
Proseguimos con la publicación de su obra más conocida entre laicos, pastores y teólogos, VIDA EN COMUNIDAD. Consta de cinco capítulos. Estamos compartiendo el segundo capítulo, El Día en Común, donde el segundo subcapítulo es La lectura de los salmos. (Por un error nuestro publicamos en el número anterior el subcapítulo La lectura bíblica como si fuera el segundo subcapítulo cuando en realidad debía ser el tercero. Así pues, en nuestra siguiente edición continuaremos con el cuarto subcapítulo).
2. El Día en Común
Al amanecer, con alabanza;
Con plegarias al atardecer,
Nuestra pobre voz, Señor,
Te glorifica eternamente.
(LUTERO, según Ambrosio)
La lectura de los salmos
«Hablando entre vosotros con salmos» (Ef 5, 19). «Enseñándoos y amonestándoos unos a otros… con salmos» (Col 3,16). La lectura de los salmos como forma de plegaria en común ha tenido desde siempre una importancia especial en la Iglesia. Todavía inicia el culto matutino de los fieles en algunas iglesias. Nosotros hemos perdido casi por completo esta costumbre, y debemos esforzarnos por recuperarla.
El libro de los salmos ocupa un lugar excepcional dentro del conjunto de la sagrada Escritura. Es palabra de Dios y, al mismo tiempo, salvo raras excepciones, plegaria del hombre. ¿Cómo hay que entender esto? ¿Cómo es posible que la palabra de Dios pueda ser al mismo tiempo oración dirigida a Dios? Añadamos además la observación hecha por todos los que comienzan a rezar los salmos. Al principio intentamos recitarlos como una oración personal. Pronto, sin embargo, tropezamos con pasajes que no se prestan a este modo de usarlos. Pensemos en los salmos de inocencia o de venganza, incluso en los de sufrimiento. Sin embargo estas oraciones son palabra de la sagrada Escritura que un cristiano no puede rechazar como anacronismos religiosos ya caducos. Por tanto se niega a juzgar las palabras de la Escritura, aunque admite que le es imposible hacer de estos textos materia de su oración personal. Puede leerlas, escucharlas, asombrarse, incluso escandalizarse, admitiendo que son oración de otro, pero él no las puede utilizar ni suprimir.
Ciertamente sería cómodo aconsejar, en estos casos, comenzar al principio por los salmos «comprensibles», dejando de lado aquellos que por dificultad resulten incomprensibles. Pero resulta que esta dificultad de algunos salmos nos va a permitir precisamente acercarnos a su misterio. Las oraciones de los salmos que nuestros labios no pueden pronunciar, que nos sorprenden o espantan, nos hacen presentir que aquí es otro el que ora, y que el que puede proclamar así su inocencia, clamar por el juicio de Dios y descender a tan profundo dolor,
no es otro que … Jesucristo mismo. Es él quien ora aquí, y no solamente aquí, sino también en todo el salterio. Así lo han reconocido y testificado siempre el Nuevo Testamento y la Iglesia. Es el hombre Jesucristo quien ora en los salmos por boca de su Iglesia, es decir, aquel para quien ninguna pena, ninguna enfermedad, ningún sufrimiento son desconocidos, y quien, sin embargo, era el justo y el inocente por excelencia.
Los salmos son el libro de oraciones de Jesucristo en el sentido más propio. Él ha rezado los salmos y así el salterio se ha convertido en su oración para todos los tiempos. ¿Comprendemos ahora cómo los salmos pueden ser la oración de la Iglesia al mismo tiempo que la palabra de Dios a la Iglesia, ya que aquí nos encontramos con Cristo en oración? Jesucristo reza los salmos en su Iglesia. También ella, como el cristiano individual, reza, pero es porque Cristo ora en sus oraciones; no ora en nombre propio, sino en nombre de Jesucristo. El creyente no ora siguiendo el impulso natural de su propio corazón sino en base a la humanidad asumida por Cristo, ora en la oración del hombre Jesucristo. Es lo único que le da seguridad de que su oración será escuchada.
Debido a que Cristo reza los salmos con nosotros ante el trono de Dios o, mejor dicho, porque los que oran son asumidos en la oración de Jesús, su oración es escuchada por Dios. Cristo se ha convertido en su intercesor. El salterio es la oración vicaria de Cristo por su Iglesia. Ahora que Cristo está con el Padre, es el cuerpo de Cristo sobre la tierra -es decir, su nueva humanidad- el que continúa diciendo su oración hasta el fin de los tiempos. Y así, no es al miembro individual a quien pertenecen los salmos, sino a la totalidad del cuerpo de Cristo; sólo en esa totalidad se encarna todo lo que el individuo aislado no podrá aplicarse jamás a sí mismo. Por esta razón la oración de los salmos pertenece especialmente a la comunidad. Si un versículo o un salmo
no pueden expresar mi oración personal, no por ello deja de ser la oración de uno u otro miembro de la comunidad y, en cualquier caso y siempre, es la oración del verdadero hombre Jesucristo y de su cuerpo en la tierra.
Los salmos nos enseñan a orar sobre el fundamento de la oración de Cristo. Son la escuela de oración por excelencia.
En ella aprendemos, en primer lugar, lo que significa orar: orar sobre la base de la palabra de Dios y de sus promesas. La oración cristiana se asienta sobre la palabra revelada, y no tiene nada que ver con la vaguedad y el egoísmo de nuestros deseos. Oramos fundándonos sobre la oración del verdadero hombre Jesucristo. Esto es lo que quiere expresar la Escritura cuando dice que el Espíritu Santo ora en nosotros y por nosotros, y que no podemos orar verdaderamente a Dios sino en nombre de Jesucristo.
En segundo lugar, la oración de los salmos nos enseña lo que debemos expresar en nuestras oraciones. Si es verdad que el alcance de la oración de los salmos sobrepasa en mucho la medida de la experiencia personal, también es verdad que, por la fe, el creyente puede decir las oraciones que Cristo pronuncia en los salmos, las oraciones de aquel que era verdadero hombre y el único
que posee en plenitud toda la medida de las experiencias contenidas en esas oraciones.
¿Podemos entonces rezar los salmos de venganza? No, en cuanto somos pecadores y los impregnamos de malos pensamientos; sí, en cambio, en cuanto estamos en Cristo, quien toma sobre sí, y soporta la justicia divina en lugar nuestro y que solamente así -atrayendo sobre sí mismo la cólera de Dios- pudo perdonar a sus enemigos; de Jesucristo, a través de él y desde su corazón. ¿Podemos entonces, con el salmista, llamarnos inocentes, piadosos y justos? No, si lo hacemos por nosotros mismos y si hacemos la oración desde nuestro corazón pervertido; sí, en cambio, desde el corazón de Cristo, puro y sin pecado, y desde la inocencia de Cristo que él ha hecho compartir en la fe. En la medida en que «la sangre de Cristo y su justicia se haya convertido en nuestro adorno y vestimenta de honor» podemos y debemos rezar los salmos de inocencia: expresan su oración y su gracia por nosotros. Y ¿cómo habremos de rezar aquellos salmos de una tribulación y sufrimiento inenarrables, de forma que podamos entrever algo de lo que expresan? No intentando sentir una realidad de la que nuestro corazón no tiene experiencia, ni pretendiendo expresar nuestras propias quejas, sino sabiendo que todo ese sufrimiento ha sido verdadero y real en Jesucristo, el hombre que ha sufrido la enfermedad, el dolor, el oprobio y
la muerte, y en quien toda carne ha sido crucificada y muerta; sí, en este sentido nosotros podemos y debemos rezar los salmos de dolor.
Lo que nos ha acontecido en la cruz: la muerte de nuestro hombre viejo, y lo que nos acontece y debe acontecernos a partir de nuestro bautismo por la mortificación de nuestra carne, es lo que nos da derecho a rezar estos salmos. En cuanto oraciones de Jesucristo, pertenecen, desde su crucifixión, a su cuerpo sí, nos está permitido rezar esos salmos, en tanto que miembros extendido sobre la tierra. No podemos en este trabajo desarrollar más extensamente esta verdad. Se trata simplemente de indicar la trascendencia de los salmos como oración de Cristo. Pero esto, sólo muy poco a poco podremos irlo comprendiendo.
En tercer lugar, la recitación de los salmos nos enseña a orar en comunidad. Ora el cuerpo de Cristo, y, en tanto que individuo, comprendo que mi oración no es sino una pequeña fracción de la oración colectiva de la Iglesia. Aprendo a orar con el cuerpo de Cristo. Es 1q que hace que me eleve por encima de circunstancias personales y ore prescindiendo de mí mismo. Muchos
de los salmos de la comunidad del Antiguo Testamento debieron ser oraciones alternadas. El llamado paralelismus membrorum, es decir, la costumbre de repetir una misma cosa con otras palabras en la segunda parte del versículo, no es solamente una forma literaria, sino que tiene también un sentido eclesial y teológico. Alguna vez valdría la pena examinar a fondo este asunto.
Como ejemplo especialmente ilustrativo, tomemos el salmo quinto. En él son dos las voces que elevan un mismo ruego a Dios. ¿Acaso no será esto una prueba de que el que ora nunca lo hace solo, sino que siempre debe ser acompañado por otro, un miembro de la Iglesia, el mismo Jesucristo, a fin de que la oración individual sea verdadera oración? ¿No es posible, tal vez, que con la repetición de un mismo tema que, como sucede al final del salmo 119, culmina en una monotonía interminable, casi intraducible, se indique que cada palabra de la oración pugna por penetrar en una profundidad del corazón que sólo puede ser alcanzada mediante una repetición ininterrumpida… y en último término ni aun así? ¿Que en la oración no se trata del desahogo accidental, apesadumbrado o gozoso, del corazón humano, sino de aprender, asimilar y grabar en la memoria, durable e ininterrumpidamente, la voluntad de Dios en Jesucristo?
En su interpretación de los salmos, Otinger ha expresado una profunda verdad al ordenarlos según las siete peticiones del padrenuestro. Con ello quería decir que en los salmos, en el fondo, no se trata de otra cosa que del mensaje contenido en las breves peticiones de la oración dominical. En todas nuestras oraciones lo importante es la oración de Jesucristo que contiene la promesa de ser atendida y nos libra de la palabrería pagana.
Cuanto más nos volvamos a identificar con los salmos y cuanto mayor sea la frecuencia con que los recitemos, tanto más sencilla y rica llegará a ser nuestra oración.