Hace un año exactamente, en la iglesia donde tengo el privilegio de pastorear, acogimos una hermosa familia haitiana. Les ayudamos a encontrar casa, y con ayuda de las redes sociales, pudimos acondicionarla. Pese a la problemática del idioma, la familia de la fe le otorgó trabajo a Elidor y su familia.
Como iglesia abrimos nuestros ojos a un mundo que desconocíamos totalmente: la travesía de los migrantes. Elidor y su familia, siendo haitianos, residieron por varios años en Brasil. Tiempo después, decidieron emprender el viaje al norte en búsqueda de mejores oportunidades y, sobre todo, formas de ayudar a la familia que sigue en Haití. En nuestra cabeza no cabía pensar el recorrido ¡a pie!, que realizaron desde el sur de América, pasando por lugares sumamente peligrosos como “el Tapón del Darién”, esto de la mano de una niña de dos años y su bella esposa embarazada. ¡Cuántas historias así no habrá entre nuestros amados migrantes!
Elidor y su familia estuvieron en nuestra ciudad alrededor de 5 meses, y nosotros aprendimos a amarlos. Dios les usó para encender ese anhelo de servir a los vulnerables. Sin embargo, de un día para otro, nos avisaron que continuaban su travesía, porque se abría oportunidad de cruzar a los Estados Unidos. Y así, tan pronto como llegaron, se fueron, despojándose nuevamente de lo que habían construido. Muchas cosas pasaron por nuestra cabeza en ese momento: ¿Por qué se van, si les ayudamos? ¿Por qué buscan, si hasta trabajo consiguieron?
Como personas residentes de un solo lugar, es difícil entender el sueño y aspiración de ellos. Además, si alguien debería tener una posición de aprender somos nosotros: el saber desprenderse y seguir avanzando es algo que celebro y admiro de nuestros amados peregrinos.
Olvidamos que nosotros también hemos sido migrantes en algún sentido de nuestra vida: cuando enfrentamos un territorio nuevo, al iniciar en una escuela diferente, un noviazgo, el matrimonio, al convertirnos en padres, cambiar de residencia, tener un nuevo empleo, un divorcio, la muerte de alguien querido; en fin… son escenarios que rompen nuestro mundo cotidiano, y debemos migrar a un nuevo sitio físico o emocional. Ahora bien, y dicho esto, nuestros migrantes viven todas esas cosas, de una manera exponencial.
A ti y a mí, querida iglesia, no nos corresponde cuestionar o demandar sus formas de cruzar, no nos toca defender nuestras tierras como si no fueran bienvenidos o como si fueran una carga. ¡Nunca! A nosotros nos toca hacerles el viaje más ligero. Imagino que esos instantes donde compartimos su andar, pudimos ser esos faros en el camino, ese oasis en el desierto que les aligeró la carga.
Visualizo a la Iglesia como aquellas personas que regalan agua y echan “porras en los maratones”. Nos tocó demostrar genuinamente que Dios los acompaña en el camino. Eso somos, instantes, fuerzas, cobijo. Más allá de la recompensa o permanencia, se trata de amar, y mostrar el Dios que, a diferencia de un gobierno injusto, no les ha abandonado y que también les proveerá.
Amigos, iglesia: no se cansen de hacer el bien. No imaginamos cómo la trascendencia que tiene un pequeño acto de amor puede marcar la vida de alguien para siempre.
Nunca nos olvidemos del carácter de Dios, que desde su ley tiene cuidado de los extranjeros (Levítico 19). No perdamos de vista que Dios vino y habitó entre nosotros, fue un hermoso migrante que vino a caminar con el ser humano, y estando en esta condición, no conoció fronteras ni terrenales, ni espirituales.
Sigamos derribando los muros entre nosotros.
“Se asegura que los huérfanos y las viudas reciban justicia. Les demuestra amor a los extranjeros que viven en medio de ti y les da ropa y alimentos”.
– Deuteronomio 10:18 (NTV)
En tanto Cristo venga, seguiremos siendo sus brazos, la sal de la tierra y los faros en el camino del migrante.
Pbra I. Ana Borunda