El Metodismo ante la Revolución Mexicana (parte 1 de 2)

El Metodismo ante la Revolución Mexicana (parte 1 de 2)

La postura de la Iglesia Metodista Episcopal de México ante la revolución maderista de 1910 a través de su órgano oficial, nos plantea que que el posicionamiento adoptado por la denominación ante la Revolución fue un reflejo de su limitada capacidad para flexibilizar sus estructuras eclesiales. 

Ramiro Jaimes Martínez

EL ABOGADO CRISTIANO Y EL LEVANTAMIENTO MADERISTA

El metodismo en México

Desde 1818 la Junta Misionera de la IME enviaba misioneros a los territorios que Estados Unidos iba adquiriendo en su expansión hacia el oeste y a las recién formadas repúblicas de América del Sur. Para 1910 tenía misiones en África, el Sudeste de Asia, Japón, Corea y en muchos países de Europa, incluyendo Italia. En mayo de 1872 la IME de Nueva York volvió a tomar la discusión referente a enviar misioneros a la vecina república del sur y ese mismo mes fue aprobada.

México salía de una guerra que sepultó las esperanzas imperiales de Maximiliano, los conservadores y la jerarquía católica, y como resultado se había establecido un régimen republicano y liberal. Los gobiernos de Juárez y Lerdo proporcionaron, además de la estabilidad política necesaria para la evangelización metodista, un proyecto nacional afín a los intereses de las denominaciones estadounidenses. En 1873 Lerdo incluso fue más lejos, incorporando las Leyes de Reforma en la Constitución y llevando a cabo una abierta política anticlerical. Lo anterior abrió el campo religioso mexicano al trabajo de otros credos, pues la iglesia católica dejaba de ser la única permitida por el Estado.

Además de la política anticlerical, en realidad anticatólica puesto que alentaba la labor de otras iglesias cristianas, los nuevos gobernantes veían a los evangélicos con simpatía por sus afinidades liberales. Los misioneros metodistas aprovecharon esta coyuntura para consolidar contactos con los liberales y sus asociaciones con el fin de comenzar sus nuevas iglesias. Dichas asociaciones, tales como clubes reformistas, logias masónicas, sociedades mutualistas, e incluso espiritistas, compartían con las denominaciones del mainline estadounidense (en México conocidas como «protestantes históricas») ideas similares sobre la libertad de culto, el sufragio universal, la soberanía nacional, el derecho de asociación y su anticatolicismo. En otras palabras, aunque los primeros misioneros y conversos en México se encontraban en medio de un campo religioso estructurado física y simbólicamente por la iglesia católica encontraron vínculos con algunos sectores sociales que trascendían sus objetivos religiosos.

Este tipo de asociaciones resultó de gran ayuda para los primeros misioneros, si bien, usualmente no se convirtieron en forma automática en miembros de las congregaciones, casi siempre proporcionaron los contactos y redes necesarias para conseguirlos. No obstante, durante los primeros años el principal semillero de pastores y congregaciones mexicanos fueron los clérigos liberales de la Iglesia de Jesús, así como los dirigentes de las sociedades religiosas independientes, promovidas por los liberales. Sin embargo, además de estos disidentes político-religiosos, hacía mucho tiempo que los «colportores» o propagandistas evangélicos, habían hecho algunos prosélitos a través de la venta de Biblias y de estudios bíblicos en hogares. Puede decirse entonces, que existía con anterioridad un movimiento protestante mexicano relativamente autónomo de las denominaciones estadounidenses y, por lo tanto, algunos sectores en el campo religioso mexicano alejados de la órbita católica y predispuestos hacia una oferta religiosa alternativa.

Ante tal panorama, la IME no podía esperar una coyuntura más favorable, y la aprovecharon. El 25 de diciembre de 1872 se materializó la llegada legal del metodismo a tierras mexicanas, pues predicadores metodistas ya habían incursionado en Texas desde antes de 1836. El obispo Gilbert Haven entró a la ciudad de México, enviado por la Sociedad Misionera de la IME, y en febrero del mismo año se le unió como superintendente William Butler, que había trabajado como misionero en la India. A partir de la ciudad de México comenzaron a extenderse hacia Pachuca, Guanajuato, Veracruz y Puebla.

En enero de 1873 arribó a la capital el obispo Otto Keener, enviado por la Iglesia Metodista Episcopal del Sur (en adelante, IMES), quien compró la capilla del ex convento de San Andrés. Pronto comenzaron a funcionar las iglesias, así como escuelas, hospitales, ligas de temperancia y los periódicos de ambas sociedades misioneras metodistas. El 18 de enero de 1885 se realizó la primera Conferencia Anual de la Iglesia Metodista Episcopal en la ciudad de México, y el 28 de octubre del mismo año se llevó a cabo la primera Conferencia Anual Mexicana Fronteriza de la IMES en San Antonio, Texas.

Pero a pesar de sus inicios promisorios, las denominaciones metodistas no lograron sostener un ritmo de crecimiento significativo, no obstante los recursos con los que contaban, tanto materiales como simbólicos. En poco menos de cuarenta años, el avance numérico metodista, y evangélico en general, no pareció haber hecho mella en el campo religioso mexicano dominado por la iglesia católica. De acuerdo con Bastían, apoyándose en las actas conferenciales y los datos oficiales, en 1876 las iglesias metodistas contaban con 516 miembros. Para 1910 el número había aumentado a 6283. A diferencia del metodismo en la Inglaterra del siglo XVIII y en Estados Unidos, el metodismo en México no fue capaz de atraer masivamente a los sectores tradicionalmente marginales ni a los nuevos empleados de las primeras fábricas de textiles. No obstante lo anterior, en algunas regiones, la naciente clase obrera mexicana fue de los sectores que acogieron el metodismo.

Sin embargo, aunque para los misioneros estadounidenses y los pastores mexicanos metodistas era importante el proselitismo, su proyecto rebasaba el ámbito estrictamente religioso y los indicadores cuantitativos. Era un proyecto modernizador y de reforma social que buscaba, con base en la educación y la enseñanza de los principios y vivencias bíblicas, la transformación individual como cimiento de la construcción de una sociedad ilustrada, democrática y nacionalista. Estos objetivos estaban en sintonía con las ideas de los liberales mexicanos durante los gobiernos de Juárez y Lerdo de Tejada. Sin embargo, el proyecto metodista paulatinamente fue dejando de armonizar con las políticas del gobierno liberal, específicamente durante el Porfiriato.

En primer lugar, Díaz dejó de lado el anticlericalismo liberal y lo sustituyó por una política de conciliación con la jerarquía católica. La política anticatólica aplicada por el liberalismo radical dio paso a una política de entendimiento, una vez que Porfirio Díaz buscó la consolidación de sus sucesivos gobiernos. Díaz se acercó más a la jerarquía católica, permitiéndole fortalecerse al punto que los arzobispos volvieron a convertirse en actores políticos influyentes. Por un lado, se impulsó la cobertura eclesial, aunque no en forma uniforme en todas las regiones, siendo la zona centro-occidente la más beneficiada. Además, el gobierno levantó las prohibiciones que las leyes reformistas habían impuesto, como las manifestaciones religiosas en la vía pública y la apertura y administración de colegios y escuelas.

En segundo término la misma jerarquía católica diversificó su forma de lucha por el campo religioso y la sociedad. Después de la derrota ante los liberales paulatinamente se abandonó la estrategia de confrontación por una de competencia, buscando el apoyo social. Para la primera década del siglo XX, una vez que el grupo ultramontano intransigente cedió la preeminencia a la llamada «acción social» de la Iglesia, la nueva orientación comenzó a dar sus primeros frutos y la base laica católica se amplió y fue más combativa. Posiblemente, este debiera considerarse el punto de partida de un esfuerzo católico por generar y alcanzar el voluntarismo laico a una escala sin precedentes.

En tercer lugar, el gobierno de Díaz fue abandonando o dejando en suspenso el proyecto de modernización política (primero permitió la reelección y después la reelección indefinida). Los metodistas lo justificaron: si el héroe del 2 de abril había logrado pacificar al país y además alcanzado tantos éxitos económicos en beneficio de los mexicanos, podían pasarse por alto sus excesos autoritarios. Finalmente, Díaz reprimió las manifestaciones contrarias a su régimen y al orden social, como la huelga de Río Blanco, que afectó a pastores y miembros mexicanos de las iglesias metodistas de la zona.

Ante este panorama, los misioneros de la IME dejaron de opinar públicamente sobre política y evitaron toda participación partidista. Es decir, adoptaron un discurso apolítico, limitándose, desde su perspectiva, a promover valores morales y éticos en la sociedad. Dicha postura se ha mantenido como la posición dominante de las antiguas denominaciones en México hasta inicios del siglo XXI. Sin embargo, esta actitud entraña una contradicción con aquellos autores que consideran al metodismo, y a las denominaciones evangélicas en general, como agentes de una oposición activa al régimen porfirista.

Los metodistas y su participación política

La actitud de la IME hacia el gobierno, que podría hacerse extensiva a la imes, tenía una base bíblica: el mandamiento de Pablo a los cristianos en Roma conminándolos a obedecer y respetar a las autoridades superiores para vivir con seguridad. Esta doctrina paulina estaba plasmada además en el reglamento metodista, Doctrinas y disciplina de la Iglesia Metodista Episcopal, conocido como «la Disciplina». De esta manera, la denominación se encontraba obligada a la obediencia civil y al respeto hacia las autoridades políticas. Por lo tanto, seguramente el pastor y el creyente metodista tenían en mente estos mandamientos cuando se hallaban en el dilema entre la obediencia ante un gobierno «injusto» o la resistencia activa.

Sin embargo, a pesar de esta doctrina sobre la acción política, los metodistas no lo interpretaban como aislamiento del mundo, y tampoco consideraban las actividades políticas como esencialmente pecaminosas.

Durante los primeros años de la misión fue permitida la participación de los laicos en la política. Por un lado, ésta formaba parte del proyecto social metodista, pues era un deber y obligación participar civilmente como buenos ciudadanos. Por otra parte, los primeros simpatizantes y algunos creyentes del metodismo eran sectores identificados por su militancia liberal y anticlerical. Algunos de los simpatizantes formaban parte de los clubes liberales o de las logias espiritistas y masónicas, mientras que las primeras congregaciones metodistas en la ciudad de México estaban compuestas por activos participantes en la malograda Iglesia de Jesús.

Por lo tanto, los misioneros y pastores metodistas en México no desalentaron la politización de los creyentes durante el gobierno de Lerdo de Tejeda y el primer periodo de Porfirio Díaz. De hecho, las primeras publicaciones, folletos y periódicos, procuraban promover el anticlericalismo y la separación Iglesia-Estado defendiendo el cumplimiento de las Leyes de Reforma.

Sin embargo, debe notarse que entre 1873 y 1880 el clima era propicio a los comentarios y referencias sobre la situación política, pues no se confrontaban con el gobierno. Lejos de transgredir la Disciplina, se mostraban además como ciudadanos obedientes a la Constitución. Los evangélicos se contaban entre las asociaciones liberales que abrían espacios para la participación ciudadana. De hecho, el metodismo en particular es considerado una influencia ideológica en las primeras organizaciones obreras, desde su llegada a México hasta 1910. Durante 1872 hasta 1880, la aplicación de la política anticlerical mantuvo a raya a la iglesia católica, la cual tuvo que soportar la disolución de sus congregaciones y la incautación de sus bienes, entre los que había templos y conventos, algunos de éstos pasaron a manos de las denominaciones estadounidenses.

Pero durante la presidencia de Manuel González (1880-1884), el órgano oficial de la IME, El Abogado Cristiano (AC) realizó denuncias continuas sobre la hostilidad hacia los protestantes o las violaciones a las leyes que regulaban el culto. Durante el segundo periodo de Díaz (1884-1888) era evidente que la actividad de la jerarquía católica transgredía las Leyes de Reforma sin mucha objeción por parte del gobierno. En 1887 los metodistas, a través del AC, hicieron alarmadas denuncias ante esta situación, criticando abiertamente esta política de conciliación. Pero después del informe presidencial en septiembre de dicho año reconocieron que los logros en materia económica y el fortalecimiento del Estado eran motivos de felicitación. Para el AC, 1888 y 1889 fueron años de desencanto y sentimientos encontrados alrededor de la figura de Díaz. Era evidente que la política del presidente tomaba un rumbo dictatorial y las Leyes de Reforma habían dejado de aplicarse. A partir de la aprobación de la reelección indefinida en 1889, el semanario dejó de comentar por casi seis años los informes presidenciales y se concentró en denunciar las manifestaciones de intolerancia religiosa y las violaciones del clero católico al orden constitucional.

Según Rubén Ruiz Guerra, es probable que la actitud adoptada por el AC se debiera a dos razones. En primer lugar se debía a la censura ejercida por el gobierno o por las autoridades de la ime. Como minoría religiosa no hubiera resultado prudente criticar continuamente al gobierno, esto hubiera agravado aun más su situación marginal ante la complacencia de Díaz con la iglesia católica. El segundo motivo fueron las opiniones encontradas entre los misioneros y los escritores mexicanos del semanario. Mientras que en 1889 Pedro Flores Valderrama, director del periódico y uno de sus escritores más críticos, expresaba su desencanto con respecto de las decisiones del régimen, William Butler, uno de los misioneros pioneros del metodismo en México, publicaba en 1888 Mexico in transition from the power of political romanism to civil and religious liberty, en donde achacaba la prosperidad del país a la nobleza e incorruptibilidad de Porfirio Díaz. Asimismo su hijo John W. Butler, participaba en conferencias en Estados Unidos en las que alababa el progreso económico de México y al líder que lo había hecho posible, sin cuestionar el endurecimiento de su política interna.

Por supuesto, es posible que los misioneros también buscaran acatar la norma de la Disciplina, tanto con el gobierno de Estados Unidos como ante el mexicano; de cualquier forma, México se había convertido en un buen socio para los empresarios estadounidenses. Además algunos de esos inversionistas y empleados provenientes del vecino país del norte eran colaboradores (o podrían llegar a serlo) en la labor de la misión metodista, ya fuera con ofrendas o con oraciones. En adelante y hasta 1910 el semanario reflejó esta posición ambigua hacia el régimen: por un lado se ensalzaba la figura de Díaz, como uno de los héroes liberales, y por otro se atacaba la política de conciliación con la iglesia católica.

Posiblemente esta actitud respondiera tanto a una diferencia de opiniones entre misioneros y algunos pastores mexicanos como a una postura antiviolencia, derivada de la ordenanza mencionada en la Disciplina. Respecto de la primera existía en el interior de la denominación una polémica relacionada con la preeminencia de los misioneros extranjeros. Generalmente se pasa por alto que las denominaciones evangélicas fueron (y son) instituciones complejas, conformadas por agentes con diferentes bagajes culturales y regionales. Si bien no tenían el grado de institucionalización de la iglesia católica, es innegable que también poseían un cuerpo de especialistas con diferentes posiciones e intereses dentro de la denominación. Éstos administraban el capital religioso y material no sólo con una lógica espiritual o teológica, sino institucional. En este sentido, como en el caso católico, podría hablarse de una jerarquía, que ocupaba los puestos directivos más importantes, y de un «pastorado bajo», el cual tenía los cargos de menor calidad.

Respecto de la postura antiviolencia, al considerar la forma como los editorialistas del AC y El Evangelista Mexicano (EM) tocan estos temas, es evidente que ésta se refleja en múltiples asuntos, desde las corridas de toros hasta los crímenes pasionales. Sin embargo, es interesante analizar específicamente la postura de los escritores metodistas hacia la violencia como medio para lograr un objetivo político o la justicia social. Por regla, el metodismo seguía las enseñanzas del apóstol Pablo: el cristiano debe someterse a las autoridades instituidas, que a fin de cuentas lo son por voluntad de Dios. El resultado será una vida pacífica y ordenada. En última instancia, tanto el orden y progreso a escala nacional (conseguido gracias a Porfirio Díaz) como la «santidad» (entendida como una posición como una persona justificada y redimida ante Dios y como una labor de diario autocontrol) eran fundamentales para el funcionamiento del proyecto social metodista. Esto es, una renovación espiritual y educativa centrada en la acción individual.

Este era un punto en común en los escritos de los misioneros como William y John William Butler, y el de los pastores mexicanos del AC. Por lo tanto, esta coincidencia en la jerarquía metodista explicaría por qué los órganos oficiales de la IME y la IMES guardaron silencio o justificaron la participación de pastores o miembros de las iglesias metodistas en la huelga de Río Blanco en 1907, o de aquellos que respondieron al llamado de Madero en el Plan de San Luis. Casos como el de José Rumbia, Andrés Mota, Benigno Zenteno o José Trinidad Ruiz podrían interpretarse no sólo como un diferendo en el pastorado metodista, sino entre un sector dirigente, conformado por misioneros y pastores mexicanos encargados de iglesias importantes, con pastores locales de iglesias rurales y predicadores itinerantes. No sabemos qué tan graves fueron estas diferencias, puesto que aparentemente no trascendieron los órganos de difusión metodistas.

Por otra parte, los semanarios tenían como primer interés promover su «propaganda evangélica» y su proyecto social (progreso cultural y fomentar la ilustración individual) entre creyentes y simpatizantes, no ventilar sus conflictos internos ante la opinión pública. A pesar de lo anterior, existió un movimiento interno, crítico de la cúpula denominacional, que tuvo la suficiente fuerza para que los semanarios le prestaran atención. Este movimiento pugnaba por la autonomía, y estaba relacionado con la brecha entre una jerarquía dominada por misioneros estadounidenses con un pastorado mexicano generalmente más pobre. Los autonomistas buscaban «nacionalizar» las denominaciones evangélicas uniéndolas bajo una sola organización que no fuera el reflejo de las divisiones denominacionales estadounidenses. A pesar de estas diferencias internas, ante la opinión pública se buscó proyectar una posición más o menos homogénea, pero sobre todo apegada en forma irrestricta al orden social.

También se puede observar la divergencia entre jerarquía y pastorado a través de los conflictos entre los obreros y los patrones de fábricas textiles, especialmente durante 1907. Según Bastían, uno de los metodistas más comprometidos con la lucha obrera, José Rumbia, era el típico pastor que dividía su tiempo como predicador, oficial de la IME (ocupando puestos secundarios debajo de los misioneros estadounidenses) y maestro de escuela. Lo anterior hacía que los pastores locales y los pastores itinerantes tuvieran mayor cercanía, y cierto prestigio, entre las poblaciones con nuevas fábricas textiles y en las regiones rurales. Para el mencionado autor, estos pastores-maestros desempeñaron un papel similar al que Hobsbawm atribuyó a los ministros metodistas en la formación del movimiento obrero en Inglaterra, durante la Revolución industrial en el siglo XVIII, es decir, como agentes que pusieron la organización religiosa al servicio del sindicalismo. Pero en el caso de 1907, la jerarquía denominacional y el órgano oficial de la IMES apoyaron a los patrones y al gobierno, congratulándose de que su acción evitara mayores males, guardando silencio sobre la participación metodista en las huelgas.

Pero aunque algunos pastores y laicos desde finales del siglo xix se habían distinguido por su intensa participación política, la tendencia de la denominación fue asumir una aparente neutralidad, amparándose en la separación entre el Estado y la religión. Esto la fue colocando en una posición política cada vez más moderada respecto de sus primeros años en México, cuando formaban parte de las asociaciones del liberalismo. Por lo tanto, la actitud ambivalente del AC no varió, aunque se vivieron en el país momentos de efervescencia política, como la expansión del anarquismo en los clubes liberales en 1901, las huelgas de Cananea (1906) y Río Blanco (1907), las elecciones presidenciales de 1910 o la misma revolución maderista.

Ruiz Guerra considera que a raíz de la llegada del anarquismo a las asociaciones liberales, durante la primera década del siglo XX, con la política de conciliación de Díaz como un incómodo contexto ocurrió un ensimismamiento metodista. Es decir, el repliegue hacia el interior de la denominación y el abandono de la militancia política. Por medio del ac, se puede advertir que continuaron cultivando el anticatolicismo, el nacionalismo basado en el culto a los héroes liberales y su confianza en que Díaz, o su sucesor, cambiaría el rumbo del país y lo dirigiría nuevamente por la senda del liberalismo anticlerical y democrático.

Por lo tanto, puede decirse que el metodismo en México se encontraba en una encrucijada. Por un lado, sufría las contradicciones entre ideales liberales y el ejercicio pragmático del poder, características cada vez más dominantes en el régimen de Díaz. Pero por otra parte, su organización interna los obligaba a guardar distancia de una posición verdaderamente crítica del gobierno porfirista. Esta contradicción llevó a la denominación a una divergencia entre su discurso público y los actos de algunos sectores de su feligresía ante la revolución maderista. Es decir, entre la jerarquía denominacional y su órgano oficial de difusión por un lado, y pastores y laicos metodistas por el otro.


REFERENCIA

Jaimes-Martínez, Ramiro . (2012). El metodismo ante la Revolución: El Abogado Cristiano y el levantamiento maderista. Estudios de historia moderna y contemporánea de México, No. 43, ene-jul 2012, 0.