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Capítulo 3
La Obediencia Sencilla
Cuando Jesús exigió al joven rico la pobreza voluntaria, este sabía que sólo era posible obedecer o desobedecer. Cuando Leví fue llamado a dejar su oficina de contribuciones, cuando Pedro fue llamado a abandonar sus redes, no cabía duda de que Jesús tomaba en serio esta llamada. Debían abandonarlo todo y seguirle. Cuando Pedro es llamado a la mar insegura, debe levantarse y arriesgarse a dar este paso. En todo esto sólo se requería una cosa: confiar en la palabra de Jesús, considerarla como un terreno mucho más firme que todas las seguridades del mundo.
En aquella época, los poderes que querían situarse entre la palabra de Jesús y la obediencia eran tan grandes como ahora. La razón discutía; la conciencia, la responsabilidad, la piedad, la ley misma y la autoridad de la Escritura intervenían para prevenir este extremo, este fanatismo anárquico. Pero la llamada de Jesús se abrió paso a través de todo esto e impuso la obediencia. Era la palabra misma de Dios. Lo que se exigía era la obediencia sencilla.
Si Jesús, por medio de la sagrada Escritura, hablase hoy de esta forma a uno de nosotros, es probable que argumentásemos del modo siguiente: Jesús manda una cosa muy concreta, es verdad. Pero cuando Jesús manda algo, debo saber que nunca exige una obediencia conforme a la ley; solo requiere de mi una única cosa: que yo crea. Y mi fe no esta ligada a la pobreza o a la riqueza, o a algo semejante; mas bien, en la fe tengo la posibilidad de ser ambas cosas al mismo tiempo, pobre y rico. Lo importante no es que yo carezca de bienes, sino que los tenga como si no los tuviese, que este libre interiormente de ellos, que no apegue mi corazón a mis riquezas. Por ejemplo, Jesús dice: vende tus bienes, pero quiere decir: Lo importante no es que hagas esto externamente, sino que conserves tranquilamente tus bienes, pero como si no los tuvieses. No apegues tu corazón a tus bienes.
Nuestra obediencia a la palabra de Jesús consistiría entonces en negarnos a la obediencia sencilla, por ser legalista, para ser obedientes «en la fe». Con esto nos diferenciamos del joven rico. En su tristeza, no pudo tranquilizarse diciendo: Es verdad que, a pesar de la palabra de Jesús, voy a seguir siendo rico; pero me liberare interiormente de mi riqueza y, sintiendo toda mi incapacidad pondré mi esperanza en el perdón de los pecados y estaré en comunión con Jesús por medio de la fe. Por el contrario, se alejó triste, perdiendo la fe al faltarle la obediencia. En esto, el joven se mostró totalmente honrado. Se separó de Jesús, y esta honradez se halla mas cerca de la promesa que una comunión aparente con Jesús basada en la desobediencia. Evidentemente, en opinión de Jesús, el joven se encontraba en una situación en la que no podía liberarse ante-reoriente de su riqueza. Es probable que lo hubiese intentado mil veces, como un hombre serio que busca.
Su fracaso lo revela el hecho de que, en el momento decisivo, no pueda obedecer a la palabra de Jesús. En esto se mostró honrado. Pero nosotros, con nuestra forma de argumentar, nos distinguí-
Nos completamente del oyente bíblico de la palabra de Jesús. Si Jesús dice a este: Abandona todo y sígueme, deja tu profesión, tu familia, tu pueblo y la casa de tu padre; este hombre sabe que solo puede responder a tal llamada con la obediencia sencilla, porque precisamente a ella se le ha concedido la comunión con Jesús. Pero nosotros diríamos: Sin duda, la llamada de Jesús debe «ser tomada totalmente en serio», pero la verdadera obediencia a ella consiste en que yo permanezca en mi profesión, en mi familia, y le sirva con libertad interior.
Jesús diría: ¡Sal! Pero nosotros sabemos que, en realidad, quiere decir: jQuédate dentro! Desde luego, como una persona que, en su interior, ha salido.
Jesús diría: No os preocupéis. Y nosotros entenderíamos: Naturalmente, debemos preocuparnos y trabajar por los nuestros y por nosotros mismos. Toda otra actitud sería irresponsable. Pero interiormente debemos sin duda estar libres de preocupaciones.
Jesús diría: Si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Y nosotros entenderíamos: Precisamente en el combate, precisamente devolviendo los golpes es como crece el verdadero amor al hermano.
Jesús diría: Buscad primero el reino de Dios. Y nosotros entenderíamos: Naturalmente, debemos buscar primero todas las otras cosas. Si no, ¿cómo podríamos subsistir? Jesús se refiere a la disponibilidad última a comprometerlo todo por el reino de Dios.
Siempre encontramos lo mismo: la supresión consciente de la obediencia sencilla, de la obediencia literal. ¿Cómo es posible tal cambio? ¿Qué ha ocurrido para que la palabra de Jesús haya debido prestarse a este juego, para que haya sido entregada de este modo a la burla del mundo? En cualquier parte del mundo donde se dan órdenes las cosas quedan claras. Un padre dice a su hijo: j Vete a la carnal, y el niño sabe muy bien de que se trata. Pero un niño educado en esta pseudo teología debería argumentar: Papá me dice: vete a la cama. Quiere decir: estas cansado; no quiere que yo este cansado.
Pero también puedo descansar jugando. Por consiguiente, mi padre ha dicho: vete a la cama, pero, de hecho, quiere decir: vete a jugar. Si el niño utilizase un argumento semejante con su padre, o el ciudadano con la autoridad, se llegaría a un lenguaje completamente claro: el de la sanción. Las cosas solo cambian cuando se trata de las órdenes de Jesús. Por lo visto, aqui hay que convertir la obediencia sencilla en pura desobediencia. ¿C6mo es esto posible?
Es posible porque, en el fondo de esta falsa argumentación, se da una cosa verdadera. La orden dirigida por Jesús al joven rico, es decir, la llamada a colocarse en una situación en la que es posible creer, tiene efectivamente por único fin llamar al hombre a la fe en Jesús, llamarlo a la comunión con él.
En definitiva, nada depende de tal o cual acto del hombre, sino de la fe en Jesús, en cuanto Hijo de Dios y mediador. Nada depende de la pobreza o de la riqueza, del matrimonio o del celibato, de la vida profesional o de la ausencia de ella, sino que todo depende de la fe. En esto tenemos razón hasta cierto punto; es posible creer en Cristo siendo ricos y poseyendo bienes de este mundo, con tal de que se tengan como si no se tuviesen. Pero esta es una posibilidad ultima de la existencia cristiana en general, una posibilidad con vistas a la espera seria de la vuelta inminente de Cristo, y no precisamente la posibilidad primera ni la más sencilla. La comprensión paradójica de los mandamientos esta justificada desde un punto de vista cristiano, pero nunca puede conducir a la supresión de una interpretación sencilla de los mandamientos.
Al contrario, solo está justificada y es posible para el que, en un punto cualquiera de su vida, ha intentado ya seriamente la experiencia de comprender las cosas con sencillez y, así, se halla en comunión con Jesús, le sigue y espera el fin. Comprender la llamada de Jesús paradójicamente es la posibilidad más difícil de todas, una posibilidad realmente imposible en el piano humano. Por eso corre el peligro continuo de transformarse en lo contrario, de convertirse en una escapatoria fácil, en una huida de la obediencia concreta.
Quien no sabe que le sería infinitamente más fácil comprender de forma sencilla el mandamiento de Jesús, obedecerlo a la letra -por ejemplo, abandonando realmente todos sus bienes en lugar de
Conservarlos no tiene derecho a interpretar paradójicamente la palabra de Jesús. Por tanto, esta interpretación paradójica del mandamiento de Jesús siempre debe incluir la comprensión literal.
La llamada concreta de Jesús y la obediencia sencilla tienen un sentido irrevocable. Jesús llama con ellas a una situación concreta en la que es posible creer en el; si llama tan concretamente y desea que se le comprenda de este modo es porque sabe que el hombre solo se vuelve libre para la fe en la obediencia concreta.
Donde la obediencia sencilla es eliminada fundamentalmente, la gratia cara del llamamiento de Jesús se transforma de nuevo en gratia barata de la auto justificación. Con esto se proclama también una ley falsa, que cierra los oídos a la llamada concreta de Cristo. Esta falsa ley es la ley del mundo, a la que corresponde y se opone la ley de la gratia. El mundo no es el que ha sido superado en Cristo y al que hay que vender de nuevo cada día en comunión con el, sino que se ha convertido en una ley rigurosa e intangible.
La gracia, por su parte, no es ya el don de Dios por el que somos arrancados del pecado y situados en la obediencia a Cristo, sino una ley divina general, un principio divino cuya aplicación solo depende del caso particular. El combate sistemático contra «el legalismo» de la obediencia sencilla resulta ser la más peligrosa de las leyes: la ley del mundo y la ley de la gracia. El combate sistemático contra el legalismo es el mayor legalismo de todos. No se puede triunfar del legalismo más que obedeciendo realmente a la llamada de Jesús al seguimiento, en el que Jesús mismo cumple y abroga la ley.
Donde la obediencia sencilla es eliminada fundamentalmente, se introduce un principio no evangélico de la Escritura. Entonces el presupuesto para comprender la Escritura consiste en disponer de una llave que sirva para esta comprensión. Pero esta llave no es ya el mismo Cristo vivo, que juzga y da la gracia, ni su uso depende solo del Espíritu santo vivificador, sino que la llave de la Escritura resulta ser una doctrina general de la gracia, de la que nosotros mismos podemos disponer.
El problema del seguimiento también aparece aquí como un problema hermenéutico. Toda hermenéutica evangélica debe saber claramente que no podemos identificarnos inmediatamente, sin más ni más, con los que han sido llamados por Jesús; más bien, los que han sido llamados en la Escritura toman parte en la palabra de Dios y, con ello, en la predicación del Evangelio. En la predicación no oímos solamente la respuesta de Jesús a la pregunta de un discípulo, pregunta que podría ser la nuestra, sino que pregunta y respuesta, ambas juntas, son objeto de la predicación en cuanto palabra de la Escritura. Por tanto, hermenéuticamente interpretaríamos mal la obediencia sencilla si quisiéramos actuar y seguir de forma directamente simultánea con el que ha sido llamado.
Pero el Cristo que nos es anunciado en la Escritura es, a través de toda su palabra, un Cristo que no da la fe más que al que le obedece. No tenemos el derecho ni la posibilidad de volver en busca de los acontecimientos reales tras la palabra de la Escritura, sino que, sometiéndonos a la palabra de la Escritura en su totalidad, es como somos llamados al seguimiento, precisamente porque no queremos violentar la Escritura en virtud de la ley, apoyándonos sobre el principio, aunque este principio sea el de una doctrina de la gracia.
Resulta, pues, que la interpretación paradójica del mandamiento de Jesús debe incluir la interpretación sencilla, precisamente porque no queremos proclamar una ley, sino predicar a Cristo. Con esto, parece ahora superfluo defenderse contra la sospecha de que, al hablar de la obediencia sencilla, lo hacemos de un carácter meritorio cualquiera del hombre, de un «facere quod in se est», de una condición preliminar indispensable de la fe. La obediencia a la llamada de Cristo no es nunca un acto arbitrario del hombre.
En sí, el abandono de sus bienes, por ejemplo, no constituye de ningún modo la obediencia exigida; muy bien podría suceder que semejante paso no significase la obediencia a Jesús, sino la fijación completamente libre de un estilo de vida personal, de un ideal cristiano, de un ideal de pobreza franciscana. Muy bien podría suceder que, al abandonar sus bienes, el hombre se aceptase a sí mismo y a un ideal, pero no al mandamiento de Gestas, quedando sin más prisionero de sí mismo en lugar de verse liberado. Porque este paso hacia la situación no es un ofrecimiento del hombre a Jesús, sino siempre la oferta graciosa de Gestas al hombre. El paso so- lo es legítimo cuando se da de esta forma, y entonces ya no es una posibilidad libre del hombre.
Dijo Jesús a sus discípulos: «Yo os aseguro que un rico difícilmente entrara en el reino de los cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos». Al oír esto, los discípulos se asombraban mucho y decían: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?». Jesús, mirándoles fijamente, dijo: «Para los hombres eso es imposible, más para Dios todo es posible» (Mt 19, 23-26).
Del asombro de los discípulos a propósito de estas palabras y de la pregunta que plantean para saber quién puede salvarse, se deduce que no consideraban el caso del joven rico como un caso especial, sino como el caso más corriente. En efecto, no preguntan: ¿Que rico?, sino, de forma general: ¿Quien» podrá salvarse?, precisamente porque todo el mundo, incluso los mismos discípulos, pertenecen a estos ricos para los que es tan difícil entrar en el reino de los cielos. La respuesta de Jesús confirma la interpretación que hacen los discípulos de sus palabras. Salvarse en el seguimiento es imposible a los hombres, más para Dios todo es posible.

