p. J. Dávila
Esfuérzate para poder presentarte delante de Dios, y recibir su aprobación. Sé un buen obrero, alguien que no tiene de qué avergonzarse y que explica correctamente la palabra de verdad.
2 Tim. 2:15 (NTV)
Uno de los más grandes privilegios que un ser humano puede llegar a experimentar es predicar la santa y maravillosa palabra de Dios. Se nos encomendó a los creyentes esta sublime tarea, no a las huestes celestes, sino a nosotros. No hay palabras para describir este maravilloso honor.
Dolorosamente, aunque todos los que formamos parte de la Iglesia del Señor, hemos sido llamados a compartir del Evangelio mediante el ministerio de la predicación, muy pocos lo hacen, y de esos pocos, es raro encontrar a quienes deseen prepararse constantemente para hacerlo con celo, devoción y pasión. Como resultado, el bello y maravilloso mensaje se ve limitado a un rico contenido, pero con poca relevancia en nuestra sociedad (y eso en el mejor de los casos).
EL DESENCANTO DE LA PREDICACIÓN
En la actualidad, vivimos un período triste de desencanto que ha dañado no solamente la credibilidad de los oyentes con una falta de aceptación social por el mensaje bíblico, sino que afecta también a la expresión misma de quien predica, hilvanando algunas palabras ordenadas típicamente, pero con un sinsabor característico de nuestros tiempos, dando lugar a ideologías y filosofías que seducen y fascinan a la sociedad, pero sin guiarles a la santidad, dado a que, de acuerdo con esta enseñanza, no hay moralidad absoluta, sino cada quién juzga su propia conducta de acuerdo a su criterio, es decir, un “individualismo moral”, que por retorcido que este se encuentre, es socialmente aceptado si satisface o persuade al individuo. En todo caso, es mucho más aceptado un empresario o político con habilidades de orador, que un predicador que denuncie al pecado como demanda Ezequiel 3:16-21, y como consecuencia, tenemos cada vez a más predicadores tan preocupados por hacer malabares con sus palabras para no incomodar a nadie, que se olvidan de salvar almas, y si se animan a dar ese paso, tampoco es raro quienes prefieran un discurso más agradable. Y aunque la Biblia misma nos advierte de momentos como este en la historia en los cuales “vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias” (2 Timoteo 4:3), el ministro que ama a su grey pensará dos veces antes de provocar que alguien se vaya del rebaño.
Hay otro extremo, y es también más común de lo que debería: quienes usen el púlpito para desahogar sus frustraciones y amarguras, y en su afán de conducir al rebaño terminan lastimando a la misma grey que fue llamado a cuidar, olvidando dramáticamente la instrucción de Pablo en 2 Timoteo 2:24-26. Siento una rara combinación de vergüenza y tristeza cada vez que escucho a compañeros azotar a la grey desde sus púlpitos (y de vez en cuando también por sus redes sociales), e inmediatamente pienso: “de la abundancia del corazón habla la boca”, ¿cómo una fuente amarga atraerá a los sedientos?
EL DESAFÍO PARA EL PÚLPITO DE HOY
Lo que nos lleva al desafío para la homilética de hoy: La tarea del predicador contemporáneo no es “hablar palabras que le gusten a todos”, como tampoco lo es azotar con amargura a la audiencia, sino salvar almas y lo logrará solamente mediante una correcta y efectiva predicación de la Palabra de Dios. Por lo cual, el predicador de nuestros días debe de ser doblemente valiente, porque además de esforzarse para presentarse aprobado delante de Dios, si espera cumplir con el propósito de la predicación, entonces debe de enfrentarse valientemente y con compasión a la sociedad misma, que está más dispuesta a ignorar o hasta a condenar a los santos de “fanáticos” o “fundamentalistas”, antes de dejar sus malos caminos y volverse a Dios (por cierto, ¡Qué lamentable escuchar juicios así sobre la Iglesia de Cristo!).
HAY ESPERANZA
Sin embargo, el panorama no es tan fatalista como parece, ya que la esperanza de la Iglesia está en la gracia del Señor, y la comunión con el Espíritu Santo, y esto va más allá de cualquier intención o esfuerzo humano, porque Dios mismo ha llamado a su Iglesia a compartir del Evangelio aun en esta época, sin importar los tiempos o las circunstancias, será Él quien envíe obreros fieles y capaces a su mies, y, a la luz de la promesa Escritural, capacitará también fielmente a los enviados. Especialmente en nuestros tiempos en los que la desconfianza y falta de identidad necesitan ser saciadas por una sana doctrina, llena del incomparable amor y misericordia de Dios. Podemos intentar resolver esto desde distintas ópticas, pero no hay que olvidar que nuestro llamado, y nuestra herramienta por excelencia siempre ha sido, y seguirá siendo la predicación, hagámoslo entonces, con excelencia.
Si bien, la homilética tradicional sigue siendo útil en nuestros días, nuestra cada vez más despierta y analítica audiencia, demanda una revaluación y modernización de nuestras herramientas, y al ser humildes y dispuestos a adaptar nuestras armas ministeriales a la nueva era a la que nos enfrentamos, indudablemente creceremos en el ministerio de la predicación, y aprenderemos a ser efectivos al compartir un mensaje relevante y necesario en nuestra sociedad actual, de manera que llevemos a otros el mensaje vivo y eficaz de la Palabra de Dios, no importando si se es nuevo en el ministerio o con algunos años de experiencia, por amor al Evangelio, no debemos dejar de crecer.
“CADA METODISTA, UN EVANGELISTA”
Este valiente axioma nos pareciera muy evidente, todos los metodistas fuimos llamados a predicar. Pero el propósito de la predicación no es el alarde, ni la ornamenta de una liturgia, sino producir fruto, y si nuestra predicación no produce fruto, es tiempo de reevaluar nuestros métodos. Con esto no quiero decir que estamos obligados a romper con la solemnidad de la predicación en un esfuerzo de aumentar la novedad de nuestro mensaje; por el contrario, creo que debemos recordar que la predicación no es una simple reflexión filosófica que deba ser admirada y luego olvidada, sino que debe de exhortar, redargüir, consolar, equipar, en fin, ¡debe hacer algo!
Nada menos, la palabra “sermón” se origina de una derivación de la palabra latina “serere” que proviene de la acción de “ensartar, clavar, estocar, herir, injertar”, siendo su propósito definido “herir el alma del oyente (emociones, mente, cultura y tradiciones), y moverle a una transformación de su interior” (Franco, 1975), haciendo referencia a un principio espiritual o pensamiento moral que era injertado en el corazón del oyente para crecer y dar fruto. De la manera que el carpintero usa la madera para la creación de algo, así el predicador usa al sermón como la materia prima de su propósito.
En las próximas oportunidades, quisiera compartir algunos modestos apuntes que podrían ayudarnos a evaluar la homilética bíblica, histórica y contemporánea, como ciencia y arte, analizando a la vez las expectativas e intereses de la audiencia posmoderna, comprobando que el sermón bíblico es el instrumento apropiado para la enseñanza doctrinal de la presente generación. Hasta entonces, recuerda el santo llamamiento que has recibido para predicar la Palabra de Dios, hazlo con excelencia.
Por favor, siéntete libre de enriquecer mis notas con tus comentarios, estoy seguro de que podemos crecer juntos.
Tu hermano y consiervo.
BIBLIOGRAFÍA
Franco, J. S. (1975). Introducción a la Predicación Bíblica. Medellín: Seminario Bíblico Unido de Colombia.
P.J. Dávila, Licenciado en Teología por el Seminario Metodista Juan Wesley en el año 2012, y ordenado como Presbítero en el 2017. Con 12 años de experiencia en el ministerio pastoral en congregaciones de la Conferencia Anual Oriental. Actualmente pastor en la frontera Norte de México, sirviendo en la Iglesia Metodista Monte Carmelo, en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Esposo y Padre, llamado a pastorear a la grey del Señor.