidor se define por su capacidad para comprar. Debido a la velocidad del mercado y la situación económica de la inmensa mayoría de la población, no es posible adquirir las últimas novedades. Si el consumidor no puede consumir, ¿entonces quién es? Si consumir es sinónimo de poder y satisfacción, ¿qué sucede cuándo no es posible hacerlo? Vivimos en el tiempo de consumidores frustrados: nunca llegarán a ser los compradores deseados y, por lo mismo, serán gente insatisfecha y sin poder.

 Por otra parte, la ideología del mercado exige que el sujeto sea un permanente emprendedor. “¡Sí se puede!”, es el lema. Es el tiempo del multi-tasking. No sólo se requiere ser consumidor: también hay que ser emprendedores. El progreso es responsabilidad del individuo. Por lo tanto, y para no fracasar, debe ocupar su mente en diferentes cosas al mismo tiempo, rendir horas incalculables de trabajo, estar al tanto de noticias, programas, deportes, películas y temas de interés general, atender reuniones sociales, hacer ejercicio, practicar alguna forma de espiritualidad y visitar tiendas o centros comerciales. Vivimos en la época del cansancio. 

 La Iglesia tiene buenas noticias para el mundo cansado y frustrado: en Dios y la comunidad hay descanso y paz. La prioridad de la Iglesia no es cumplir metas administrativas o llenar edificios. Entre sus prioridades está la creación de espacios litúrgicos y comunitarios donde los corazones y cuerpos puedan descansar, lejos de un multi-tasking religioso que impide la concentración. Un espacio y tiempo donde haya lugar para el silencio, la convivencia sin intereses y la reflexión dialogada. 

  1. Un mundo post-orgánico. El encuentro cara-a-cara no es la única posibilidad. El acelerado crecimiento del social media ha abierto las posibilidades de crear comunidades más allá de lo orgánico. No podemos negar que redes sociales como Facebook o Twitter han creado formas de convivencia que hasta hace poco no hubiéramos sospechado. La identidad del sujeto está formada por lo que sucede en el mundo de lo virtual. ¿Conocemos a alguien por sus publicaciones en Facebook o por su plática en persona? Sin duda debemos responder que de ambas maneras. Si bien el encuentro cara-a-cara no desaparecerá, buena parte de las relaciones personales incluyen la amistad en redes sociales y la constante comunicación por mensajería vía internet. El social media ha permitido la organización de manifestaciones políticas y movimientos sociales (basta recordar la “primavera árabe” o el movimiento Occupy Wall Street), la fluidez de noticias de interés social o asuntos tan personales como el reencuentro de viejas amistades. El mundo ya no puede entenderse sin Facebook, Instagram, Twitter o Whatsapp. El social media ha llegado para quedarse y mantener un desarrollo constante.

 La Iglesia se entiende como comunidad. Somos la comunidad de creyentes. Sin embargo, la manera de crear y ser comunidad también deben vivirse en el mundo de lo post-orgánico. No es un mundo virtual porque lo que sucede es real: en realidad hay comunidad, sujetos y convivencia. Para llevar el mensaje evangélico, la Iglesia requiere ser creativa e innovar ministerios dedicados al social media y comunicarse con la sociedad y su feligresía con la fluidez que permiten las redes sociales. Una Iglesia sin estrategia de comunicación digital y sin conciencia de las nuevas formas de ser comunidad está destinada a la intrascendencia. 

  1. Un mundo sin-realidad. El social media y los contenidos en internet amplifican el desafío que ya presentaba la televisión: ¿qué es la realidad? En el mundo del photoshop, donde es posible distorsionar la realidad de una imagen, es difícil saber qué es lo verdadero. La imagen es también parte de los intereses económicos y políticos, tal como lo vemos cuando se aumentan digitalmente personas en un evento, se borra el rostro de algún indeseado o se crean mujeres y hombres de medidas deseables para las revistas de moda. También, si consideramos que el 75% de contenidos en internet es falso o las elaboradas estrategias de comunicación digital de empresas y gobiernos, es complicado conocer las intenciones de publicaciones y noticias. Internet y las redes sociales pueden derribar barreras informáticas o hacer más grande el muro que separa al sujeto de lo real. Como hemos dicho, el encuentro cara-a-cara no desaparecerá, pero la forma de interpretar la realidad sí puede ser transformada profundamente para los usuarios que pasan –en lo general- más de cuatro horas en internet, teniendo como una de las primeras y últimas actividades de la rutina diaria la revisión de sus redes sociales.

 En la sociedad del espectáculo, donde la realidad se transforma en un reality show (como las guerras televisadas o la cobertura informática de desastres naturales), se fomenta la insensibilidad ante la vida y sufrimiento del prójimo. Cuando la realidad se condensa en imágenes, el mundo se torna un tanto plástico. Por una parte, el mundo no es tan bello como la fotografía de un paisaje luego de ser trabajada por medio de filtros y correcciones. Por otra parte, el sufrimiento no puede ser interpretado como real porque todo parece un show más. Una mujer o un hombre no es tan atractivo como lo hace parecer una fotografía trabajada en Photoshop y, al mismo tiempo, es difícil interpretar el rostro, el aroma, el cuerpo del otro cuando el mundo se reduce a relaciones vía mensajes de texto y emoticones. 

 La labor profética de la Iglesia es vital para el mundo sin-realidad. La Iglesia es la voz que desnuda las apariencias, el corazón que discierne lo que es justo y real, las manos que tocan lo-real de la humanidad, el ser que se conmueve ante el sufrimiento del prójimo, la mente que imagina nuevas formas de liberar y acompañar las vidas atrapadas entre el espectáculo y las imágenes. Por ello, es necesario reforzar la educación teológica e interdisciplinaria entre el cuerpo ministerial y laicado de la Iglesia. 

  1. Un mundo consciente de sus derechos. Nuestro tiempo se caracteriza por una mayor conciencia de los derechos que deberían de gozar no sólo las personas, sino también los animales y ecosistemas. Han surgido voces y movimientos de importancia trascendental que reclaman justicia de género, justicia económica, justicia para la niñez y grupos minoritarios, justicia ecológica y justicia política. En distintas partes del mundo y de nuestro país, se han dado pasos sin precedente para la construcción de un mundo diferente, en donde las relaciones se pueden construir desde la igualdad de oportunidades y derechos. Ante la rapidez de la información, en un tiempo en que parece que poco puede ocultarse, movimientos sociales han reaccionado exigiendo castigo a criminales y justicia. Ejemplos hay en la caída de importantes funcionarios ante los Panama papers, la Primavera árabe, la protección de la mujer con la legalización y protocolización del aborto, la garantía de derechos a la comunidad LGBTI, las importantes movilizaciones en contra de la brutalidad policiaca o las medidas ecológicas en los países nórdicos. Hay mayor conciencia de los derechos que el Estado y las instituciones deben proteger, así como mayor posibilidad de lucha para alcanzarlos.

 En un mundo que anhela mayor plenitud de vida, la Iglesia requiere enfatizar con vigor su compromiso con la justicia, la igualdad, la libertad, la paz y la plenitud de toda la Creación. Como miembros de la familia wesleyana tenemos una gran herencia en el concepto de santidad social. No podemos descansar como Iglesia en el trabajo por comunidades que dignifiquen la vida. Hemos de recordar el fuerte compromiso de la Iglesia con las colonias, pueblos y ciudades en las que se establecía, siendo promotora de acciones concretas a favor de los más pobres. La Iglesia requiere caminar con aquellos que todavía luchan por sus derechos, recordando que la dignidad de la vida y el compromiso por la transformación social son pilares inamovibles de su trabajo. Sin santidad social, que es participar en la construcción de un mundo justo y en paz, la Iglesia es religión muerta. 

  1. Un mundo de exclusión. El brillo de la tecnología, del mercado, de la conciencia de derechos, de las posibilidades del social media, del consumo o del discurso posmoderno, no deben hacer que olvidemos que más de la mitad de la población nacional vive en pobreza. En nuestra época parece que todas las cosas brillan. Ese brillo tiende a ocultar al pobre, al excluido, los feminicidios, la injusticia salarial, las violentas relaciones de género y la falta de oportunidades para el desarrollo. La cultura del emprendedor, del “Yes, we can”, no debe opacar la responsabilidad de los sistemas económicos y políticos sobre la pobreza, la criminalización del pobre y la violencia. Son realidades sistemáticas y no sólo un mero producto de conductas individuales. Tanto la pobreza como la violencia, son producto de la injusticia de un determinado sistema económico.

 También somos testigos del resurgimiento de viejos discursos de odio y la persecución a grupos minoritarios. En la segunda década del siglo XXI encontramos grupos como ISIS, personajes como Donald Trump, el renacimiento de grupos nazis, fascistas y de ultraderecha en Europa y América Latina, discursos de férreo fundamentalismo religioso, movimientos que persiguen y criminalizan a migrantes y refugiados o movimientos que luchan por limitar los derechos de comunidades minoritarias. En nuestro tiempo no se han podido erradicar el hambre, la explotación sexual de niñas y mujeres, la marginación de campesinos, la injusticia salarial que sufren las mayorías, la contaminación ambiental que asesina a quienes viven en las periferias de las ciudades, el odio racial, la desigualdad de género o la repartición injusta de la tierra.

 La Iglesia ha de tomar partido: está con las víctimas o con los verdugos, pero no puede permanecer neutral. La neutralidad significa ser cómplice de los victimarios. En memoria y seguimiento del Crucificado su lugar está con las víctimas. Con todas las víctimas, sin excepción. No hay juicio moral que justifique estar lejos de quien sufre exclusión. Se está con el hambriento, el sediento, el perseguido y el excluido por tener hambre, sed, sufrir persecución o exclusión. La indignidad de vida a la que se condena al prójimo es motivo suficiente para estar a su lado. Se está con la víctima por ser víctima. No hay otro criterio. 

  1. Un mundo plural. Ningún pueblo o individuo es una isla en medio del mar. Vivimos en el tiempo en que el mapa se ha encogido y se han hecho visibles y audibles infinidad de voces y grupos sociales. Es el tiempo de la pluralidad, en donde se empieza a reconocer el valor de escuchar al que es diferente. Las posibilidades de las tecnologías de comunicación y traslado han hecho de nuestro mundo un espacio multicultural, donde el extranjero no es visto como amenaza. Por supuesto, como hemos mencionado poco antes, han resurgido los discursos de odio racial, étnico y hacia las minorías, sin embargo, ahora son problemas visibles. No pueden ocultarse por demasiado tiempo. La vida académica, institucional y social se entiende según la participación de multitud de voces y no a la manera de un monolito en donde sólo hay uno quien habla. No es la sociedad democrática de antaño, sino la sociedad que busca ser plural, en donde todas las voces pueden hablar, ser escuchadas y tomadas en cuenta. Esto es el fruto humano de la globalización: darse cuenta que hay Diferentes y que podemos hermanarnos. Vivimos en nuestra localidad con la conciencia de que hay algo más allá del espacio en que habitamos.

 Si bien el mundo plural sigue batallando con enormes desafíos, la vivencia y el deseo de pluralidad ya está presente. Es tiempo para que la Iglesia recupere el espíritu de su vocación como un espacio para todos y todas. La Iglesia siempre ha tenido problemas en incluir a los Diferentes. Ya en sus primeros años era problemática la inclusión de gentiles entre sus filas. Sin embargo, y a partir de la visión de Pedro y su encuentro con Cornelio, sabemos que la Iglesia es el espacio de los Diferentes, sin importar sus diferencias. Para hablar de evangelio en nuestro tiempo, la Iglesia habrá de abrir sus puertas y corazón hacia la pluralidad que se va construyendo en el mundo, recobrando su espíritu ecuménico, de diálogo lleno de amor y vigor con los diversos sectores de la sociedad, y escuchando con atención lo que otras voces tienen que decirle. 

  1. Un mundo sin confianza. ¿Hay motivos para que la sociedad confíe en las instituciones y grandes proyectos? No los hay. Los escandalosos casos de corrupción política y empresarial son buenas razones para que ya no “se-crea” en las instituciones. La utilización para fines particulares de universidades, escuelas, hospitales, incluso del concepto “familia”, ha puesto en duda la legitimidad de las instituciones más cercanas, incluida la Iglesia. Nuestra sociedad no confía en la voz de la Iglesia porque ha demostrado ser interesada y corrupta como cualquier otra institución. La Iglesia no ha sabido caminar con el pueblo y sí con los poderosos. Que no haya confusión: para el general de la población no hay distinción entre iglesias. La Iglesia –en lo general- ha traicionado al pueblo. En el mundo flexible del presente, la opacidad de las instituciones no tiene lugar. No hay confianza en la política, la economía, la educación, ni la religión institucional. En un mundo plural, las instituciones han demostrado ser parte de tiempos totalitarios. En el mundo de la fluidez, rapidez y creatividad del social media, la Iglesia es una institución sólida, lenta y rutinaria. Es buen tiempo para recuperar el compromiso moral y ético de la Iglesia. Es buen tiempo para elegir con quienes caminar; para devolver a la institución la frescura de la creatividad y el compromiso con la misión evangélica; para vivir con honestidad y justicia al interior; para demostrar que hay un pueblo llamado metodista que sabe caminar con el pueblo sufriente y luchador que se mueve en nuestra patria; para anunciar que hay esperanza frente a las oscuridades de nuestro tiempo; para rejuvenecer y aprender a vivir en nuestro mundo de muchas voces. 

El cambio de época es una invitación a caminar por el desierto, símbolo bíblico de lo inesperado, de la presencia de Dios; espacio donde se lucha contra las ambiciones particulares, donde no hay nada escrito, sino que todo se escribe en el camino. El desierto es el evento de la renovación, de la escucha a la voz de Dios, de promesa y esperanza. Caminar por el desierto es la oportunidad de encontrarse con Dios y su proyecto.

 Es necesario caminar el desierto de Moisés e Israel, donde es imperativo liberarse de cuerpo y corazón, dejando atrás todo lo que significa Egipto; el desierto de Elías, donde se reconoce la debilidad propia y se encuentra a un Dios diferente a los ídolos del presente; el desierto del exilio, donde se aprende a hablar de otras maneras y se escuchan otras voces sin perder lo esencial de la fe; el desierto de Jesús, donde hay que enfrentarse a las ambiciones propias –al Satán-; al desierto de la misión de Pablo, aquel que requiere de creatividad, sensibilidad y amor para hablar al tiempo que toca vivir; al desierto de la gran Babilonia, en la que se reinterpreta la esperanza cristiana frente al mundo de caos, sin dejar de señalar las injusticias del mundo. También hay que recorrer el desierto de la cruz: la negación propia a favor del proyecto de Dios. 

 La Iglesia es la comunidad de creyentes que han decidido seguir al Crucificado, pero ¿hasta dónde? El camino de la cruz sólo tiene un destino: la muerte. Si la Iglesia es seguidora de Cristo entonces debe estar dispuesta a morir. Morir en sus formas, ideas, proyectos y maneras de vivir. Morir: la negación de lo propio y la radical confianza en Dios. Vivir es buscar lo viable para la Iglesia: morir es imaginar que otra Iglesia es posible. Una cosa es segura: quien no muere no puede vivir; quien no entrega su vida no puede resucitar. Así podemos decir que es tiempo de confiar radicalmente en el Dios del Resucitado y ser como la semilla, la cual debe morir para dar fruto.   Es tiempo de recuperar la esencia del evangelio, ser creativos, escuchar lo que el mundo tiene que decir, escuchar lo que Dios está diciendo, morir en aquello que deba hacerlo y confiar radicalmente en el Dios de la Vida. Sólo así podremos levantarnos y decir “¿dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” Sorbida es la muerte en victoria. 

[1] Presentado en la I Conferencia Extraordinaria de la Conferencia Anual de México (Iglesia Metodista de México), el día 8 de octubre del 2016 en el templo “La Santísima Trinidad” (Gante), Ciudad de México. Resumen de un trabajo más extenso de próxima difusión. 

[2] Presbítero itinerante de la Iglesia Metodista de México, actualmente sirviendo a la congregación “Emmanuel” (Nueva Atzacoalco) de la Ciudad de México. 

5 comentarios sobre “CAM, La Iglesia de Nuestro Tiempo

  1. Definitivamente, el detectar las necesidades del mundo actual y crear conciencia de ello hacia el interior de la Iglesia, es un excelente punto de partida para llevar a cabo con mayor éxito la misión más importante que nos dejó nuestro Señor Jesucristo en este mundo, la Gran Comisión.

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        1. Hno. Iván, nos parece que tienes tanto una notable facilidad como capacidad para escribir. Te animamos a que cuando tengas documentos de reflexión, nos los envíes para provecho de nuestras amada iglesia y amigos lectores de El Evangelista Mexicano. Por favor, toma esa iniciativa. Bendiciones.

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