Desde que recuerdo, en casa constantemente escuché la frase “El trabajo todo lo vence”. Dicha frase fue una realidad en la vida de mis padres como profesionales de la educación. Pasado el tiempo supe que era el lema de la institución donde mi madre estudió, institución de la cual yo también egresé años después.
Como docente siempre me ha gustado contar historias o anécdotas que me lleven a reflexionar sobre la vida diaria, común, que de alguna manera puedan aplicar en el andar cristiano y se relacionen con el servicio que como hijos de Dios prestamos.
En dos diferentes generaciones tuve alumnos que se distinguieron por haber puesto atención a una primera indicación que di cuando tomaba el grupo a mi cargo; la indicación era en relación con la oportunidad que todos tenían por igual para alcanzar un lugar en la escolta y al mismo tiempo esforzarse en pasar sus exámenes para obtener un espacio en la siguiente institución de su preferencia al concluir sus estudios primarios.
Ambos alumnos durante sus primeros años escolares no mostraron ser destacados en sus grupos. Por sus maestras anteriores eran considerados dentro de los “cumplidos” sin llegar a la excelencia. Después de escuchar las indicaciones para la forma de trabajo que tendríamos, curiosamente se acercaron y me hicieron la misma pregunta: “Maestra ¿también yo puedo participar?”, a lo que respondí muy bíblicamente “Todos son llamados” su segundo cuestionamiento fue “¿Qué tengo que hacer?”, en respuesta obtuvieron “Trabajar para vencer”.
Como maestra he aprendido que las palabras dichas en el momento preciso y que llegan a caer en buena tierra, dan frutos. Con el pasar de los meses, en ambos casos, pude ver su esfuerzo y dedicación; pero lo más importante, que ninguno perdió la visión: Y lo que más llamaba mi atención fue su gratitud: no importaba lo que hicieran, que trabajo o actividad estuvieran realizando, siempre al terminar se acercaban y decían “¡gracias, Maestra!
Ambos alumnos al terminar su educación primaria lograron su objetivo: ocuparon un lugar en la escolta y lograron un lugar en la escuela secundaria de su preferencia, eso sin contar con que lograron destacar en otros concursos académicos. El día de su graduación, sus familias estaban felices y orgullosas de sus logros y al despedirse de mí para continuar su camino, sus últimas palabras fueron las que continuamente decían en nuestro trato diario: “¡Gracias Maestra!”.
Esta anécdota me lleva a reflexionar en nuestro caminar con Cristo, ya que, como sus hijos, todos estamos llamados a servir, pero lo normal es que nos sentemos en la banca para dejar que otro al que consideramos como más destacado lo haga, porque dudamos de nuestros dones y talentos: o bien, porque hay personas a quienes les agrada ocupar los puestos para obtener cierto reconocimiento.
Como hijos de Dios debemos siempre tener en cuenta que todos somos comisionados y todos ocupamos un lugar preferente en el cuerpo de Cristo. Lo ocurrido con mis alumnos me llevó a reflexionar que durante el tiempo que Dios me llamó y permitió servir como laica en diferentes áreas y organizaciones, jamás debía perder “LA VISIÓN”, es decir por qué lo estaba realizando y para quién lo estoy haciendo.
Muchos fueron los momentos en que se pone en duda si lo que se está haciendo es lo indicado para el grupo de hermanos que se dirige, si aquello traerá o no bendición a cada uno de ellos y a quienes nos estaban escuchando u observando, si es o no del agrado de a quién teníamos que rendir cuentas; pero en todo ello siempre prevaleció no el “ heme aquí” del profeta Isaías, sino el “ Id y haced” que Jesús indicó; lo cual permitió que la mirada sólo estuviera puesta en “trabajar y vencer”; porque quien me envió era y es el Dueño de la viña. Hubo agotamiento, frustraciones, enfermedad y a veces tristeza, pero nada me apartó del punto inicial: ¡Servir a Cristo!
En cada paso que se daba, en cada decisión tomada, en cada acierto obtenido y aún en cada tropezón -porque de ellos también se aprende- “LA GRATITUD” siempre estuvo presente. ¿Gratitud a quién? A aquel que nos llamó siendo personas minúsculas, pero que les regaló dones y entregó ministerios para que su obra fuera realizada. En medio de turbulencias emocionales, enfermedades, exceso de trabajo, tiempo reducido para servir, contar con pocos obreros, al solo hecho de elevar la breve oración de ¡Gracias Señor!, como por arte de magia el mundo se transformaba, se tenía la certeza de que ahí estaba Dios y era sólo Él quien estaba obrando, que al final de cuentas sólo era un pequeño instrumento guiada por un Dios Grande.
Los planes y programas siempre tienen fecha de caducidad y los tiempos de servicio en determinadas áreas y organizaciones dentro de nuestra iglesia también. Pero en todo momento como hijos de Dios debemos mantener la “VISIÓN”, en que se termina ese camino, pero ya hay otro para iniciar; que mientras somos llamados a su presencia, debemos continuar sirviendo en donde Él decida. No busquemos el aplauso humano, busquemos el agradar a nuestro Creador quien nos ha llamado a ser parte de su rebaño. Hagamos nuestro lo que el apóstol Pablo dice a los Filipenses 3:14:
“prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”
¡GRACIAS, SEÑOR, POR LA OPORTUNIDAD QUE ME DAS DE SERVIRTE!
Y ahora, Señor, a lo que sigue…
Hna. Laura Hortencia Pereira Gutiérrez
Docente de Educación Primaria. Egresada de la Benemérita Escuela Normal del Estado de Coahuila y de la Universidad Pedagógica Nacional.
Colaboró en el Programa Todos en Ministerio de la IMMAR en el diseño de lecciones; de igual manera en el PRN para el Área de Testimonio Cristiano en el Nivel Infantil y en el diseño del material para ECV 2020 “EN EL TALLER VINTAGE”.
Concluyó su período en la Comisión de Programa del Dto. 12 de la CAO y como Consejera Distrital de la LMJI.
Miembro activo de la Iglesia Metodista de México en la Congregación “Nueva Bethel”.