Juan Stam
HISTORIA SALVIFICA E HISTORIA UNIVERSAL
(Pautas de Teología Bíblica)
En cuanto a este complejo de problemas interrelacionados -historia bíblica e historia contemporánea, lo sagrado y lo secular, iglesia y sociedad, historia y escatología- los evangélicos centroamericanos tienden a manifestar ideas bastante definidas, a veces aun dogmáticas. Pero da la impresión que no se ha pensado mucho en los aspectos exegéticos y bíblico-teológicos del problema. En gran parte la postura tradicional descansa en unos pocos textos de prueba, desconectados de todo el amplio panorama de la teología bíblica.21 Otras veces se basa en el argumento del silencio, o en simples presupuestos culturales o ideológicos, importados inconscientemente en la interpretación bíblica. Nuestro propósito ahora es cuestionar desde las Escrituras algunos de tales presupuestos y abrir un diálogo bíblico en torno al tema.
1. Teología de la Creación y la historia universal
Es impresionante comparar las primeras páginas de la Biblia con las últimas del libro de Apocalipsis. El mismo tema, con muchos detalles y lenguaje similares (cielo y tierra, árbol de vida, río de vida, etc.) aparece en Génesis 1-3 al principio, y Apocalipsis 21-22 al final del largo recorrido. Jean Daniélou comenta al respecto:
La creación del universo es el primer acto del designio de Dios, designio que tendrá su último acto en la creación de los nuevos cielos y la nueva tierra … La historia de la salvación se sitúa entre dos acciones de alcance cósmico que abarcan la totalidad del universo.22
Las palabras de Daniélou captan elocuentemente la amplitud del pensamiento bíblico y la envergadura de la historia salvífica: ¡nada menos que el cosmos entero!
El relato de la creación en los primeros capítulos de Génesis subraya varias verdades teológicas muy importantes: (1) La creación es el acto soberano de Dios mediante su palabra de poder, de modo que (2) él es Señor de la creación y de la historia (cf. Sal. 136, Jer. 27.5s, 32.17); (3) la creación es buena, precisamente en su materialidad y en la sexualidad de la vida humana; (4) el mal no es concreado con el universo y la humanidad; fue introducido después de la creación, y será eliminado de la nueva creación.
Curiosamente, cuando Adán y Eva desobedecen, la maldición cae explícitamente sobre la serpiente (3.14, entre las bestias) y la tierra (3.17). Como la tierra había participado en lo bueno de la obra creadora de Dios (Gn. 1.10, 12, etc.), participará ahora en las consecuencias del pecado humano y en la historia de la salvación (cf. Ro. 8.19-22). A pesar del diluvio, Dios sigue fiel a su creación y sella un solemne pacto con «todo ser viviente» (Gn. 9.10s,15s) y con el orden natural (cf. Jer. 33.20, 25, su «pacto con el día y con la noche»). Este pacto universal e irrevocable señala a Dios nuevamente como el Señor de toda la creación y toda la historia.23 La gracia pactada de Dios permite a la creación y a la historia continuar su curso («San Jerónimo» II.43).
Los profetas vuelven a insistir siglos después en la interrelación entre creación e historia humana. El desenfreno del pecado individual y social amenaza con volver la creación al primitivo caos «desordenado y vacío» (Jer. 4.22-26; Os. 4.1-3 la tierra se enlutará), de modo que Dios vendrá a juzgar la tierra (Is. 2.21, 34.4. 51.6). La gran sorpresa, sin enbargo, es que en el juicio Dios no abandona la tierra, sino promete una nueva creación más hermosa y gloriosa que la primera (Is. 65.17-25, 66.22ss, cf. 11.6-9, 43.18s, 44.6s, 48.6s, cf. Am. 9.13s, Ez. 47.1-12, Os. 2.18-23). Aun para el cielo y la tierra, «donde el pecado abundó, la gracia sobreabundó».
Dios, según los profetas, no escatimará esfuerzos en renovar gloriosamente a toda la creación. Recapitulando en mayúscula el anterior pacto noáquico, Dios hará un nuevo pacto con todos los animales y con las plantas de la tierra, o sea con flora y fauna, junto con la redención final de la sociedad humana (Os. 2.18-23, cf. nuevo pacto con el pueblo creyente, Jer. 31.31-36, Ez. 36.26– 30). Todos los vivientes, humanos y animales, habitarán la tierra en paz (Is. 2.4, 11.6~8, 65.25, Mi. 4.3); hasta la víbora será inocua (Is. 11.8) y las fieras y chacales levantarán doxología al Señor (Is. 43.20, cf. Ap. 4.8). El reino vegetal, también transfigurado por Dios, y los 19 fue introducido después de la creación, y será eliminado de la nueva creación.
Curiosamente, cuando Adán y Eva desobedecen, la maldición cae explícitamente sobre la serpiente (3.14, entre las bestias) y la tierra (3.17). Como la tierra había participado en lo bueno de la obra creadora de Dios (Gn. 1.10, 12, etc.), participará ahora en las consecuencias del pecado humano y en la historia de la salvación (cf. Ro. 8.19-22). A pesar del diluvio, Dios sigue fiel a su creación y sella un solemne pacto con «todo ser viviente» (Gn. 9.10s,15s) y con el orden natural (cf. Jer. 33.20, 25, su «pacto con el día y con la noche»). Este pacto universal e irrevocable señala a Dios nuevamente corno el Señor de toda la creación y toda la historia.27 La gracia pactada de Dios permite a la creación y a la historia continuar su curso («San Jerónimo»- II.43).
Los profetas vuelven a insistir siglos después en la interrelación entre creación e historia humana. El desenfreno del pecado individual y social amenaza con volver la creación al primitivo caos «desordenado y vacío» (Jer. 4.22-26; Os. 4.1-3 la tierra se enlutará), de modo que Dios vendrá a juzgar la tierra (Is. 2.21, 34.4. 51.6). La gran sorpresa, sin embargo, es que en el juicio Dios no abandona la tierra, sino promete una nueva creación más hermosa y gloriosa que la primera (Is. 65.17-25, 66.22ss, cf. 11.6-9, 43.18s, 44.6s, 48.6s, cf. Am. 9.13s, Ez. 47.1-12, Os. 2.18-23). Aun para el cielo y la tierra «donde el pecado abundó, la gracia sobreabundó».
Dios, según los profetas, no escatimará esfuerzos en renovar gloriosamente a toda la creación. Recapitulando en mayúscula el anterior pacto noáquico, Dios hará un nuevo pacto con todos los animales y con las plantas de la tierra, o sea con flora y fauna, junto con la redención final de la sociedad humana (Os. 2.18-23, cf. nuevo pacto con el pueblo creyente, Jer. 31.31-36, Ez. 36.26-30). Todos los vivientes, humanos y animales, habitarán la tierra en paz (Is. 2.4, 11.6-8, 65.25, Mi. 4.3); hasta la víbora será inocua (Is. 11.8) y las fieras y chacales levantarán doxología al Señor (Is. 43.20, cf. Ap. 4.8). El reino vegetal, también transfigurado por Dios, y los ríos y bosques de un nuevo «ecosistema» concelebrarán con nosotros la alegría de la nueva creación (Is. 41.17-20, 43.19s, 55.12s. 65.18).
Esta atrevida visión de un cosmos totalmente transformado (que nace precisamente en tiempos de crisis y desesperación nacional) es el riquísimo trasfondo del cumplimiento cristológico que anuncia el Nuevo Testamento. Toda la creación gime con nosotros bajo el yugo del pecado, pero en el ésjaton la creación entera compartirá «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Ro. 8.21). El propósito final de Dios es recapitular el universo (tá pánta) en Cristo (Ef. 1.10), para que Él sea todo y en todos, Alfa y Omega. La fe cristiana culmina en esta majestuosa visión cristológica del universo.
Según el Nuevo Testamento, igual que el Antiguo Testamento, la creación entera participará plenamente en el futuro de la humanidad bajo el mismo signo de juicio y redención. El fin de la creación no parece atribuirse tanto a razones metafísicas de su finitud, sino a su participación en la historia de pecado y redención. Diversos textos bíblicos describen de diferentes maneras ese ‘»juicio final» sobre la vieja creación: (1) la simple afirmación de que «cielo y tierra pasarán» (Mt. 24.35), sin explicar cómo ni por qué; (2) huirán ante el rostro «del que está sentado en el trono» y «ningún lugar se encontró para ellos» (Ap. 20.11); (3) serán sacudidos y removidos de su lugar (Hch. 12.26s); (4) serán enrollados como un pergamino (Is. 34.4); (5) envejecerán como un vestido gastado (Is. 51.6; Sal. 102.26); y (6) serán consumidos por fuego (2 P. 3.7,10).28
Todos los pasajes están de acuerdo en que después del juicio cósmico habrá «cielo nuevo y tierra nueva en los cuales mora la justicia» (2 P. 3.13). En resumen, toda la teología bíblica de la creación señala una relación orgánica, muy estrecha, entre historia salvífica, historia humana e historia cósmica.
2. El pacto abrahámico y la historia universal
Con Génesis 12.1ss, el relato bíblico hace la transición de la anterior «historia de las naciones» a la «historia de la salvación» en sentido estricto, con el llamado del patriarca Abraham. Los capítulos 4-11 de Génesis describen el contexto general de la situación de pecado, odio y maldición, como escenario y trasfondo para la historia de la salvación que Dios comienza a realizar a partir del pueblo escogido. Una «historia de la des-gracia» prepara el camino para «la historia de la gracia»; la historia de la maldición (3.14, 17, 14.11, 6.5-8, 9.25) será confrontada por la historia de la bendición (12.2s; 22.17s, 26.3, 24; cf. 1.22, 28, 2.3, 5.2, 9.1) que nace de la iniciativa y gracia de Dios.
Génesis 1-11 dedica mucha atención a «las naciones» (o «familias de la tierra»), tanto en las genealogías de los capítulos 5, 10 y 11 como en el relato culminante de la torre de Babel como comienzo del imperialismo (= Babilonia) y la división de los pueblos. En medio de esa situación de maldición internacional, Dios llama a un anciano (sin hijo) a salir de su propia nación, para hacer de él y Sara otra nación nueva, que habrá de ser bendición y salvación para «todas las familias de la tierra».
Si tomamos este pasaje como paradigma del problema de la relación entre «historia salvífica» e «historia universal», creo que podemos descubrir tres principios importantes: (1) la historia de la salvación nace dentro de la historia de la humanidad y se realiza en todo momento dentro de ella; (2) llega a transformarse en historia salvífica mediante la gracia, elección y poder de Dios, no por méritos ni logros de los hombres y mujeres que Dios usa (cf . Dt. 7. 6ss) ; (3) el pueblo de Dios es creado no para su beneficio propio y egoísta sino para ser vehículo de la bendición de Dios a todas las naciones. Es «pueblo sacerdotal» en medio de las naciones, a favor de las naciones; es la levadura de la gracia de Dios introducida dentro de la historia universal.
Desde el principio Israel aparece como una nación entre todas las naciones, inmersa en el proceso histórico. Las promesas de Abraham son notablemente concretas, mayormente geopolíticas: un hijo; del hijo, un pueblo; para el pueblo, una tierra; y en esa tierra un «trono» (un gobierno). Además, «Abraham» (padre de muchedumbres), recibe también una promesa internacionalista: «haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti» (17.6). Igualmente Sara «será madre de naciones; reyes de pueblos vendrán de ella» (17.16). El pueblo escogido está histórica y biológicamente emparentado con muchos de sus vecinos. Puesto que José se casó con una egipcia, dos de las tribus de Israel —Efraín y Manasés— son de sangre mezclada. En Éxodo 2.19, las hijas de Reuel describen a Moisés como «un varón egipcio». La historia de Israel (corno la de la Iglesia cristiana después) pertenece total e integralmente a la historia universal humana.
El pacto patriarcal introduce la historia de la salvación bajo el tema de bendición: «te bendeciré y engrandeceré tu nombre (lo que buscaban los constructores de Babel, 11.4), y serás bendición … serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (12.2, cf. 22.18).29 Su nombre llegará a ser grande, no por medio de proyectos de ambición imperialista (11.1-9) sino, por la gracia del Señor de la historia, en un proyecto de bendición para todas las naciones.
Aunque a partir del Nuevo Testamento entendemos toda la consecuencia mesiánica de esta promesa de bendición, no cabe duda de que los hebreos antiguos la entendían con el profundo realismo cuasimaterialista que los caracterizaba. El discurso de despedida de Jacob comenta esta «bendición» y la entiende en términos totalmente realistas: «bendiciones de los cielos de arriba, bendiciones del abismo que está abajo, bendiciones de los pechos y del vientre» (Gn. 49.25s; Dt. 28 enumera detalladamente todo el registro de bendiciones y maldiciones, con el mismo realismo concreto). Y de hecho, a través del libro de Génesis, Abraham y sus descendientes comienzan a «ser bendición» a las naciones en muchas formas: a Lot (cap. 13), a los cinco reyes (cap. 14), a Sodoma y Gonorra (cap. 18), a Abimelec (26.26-30), a Labán (39.27), a Potifar (39.5), etc. En la culminación dramática del libro, la benévola providencia de Dios (tema central de la teología de la historia) convirtió la nal-dición de los hermanos de José en ben-dición, «para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo» (50.20). En el mismo libro de Génesis, la historia salvífica comenzó a «ser bendición» para las naciones, de una manera muy concreta e integral.30
Excursus parentético: José realiza esta «bendición a las naciones» en su doble capacidad de (1) «carismático» (41.38, «hombre del Espíritu» que recibe sueños y profecías) y (2) político, alto funcionario del régimen egipcio (Primer Ministro, Ministro de Economía y Agricultura, y «Ministro de Planificación»; véase especialmente 47.13-26). Es significativo que la mayoría de los carismáticos del Antiguo Testamento se dedican a la carrera política: José, Moisés (Nm. 11.16ss, Dt. 18.15), Josué (Nm. 27.18, Dt. 34.9), los Jueces (3.10, 6.34, 11.29, 13.25, 14.6, 19; 15.14, 19), el Rey David, y los profetas. (También se destacan los dones estéticos del Espíritu de Dios: Ex. 31.1-11, 35.30, 36.1, 2 Sam. 23.1,2).
Me parece que el Antiguo Testamento sugiere directrices muy importantes para una especie de «teología de la política». A partir de las Escrituras queda claro que hay tanto una vocación como una dotación carismáticas (la klesis y jarisma de 1 Cor. 7.7, 9, 17s, 20ss, 24) para la función política, y que la acción política pertenece integralmente a la historia de la salvación en una variedad de situaciones:
- Hombres y mujeres creyentes en Dios que realizan funciones políticas dentro del pueblo de Dios (teocracia): Moisés, Josué, Gedeón, Sansón (¡a pesar suyo!), Débora, Samuel, David, etc.;
- Creyentes en Dios llamados a realizar funciones políticas en gobiernos paganos: José, Ester (¡extraño papel que le tocó!), Daniel, Nehemías;
- Gobernantes incrédulos y paganos a quienes Dios llama, despierta y guía y que (a menudo a pesar suyo) realizan los propósitos de Dios: Senaquerib de Asiria, «vara y báculo de mi furor» (Is. 10.5), «Nabucodonosor, mi siervo» (Jer. 25.9; 27.6; 43.10), y Ciro, ungido del Señor (Is. 44.28-45; cf. 48.14-16, 13.1-22). Ro. 13.4 los llamará «diáconos de Dios» para el bien.
Los evangélicos creemos en la inspiración de toda la Biblia. De hecho, los textos en que basamos tal convicción se refieren casi exclusivamente al Antiguo Testamento (2 Tim. 3.14-17, Jn. 10.35; cf. 1 Co. 10.11). Tampoco somos marcionistas para contraponer el Nuevo Testamento al Antiguo Testamento. El Nuevo por supuesto profundiza y enriquece el mensaje del Antiguo; ante su cumplimiento en Jesucristo, y por diversas razones, muestra diferencia de énfasis respecto del Antiguo Testamento. Sin embargo, no encuentro nada en el Nuevo Testamento que contradiga ni abrogue la fundamental teología de la historia y de la actividad política que elabora tan ricamente el Antiguo Testamento. Al contrario, me parece que el Nuevo Testamento no sólo la da por sentado sino que la profundiza, la enriquece y la radicaliza.
El encuentro de Abraham con Dios significó el inicio de una relación directa y personal con el Señor, que más adelante se expresaría en los términos de pacto: «Seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Ex. 6.7, Lev. 26.12). Pero tan alto privilegio involucró a Abraham en un proyecto histórico sumamente atrevido y exigente. Su relación con Dios, así como la bendición prometida, tenían un carácter netamente integral e histórico, y no por eso menos espiritual y trascendente. Como «amigo de Dios», Abraham estaba llamado a ser «bendición a todas las naciones de la tierra» (18.18).
Dios cumplió sus promesas a Abraham (cf. 2 Sa. 7.9-14, Sal. 72.17, 89.24-27), pero Israel no fue fiel a Dios. En lugar de bendición, Zacarías les recrimina: «fuisteis maldición entre las naciones» (Zac. 8.13).31 Pero junto con la promesa de una nueva creación (ver arriba), Dios promete también convertir a Israel y convertir la maldición en renovada bendición: «… os salvaré y seréis bendición» (Zac. 8.13b) de modo que «las naciones serán benditas en él, y en él se gloriarán» (Jer. 4.ls, cf . Mi. 7.19s) . Un salmo de entronización a Yahvé como «Rey grande sobre las naciones» (47.2), vislumbra esa meta final cuando la historia de las naciones converge con la historia salvífica en una sola bendición abrahámica: «los príncipes de los pueblos están reunidos, un pueblo del Dios de Abraham, porque los escudos de la tierra pertenecen a Dios» (Sal. 47.9s, trad. Muilenburg).32
La expresión más dramática del cumplimiento de la promesa abrahámica y «una de las más grandes promesas del Antiguo Testamento»33 son los cinco oráculos sobre Egipto y Asiria en Isaías 19.16-25. Esta profecía es una clara y consciente referencia a la promesa de Génesis 12.2s. Anuncia que se hablará «la lengua de Canaán» en cinco ciudades de Egipto y se adorará a Jehová y «él les enviará salvador y príncipe que los libre» (19.18-22). Además, en aquel tiempo habrá una calzada de Egipto a Asiria, y asirios entrarán en Egipto, y egipcios en Asiria, y los egipcios servirán con los asirios a Jehová.
En aquel tiempo Israel será tercero con Egipto y con Asiria para bendición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad (19.23-25).
Es decir, la secular hostilidad entre los dos grandes imperios rivales, Asiria y Egipto, y de ambos contra Israel, se superará gloriosamente en un internacionalismo escatológico.34 Las naciones se unirán en adoración a Yahveh; la torre de Babel se convertirá en un altar al Señor de las naciones. La bendición de Abraham habrá alcanzado a las naciones y ellas también serán bendición junto con Israel. Egipto y Asiria compartirán plenamente los títulos más distintivos y honoríficos de Israel: «pueblo mío» (cf. Os. 2.23, 1 P. 2.9s) y «obra de mis manos» (Is. 19.22s). Según estos pasajes la promesa a las naciones llega a significar que «las diferencias que separan a Israel de las restantes naciones tendrán que borrarse».35
Toda esta línea de pensamiento bíblico a partir de Génesis 12.1-3, que en el Nuevo Testamento se profundiza especialmente en San Pablo y Apocalipsis, también acentúa la relación orgánica entre historia salvífica e historia universal. Condensaremos, a modo de excursus, las conclusiones de J. Muilenburg al respecto:
- No podemos simplemente transferir la situación bíblica a nuestra situación contemporánea. Ninguna nación puede equipararse con Israel, el pueblo de Dios. La nación es una entidad política, y la política de la nación es inevitable y necesariamente muy diferente de la «política» de Dios. Pero hay una comunidad humana que puede apropiarse del lenguaje de las Escrituras. la sinagoga y la iglesia, si en algo han de entenderse a sí mismas, tendrán que encontrar las fuentes de su existencia en las palabras dirigidas a Abraham al principio. Por cierto, para los cristianos las palabras son transfiguradas mediante la venida de Cristo, pero eso no significa que ahora se quedarán sin efecto. Al contrario, hemos de confesar a Cristo dentro del contexto de las grandes continuidades que tienen su fuente en Abraham. Desconocer estos comienzos históricos o traducirlos a categorías ahistóricas no sólo violenta las Escrituras, sino además vuelve irrelevante e inconsecuente la relación de la Iglesia con la problemática política, social e internacional de nuestros tiempos.
- La nación y todas las naciones existen bajo la misma soberanía. La nación no es absoluta; tiene que someterse al juicio trascendental, al juicio de aquel que llamó a Abraham y lo lanzó hacia lo desconocido para que su nación fuera grande y para que todas las comunidades de la tierra fuesen bendecidas en él por el poder de la Palabra de Dios. Ninguna nación, y mucho menos una nación poderosa, puede vivir para sí misma; tiene que reconocer que vive dentro de una comunidad de pueblos, que su destino esta inextricablemente ligado a los destinos de otros pueblos, y que todas las naciones viven bajo la autoridad de Dios. Precisamente la misión de la sinagoga y la Iglesia es llamar a las naciones a reconocer tal soberanía superior, a recordarles a tiempo y fuera de tiempo que el interés nacional no es el supremo bien.
- Este concepto está entretejido en toda la enseñanza de las Escrituras. La historia de la redención, que es el tema central de la Biblia en ambos testamentos, comienza con Abraham, y Abraham sigue presente como el progenitor original de la fe (Bright). Nosotros mismos estamos profundamente involucrados en la vida narrativa de este pueblo. Su historia es, extrañamente, también nuestra historia, aunque eso no nos exime de la tarea de traducir el mensaje bíblico al lenguaje de nuestro tiempo.
- Es decir, entonces, que la Biblia se preocupa por el mundo entero, el mundo de las naciones, y que desde su comienzo más temprano fue así. Aún más, eso significa que todos los pueblos del mundo han de bendecirse y ser bendecidos por el Dios de Abraham. Todavía más, y supremamente, la Biblia afirma que el Mesías de Israel, quien vino en cumplimiento de las Escrituras, vino en favor de todo el mundo: en él son bendecidos todos los pueblos como «luz para revelación a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc. 2.32), enviado por aquel que cumplió su juramento a nuestro padre Abraham, de «dar luz a los que habitan en tinieblas y encaminar nuestros pies por camino de paz» (Lc. 1.72, 79).36
Continuará…
Esta conferencia fue presentada en un encuentro centroamericano de la FTL, realizado en Ipís de San José, Costa Rica. Fue publicada en Boletín Teológico #29:3 (1988), pp. 11-40.
NOTAS
- Mayormente Jn. 18.36, Mt. 6.33, Le. 12.14, Fil. 3.20s, Col. 3.1s, 2 P. 3.7-13.
- Jean Daniélou, op. ci ., (n. 13), p. 44.
- «San Jerónimo», op.cit (n. 7), 2.14; P. Grelot, Biblia y Teolpgía, Herder, Barcelona, 1979, pp.52s.
- Ningún otro pasaje bíblico enseña claramente la destrucción del mundo por un holocausto final (Sof 1.15 y Am. 7.4 parecen más bien simbólicos), pero se encuentra en los escritos de Qumrán, los oráculos sibilinos, los estoicos, Hermas, Justino Mártir y los Hechos de Pedro. Muchos autores sugieren que es un argumento ad homínem contra los falsos maestros, que apelando a la demora del holocausto final se entregaban a la concupiscencia (3.3s); cf. Alois Stöger, Carta de San Judas; segunda Carta de San Pedro, Herder, Barcelona, 1967, p. 117.
- El hebreo puede traducirse también con un pronombre reflexivo, «en ti se bendecirán todas las naciones». Pero el sentido es el mismo: todas las naciones participarán en el proyecto de bendición que Dios está inaugurando con Abraham. Al ser bendecido, tiene que ser bendición (12.2).
- Javier Pikaza, La Biblia y la teología de la Historia: Tierra v Promesa de Dios, Fax, Madrid, 1972, pp. 51-53, señala que la promesa abrahámica se cumplió también bajo David. Sobre el cumplimiento de Gn. 12.3s en José, ver B. Anderson, Understanding the Old Testmnent, Prentice-Hall, N. J., 1957, p. 180.
- Lesslie Newbigen, La Familia de Dios, Aurora, Bs. As., pp. 139-141, demuestra que la elección es un principio misionero, de servicio y «bendición a las naciones». Pero Israel la convirtió en un principio de privilegio egoísta en vez de servicio y misión. En eso consistía el error fundamental de los falsos profetas. cf. también Stam, «Elección» en Diccionario Ilustrado de la Biblia, Ed. Caribe, p. 188.
- Ver James Muilenburg, «Psalm 47» en Journal of Biblical Literature, Vol. LXII (1944), pp. 235-236, y del mismo autor, «Abraham and the Nations: Blessing and World History», en Interpretation, octubre 1965, pp. 387-398. Cf. H. W. Wolff en Westerman, op. cit., (n. 19), p. 347.
- Ibid, p. 396.
- Otra visión profética del cumplimiento de la «bendición a todas las familias de la tierra» es la de las «caravanas de las naciones» que convergirán sobre Jerusalen para adorar a Jehava y a la vez traer sus riquezas a los pies del Señor: Is. 2.2-4, 60.1-22; 66.19s, Jer.16.19, Zac. 8.22s, 14.14, l6ss; Is. 55.3-5 lo relaciona con el pacto davídico.
- J. McKenzie, en «San Jerónimo» (n. 7), 77.117; Vol. V, p. 657. El párrafo expone «el panorama universal de la historia» y el «puesto que corresponde a las demás naciones en el proceso histórico dominado por la voluntad de Yahvé» según los profetas exílicos y posexílicos.
- Muilenburg, «Abraham and the Nations: Blessing and World History», op. cit., (n. 32), pp. 397s.
REFERENCIA
Stam, Juan. (2010). Significado teológico de los acontecimientos históricos. Diciembre 29, 2020, de Juanstam.com Sitio web: http://www.juanstam.com/dnn/Blogs/tabid/110/EntryID/265/Default.aspx